Capítulo 29

En la lista de lesionados, una vez más

Sólo más tarde, cuando me hubieron quitado los sueros y el County Hospital dictaminó que volvía a estar hidratada y en condiciones de marcharme, fui capaz de dar sentido al enjambre de polis y camillas que se había abatido sobre nosotros, y aún tardé más en averiguar de dónde había salido el helicóptero.

En aquel momento, sin embargo, no intenté entender nada, sólo pegué un chillido de alivio al ver a Conrad. Quise contarle lo que estaba ocurriendo pero no salía ningún sonido de mi garganta hinchada y reseca. Alargué mi brazo tembloroso hacia el hoyo. Mientras me desplomaba en el umbral del helicóptero, Conrad fue hasta el borde y se asomó. Al ver a Marcena y a Romeo, regresó corriendo a las ambulancias y envió a los camilleros.

Me quedé dormida, pero Conrad me despertó sacudiéndome:

– Tienes que coger a tu perro. No deja que los sanitarios toquen a la mujer y preferiríamos no tener que matarlo.

Mitch había estado protegiendo a Marcena toda la noche y estaba dispuesto a morder a cualquiera que intentara moverla. Volví a bajar tambaleándome al fondo, deslizándome el último trecho sobre el trasero. Aquel viaje acabó conmigo por completo. Logré llegar al lado de Mitch, y logré agarrarlo por el collar, pero el resto de la mañana se descompuso en fragmentos: Conrad cargándome a hombros y entregándome a dos hombres uniformados para que me subieran a la superficie; el esfuerzo por no soltar la correa de Mitch en ningún momento mientras me caía al pozo del sueño; despertar otra vez para oír al hombre afeitado gritándole a Conrad a propósito del helicóptero.

– No puede presentarse así e incautarse de una propiedad privada. Este helicóptero pertenece a Scarface.

Aquello no podía ser cierto, no podía ser de Al Capone. Pero como no entendía nada, dejé de intentarlo y me limité a observar cómo Conrad indicaba a unos hombres uniformados que sujetaran al tipo mientras cargaban las literas. Qué buena idea; ojala se me hubiese ocurrido. Volví a adormilarme y solté a Mitch, que subió de un salto al helicóptero en pos de Marcena.

– Mejor que a ella también se la lleven -dijo Conrad a los sanitarios, señalándome-. Puede encargarse del perro y, además, también necesita que la vea un médico.

Me dio unas palmaditas en el hombro.

– Tenemos que hablar, señora W., tenemos que hablar sobre cómo supiste que debías venir a este sitio, pero será dentro de unas cuantas horas.

Y entonces los rotores se pusieron en marcha y, pese al estrépito y las sacudidas, que hicieron que Mitch temblara y se pegara a mí, me dormí otra vez. No me desperté hasta que los sanitarios me llevaron del helicóptero a la sala de urgencias, pero el hospital se negó a que Mitch entrara conmigo. No podía dejarle solo. Tampoco podía hablar. Me senté en el suelo con él, abrazada a su pelo manchado de sangre seca. Un vigilante intentaba razonar conmigo y luego empezó a gritarme pero yo no podía responderle y, entonces, caído del cielo, el señor Contreras estaba allí con Morrell y yo estaba en una camilla, y entonces sí que me dormí del todo.

Cuando por fin desperté ya era de noche. Adormilada, miré pestañeando la habitación de hospital sin recordar cómo había llegado allí pero sintiéndome tan perezosa que no me preocupó lo más mínimo. Tenía esa sensación de placer corporal que te embarga cuando remite la fiebre. Ya no me dolía nada ni tenía sed, y alguien me había lavado mientras dormía. Llevaba un camisón de hospital y olía a Nivea.

Al cabo de un rato entró una auxiliar de enfermería.

– Veo que se ha despertado. ¿Cómo se encuentra?

Me tomó la tensión y la temperatura y, cuando le pregunté, me dijo que estaba en el County Cook Hospital.

– Has dormido doce horas, chica: no sé qué batalla estuviste librando, pero desde luego estabas a punto de quedar fuera de combate. Ahora bebe un poco de zumo; las órdenes son líquidos, líquidos y más líquidos.

Bebí obedientemente el vaso de zumo de manzana que me alcanzó y después un vaso de agua. Mientras trajinaba por la habitación fui recordando lentamente lo que me había llevado allí. Probé a hablar. Volvía a tener voz, aunque aún bastante ronca, de modo que pregunté por Marcena.

– No lo sé, cariño, no sé nada de las personas que llegaron contigo. Si estaba malherida, como dices, estará en otra unidad, ¿entiendes? Pregunta al doctor cuando pase a verte.

Dormí el resto de la noche, aunque no tan profundamente como antes. Ahora que lo peor había pasado, el agotamiento no era tanto como para que no pudiera oír el ruido del hospital, o enterarme del desfile de personas que venía a ver cómo seguía. Dirigiendo la banda, cómo no, había alguien de admisiones que quería información sobre mi seguro. La noche anterior llevaba la cartera en el bolsillo de los vaqueros; cuando pregunté por mi ropa, alguien sacó un fardo repugnante del armario. Por obra de la misericordia divina, mi billetero seguía estando allí, con mis tarjetas de crédito y la tarjeta del seguro.

Cuando volvieron a despertarme a las seis de la mañana del miércoles para la visita de turno, Morrell estaba sentado a mi lado. Me preguntaron sobre la herida del hombro; había supurado un poco a causa de mis penalidades pero esencialmente estaba sanando, me dieron los papeles del alta y, por fin, me dejaron a solas con mi amante.

Morrell dijo:

– Bueno, Hipólita, Reina de las Amazonas, has sobrevivido a otra batalla.

– Supongo que todavía no han enviado a Hércules a batirse conmigo. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

– Una media hora. Anoche cuando llamé me dijeron que iban a darte el alta por la mañana, y me figuré que querrías una muda.

– Eres casi tan bueno como una chica, Morrell, atinando en detalles como éste. Puedes unirte a mi horda de mujeres guerreras y darnos un ejemplo de cómo vivir mastectomizadas.

Se inclinó para besarme.

– Es un mito, ¿sabes?, eso de que se cortaran los pechos. Y a mí me gustan especialmente los tuyos, así que nada de imprudencias temerarias. Aunque, teniendo en cuenta la manera en que has tratado a tu cuerpo estos últimos diez días, ésta es la frase más inútil que haya dicho jamás.

– Dijo el hombre que todavía tiene una esquirla de bala incrustada junto a la espina dorsal.

Me pasó una bolsa de mano que había preparado con su habitual precisión: cepillo de dientes, cepillo para el pelo, sujetador, vaqueros limpios y un suéter de algodón. El sujetador era mi favorito, de encaje rosa y plata; lo había dejado en su casa hacía varias semanas, pero la ropa era suya. Tenemos la misma estatura y la ropa me quedaba bastante bien, aunque no habría conseguido abrochar los vaqueros si no hubiese estado ayunando treinta y seis horas.

Tomamos un taxi hasta mi apartamento donde el señor Contreras y los perros me recibieron como si fuese un marinero rescatado de un naufragio. Mi vecino había bañado a Mitch y lo había llevado al veterinario. Le habían puesto puntos en una pata que se había cortado con una lata o una púa de alambre de espino. Tras el éxtasis inicial, Mitch volvió a entrar en casa de mi vecino y subió al sofá para dormir. El señor Contreras no quería dejarle solo, de modo que nos acomodamos en la cocina del anciano. El señor Contreras se puso a hacer crepés e intercambiamos batallitas.

Cuando había visto que Mitch me conducía a la ciénaga, el señor Contreras había intentado seguirnos con el coche pero el camino se apartaba demasiado de donde estábamos caminando y, además, al cabo de un par de minutos desaparecimos de su vista entre los carrizos. Regresó al lugar por donde Mitch se había adentrado en la ciénaga pero al cabo de media hora apareció un coche patrulla del estado y le ordenó que se marchase.

– Intenté explicar al agente que estabas perdida allí dentro, y va y me dice que avise a la policía local, no a él, que eso es responsabilidad de las autoridades de Chicago, así que le ruego que llame a la policía de Chicago y se niega, sólo me dice que se llevará el coche al depósito municipal si no lo muevo, de modo que tuve que irme a casa -el anciano aún tenía la voz alterada por el agravio-. Cuando llegué, llamé al 911 y me dijeron que aguardara hasta la mañana y que si entonces seguía sin noticias fuese a denunciar tu desaparición. Tendría que haber llamado al capitán Mallory, supongo, no se me ocurrió, pero, por suerte, al cabo de poco me llamó Morrell y me contó que Mitch te había llevado hasta la señorita Love.

– Esa parte no la entiendo -dije-. Tampoco es que entienda gran cosa en general, ahora mismo, pero, quien atacó a Marcena y a Romeo tuvo que hacerlo entre la calle Cien y el río, porque allí es donde Mitch desapareció. Iba siguiendo a los dos matones que asaltaron el coche de Billy, y luego, lo único que se me ocurre es que, de un modo u otro, percibió el olor de Marcena y le siguió el rastro. ¿Conrad ha buscado en el río?

Morrell negó con la cabeza.

– No he hablado con él desde que ayer nos despedimos en el hospital.

– ¿Qué tal os lleváis Conrad y tú, a todo esto? -inquirí.

– Le llamé después de que me telefonearas desde tu hoyo. ¿Sabes dónde estabas, por cierto? En el borde del campo de golf de Harborside, donde linda con el erial que va a dar al vertedero. En fin, South Chicago es el territorio de Rawlings; pensé que era el camino más rápido para encontrarte y llevar a Marcena al hospital.

Vacilé un instante, pero finalmente pregunté cómo se encontraba Marcena.

– No muy bien, pero sigue en el planeta Tierra -debió de reparar en el amago de suspiro de alivio que di porque agregó-: Sí, eres una pitbull peleona y celosa pero no eres mezquina. Estaba inconsciente cuando llegó al hospital, pero de todos modos le indujeron un coma para asegurarse de que no despertara. Ha perdido la piel de casi una cuarta parte del cuerpo y va a necesitar muchos injertos. Si estuviese lo bastante despierta como para contestar preguntas, el dolor sería tan fuerte que seguramente la mataría.

Nos quedamos un rato en silencio. Para gran consternación del señor Contreras sólo conseguí engullir una crepé después de mi ayuno, pero me la comí con un montón de miel y me sentí mejor.

Poco después Morrell siguió relatando su parte en la historia.

– Cuando Rawlings llamó para decirme que te habían encontrado, llamé a Contreras, tomé un taxi y pasé a recogerle camino del hospital, lo cual fue una bendición, deja que te lo diga, Reina de las Amazonas, porque tu perro guardián no estaba dispuesto a apartarse de tu lado.

– ¿En serio? -me animé-. Ayer se pegó tan concienzudamente a Marcena que creí que ya no me quería.

– Tal vez supuso que tú eras su último vínculo con ella -Morrell movió las cejas provocativamente-. Sea como fuere, de no haber aparecido Contreras, lo más probable es que hubieses ido a parar a la prisión del condado, no al hospital del condado, y el perro estaría muerto. Pero todo salió bien. Aquí Contreras convenció al perro de los Baskerville de que soltase la pierna del vigilante, yo te acompañé a urgencias, aguardamos hasta que la enfermera jefe nos dijo que sólo necesitabas reposo y rehidratación, y entonces llegó Rawlings preguntando si podías prestar declaración a propósito de Marcena. Cuando vio que no era posible, buscamos a un taxista que quisiera llevar a Mitch; Contreras se marchó con él. Rawlings se fue para proseguir sus pesquisas policiales pero yo crucé la calle hasta el depósito de cadáveres y hablé con Vish; se disponía a hacer la autopsia de Bron Czernin.

Nick Vishnikov era el director médico adjunto del depósito de cadáveres del condado de Cook y un viejo amigo de Morrell; hacía muchos trabajos de patología forense para Humane Medicine, la organización que había enviado a Morrell a Afganistán. Gracias a eso, le había dado muchos detalles que seguramente no me hubiese confiado a mí.

– Les habían dado una paliza tremenda -me estremecí al recordar la carne desollada y manchada-. ¿Qué les pasó?

Morrell negó con la cabeza.

– Vish no sabe qué decir. Es cierto que los apalearon, pero no cree que fuese con algo convencional, como porras o látigos. Dice que había aceite metido en la piel de Czernin. Le asestaron un golpe muy fuerte en la cabeza, tan fuerte como para partirle la columna, pero eso no le mató, al menos no en el acto. Murió de asfixia, no a causa de las lesiones vertebrales. Pero lo que tiene a Vish realmente desconcertado es que las heridas son uniformes en los cuerpos de ambos. Salvo por el cuello roto de Czernin, obviamente. Ese golpe brutal que recibió, Marcena se las arregló para evitarlo, lo que aumenta las esperanzas de restablecimiento.

Los dos hombres intentaron pensar en cosas que pudieran provocar esa clase de heridas. Morrell se preguntó si no serían rodillos de una planta de laminación de acero, pero el señor Contreras objetó que en tal caso tendrían el cuerpo aplastado. Por su parte, el anciano sugirió que los habían arrastrado por la calle desde la trasera de un camión. A Morrell le pareció plausible y llamó a Vishnikov para comentárselo pero, al parecer, de haber sido arrastrados presentarían marcas de quemaduras y tendones distendidos en los brazos o las piernas.

Las hipótesis resultaban demasiado gráficas para mí: había visto los cuerpos, no me veía con ánimo de hablar de ellos en plan académico. De repente anuncié que me iba arriba. En cuanto entré en mi casa decidí lavarme el pelo, cosa que en el hospital no habían hecho cuando me dieron el manguerazo de rigor. Me dije que la sutura de la espalda ya estaría en condiciones de resistir una ducha.

Una vez aseada y con mis propios vaqueros puestos, consulté mis mensajes. Estaba empezando a costarme recordar que dirigía un negocio, que la vida no se reducía a entrenar equipos de baloncesto y a ir de excursión a las ciénagas.

Tenía las predecibles preguntas de Murray Ryerson del Herald-Star y de Beth Blacksin, una reportera de televisión de Global Entertainment. Les conté lo que sabía, que no era gran cosa, y me puse en contacto con los clientes que aguardaban informes, cuya paciencia menguaba sin parar.

Había un mensaje de Sanford Rieff, el forense a quien había enviado la jabonera en forma de rana. Tenía listo un informe preliminar que me enviaba por fax a la oficina. Intenté llamarle pero me salió el buzón de voz; tendría que aguardar hasta que fuese a la oficina para saber qué había encontrado.

Rose Dorrado había telefoneado dos veces para saber si Josie había aparecido en el hoyo con Bron y Marcena. Julia contestó al teléfono cuando la llamé: su madre estaba fuera buscando trabajo. No, no tenían noticias de Josie.

– Me he enterado de que mataron al padre de April. No pensará que también vayan a matar a Josie, ¿verdad?

– ¿Quién, Julia? -pregunté con cuidado-. ¿Sabes algo sobre la muerte de Bron?

– Alguien contó a mamá que habían encontrado el coche de Billy destrozado y pensé que ya que Josie había desaparecido la misma noche que mataron al señor Czernin, a lo mejor había una pandilla por ahí metiéndose con la gente, y la policía, como que le importamos un rábano, nunca los encontrará.

Su voz transmitía verdadero terror. Hice cuanto pude para tranquilizarla sin llegar a consolarla; no podía prometer que Josie no estuviera muerta, pero me parecía esperanzador que nadie la hubiese visto. Si la hubiese asaltado la misma gente que agredió a Bron y Marcena, todos sus cuerpos habrían aparecido juntos.

– Nos veremos mañana en el entrenamiento, ¿verdad, Julia?

– Pues supongo que sí, entrenadora.

– Y dile a tu madre que después del entrenamiento iré a hablar con ella. Os llevaré a ti y a María Inés en coche, sólo por esta vez.

Después de colgar, me senté con un bloc de notas grande y un rotulador para escribir todo lo que sabía o creía saber sobre lo que estaba ocurriendo en South Chicago.

Un montón de líneas del esquema convergían en Rose Dorrado y Billy el Niño. Rose había cogido un segundo empleo, cosa que fastidió a Josie; la noche en que la planta saltó por los aires, el Niño fue a dormir a casa de los Dorrado huyendo de su familia. ¿Porque se oponían a Josie? ¿Por algo que estaban haciendo ellos? Luego estaba el coche de Billy, pero dentro estaba el termo de Morrell. De un modo u otro, Billy había tenido algo que ver con Bron o Marcena, o con ambos. Y Bron llevaba el teléfono de Billy en su bolsillo.

Recordé que Josie me había dicho que Billy le había regalado el teléfono a alguien. ¿A Bron? Pero ¿por qué? ¿Y luego había regalado el Miata a Bron para que los detectives no dieran con él al rastrear su coche? ¿Bron había sido asesinado por alguien que lo confundió con Billy? ¿Estaba Billy huyendo de un verdadero peligro, un peligro cuya gravedad era demasiado ingenuo para reconocer?

El móvil. Dónde lo había metido. Tenía un vago recuerdo del hombre afeitado de Scarface exigiendo que se lo entregara, pero no me sonaba que le hubiese obedecido.

Tiré mi ropa sucia al suelo junto a la puerta del dormitorio. El móvil de Billy aún estaba en el bolsillo del chaquetón. Igual que el termo de Morrell, o el termo que era como el suyo. A aquellas alturas lo había manoseado tanto que dudaba de que tuviera mucho valor forense, pero aun así lo metí en una bolsa de plástico y volví a bajar la escalera lentamente, con las piernas agarrotadas. Antes habría estado en condiciones de correr después de veinticuatro horas durmiendo, pero aquellas piernas no me servirían para correr tan pronto como me había imaginado.

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