Capítulo 5

Relaciones imperiales

Las oficinas de los espacios industriales no están diseñadas para dar comodidad o prestigio a sus ocupantes. El despacho de Grobian era más espacioso que los cuartitos a los que me había asomado antes (incluso tenía un armario empotrado en un rincón del fondo) pero estaba pintado del mismo amarillo sucio, contenía el mismo mobiliario metálico que los demás y, como en todas partes, también había una cámara de vídeo en el techo. Por lo visto, Buffalo Bill no se fiaba de nadie.

Grobian era un hombre enérgico, de treinta y tantos, y las mangas arremangadas de su camisa dejaban ver unos brazos musculosos con una gran ancla de marine tatuada en el bíceps izquierdo. Parecía la clase de tipo que los camioneros respetan, con una prominente mandíbula cuadrada y el pelo cortado a cepillo.

Al verme detrás de los hombres, frunció el entrecejo.

– ¿Nueva en el trabajo? Te has equivocado de despacho, ve a que te atienda Edgar Díaz en…

– Soy V. I. Warshawski. Teníamos una cita a las cinco y cuarto.

Procuré parecer optimista, profesional, nada molesta por el hecho de que ya fueran cerca de las seis.

– Ah, sí. Eso lo montó Billy. Tendrá que esperar. Estos hombres van con retraso.

– Por supuesto.

Se supone que las mujeres tienen que esperar a los hombres; es el papel que nos han asignado. Pero me guardé muy bien de decir nada al respecto.

Cuando miré alrededor en busca de un sitio donde sentarme, vi a una mujer detrás de mí. Desde luego no era la típica empleada de By-Smart: su maquillaje había sido aplicado con la misma meticulosidad que si hubiese sido un lienzo de Vermeer. Su atuendo, un suéter ceñido y una falda escocesa de color lavanda astutamente dispuesta para mostrar unas puntillas de encaje negro, no había sido comprado con un salario de By-Smart y mucho menos en una tienda By-Smart, y ninguna de las trabajadoras que había visto en la cantina parecía tener la energía necesaria para moldear aquel cuerpo ágil y tonificado.

La mujer sonrió al advertir que la observaba: le gustaba suscitar atención, o tal vez envidia. Ocupaba la única silla, de modo que fui a apoyarme contra el armario archivador que había a su lado. Sostenía una carpeta abierta en el regazo con un despliegue de números que no significaban nada para mí, pero en cuanto se dio cuenta de que estaba mirando, la cerró y cruzó las piernas. Llevaba unas botas color lavanda hasta las rodillas y tacones de diez centímetros. Me pregunté si tendría un par de chanclos que ponerse para ir hasta el coche.

Otros dos hombres se sumaron a los cuatro que hacían cola ante el escritorio de Grobian. Cuando hubo acabado de despachar con ellos, entraron tres más. Todos eran camioneros, iban a que les sellaran los albaranes de las mercancías que acababan de entregar o de las que tenían listas para llevarse consigo.

Estaba empezando a aburrirme e incluso a enojarme un poquito, pero aún me fastidiaría más si desperdiciaba una oportunidad de librarme del equipo femenino de baloncesto. Inspiré profundamente: desparpajo y buen humor, Warshawski, me dije, y me volví para preguntar a la mujer si tenía algún cargo en la empresa.

Negó con la cabeza y sonrió con cierto aire de condescendencia. Tendría que esforzarme un poco más para sonsacarle algo. Tampoco era que me importase mucho, pero de algún modo tenía que matar el rato. Recordé el comentario del camionero sobre «la reina de las sábanas». O bien las compraba o bien se tendía en ellas; tal vez ambas cosas.

– ¿Eres la experta en ropa blanca? -pregunté.

Se pavoneó ligeramente: tenía una reputación, la gente hablaba de ella. Era la jefa de compras de toallas y sábanas de By-Smart a nivel nacional, dijo.

Antes de que pudiera seguir con el juego, Billy volvió a entrar con un grueso fajo de papeles.

– Oye, tía Jacqui, hay faxes para ti en este montón. No sé por qué los han enviado aquí en lugar de a Rolling Meadows.

Jacqui se levantó, y al hacerlo la carpeta cayó al suelo. Los papeles se desparramaron y tres de ellos fueron a parar debajo del escritorio de Grobian. Billy recogió la carpeta y la dejó encima de la silla.

– ¡Vaya por Dios! -murmuró con voz lánguida-. No creo que pueda meterme debajo del escritorio con esta ropa, Billy.

Billy dejó los faxes encima de la carpeta y se puso a gatas para alcanzar las hojas caídas. Jacqui cogió los faxes, los hojeó y separó unas doce páginas.

Billy se incorporó y le entregó las hojas de la carpeta.

– Pat, tendrías que asegurarte de que friegan el suelo más a menudo. Está mugriento ahí debajo.

Grobian puso los ojos en blanco.

– Billy, esto no es la cocina de tu madre, sino un almacén, así que me importa un pimiento lo sucio que esté o deje de estar el suelo.

Uno de los camioneros rió y dio una colleja a Billy camino de la puerta.

– Ya va siendo hora de que salgas a la carretera, muchacho. Cuando veas mugre de verdad volverás y comerás en el linóleo de Grobian.

Billy se sonrojó, pero rió con los hombres. Grobian habló brevemente con el último conductor sobre la mercancía que iba a llevar a la tienda de la calle Noventa y cinco. Cuando el hombre se fue, Pat le ordenó a Billy que fuese a los muelles de carga, pero Billy negó con la cabeza.

– Tenemos que hablar con la señora War… shas… ky, Pat. -Se volvió hacia mí disculpándose por la prolongada espera y agregando que había intentado explicar lo que quería aunque no creía haberlo hecho demasiado bien.

– Ah, sí, ayuda a la comunidad… Ya hacemos un montón de esas cosas.

Frunció de nuevo el entrecejo. Estaba claro que era un hombre atareado, sin tiempo para asistentes sociales, monjas y demás almas generosas.

– Sí, he estudiado sus números, al menos los que hacen públicos. -Saqué un pliego de papeles de mi maletín y al hacerlo cayeron al suelo los chanclos envueltos en la bolsa de plástico. Di sendas tarjetas de visita a Grobian, a Billy y a Jacqui y añadí-: Me crié en South Chicago. Ahora soy abogada y detective privado pero he regresado como voluntaria para entrenar al equipo femenino de baloncesto del instituto Bertha Palmer.

Grobian miró ostensiblemente su reloj de pulsera, pero el joven Billy dijo:

– Conozco a algunas de las chicas, Pat, por los intercambios parroquiales. Cantan en el coro de…

– Lo que quiere es que le demos dinero, ¿verdad? -lo interrumpió Jacqui con su lánguida voz-. ¿Cuánto y para qué?

Exhibí una sonrisa optimista y profesional y le tendí un ejemplar del informe que había preparado sobre los donativos a la comunidad que realizaba By-Smart. Entregué otro a Grobian y un tercero a Billy.

– Me consta que By-Smart dedica sus principales donativos a proyectos pequeños. La sucursal de la avenida Exchange repartió tres becas de mil dólares a estudiantes universitarios cuyos padres trabajan en la tienda, y también colabora con los comedores sociales y los refugios para los sin techo, pero el director de la sucursal me dijo que el señor Grobian era el responsable de los donativos más sustanciosos para el South Side.

– Así es: dirijo el almacén y soy gerente de zona de South Chicago y Northwest Indiana. Ya contribuimos a financiar los Clubes de Niños y Niñas, el Fondo de Pensiones de los Bomberos y otras organizaciones benéficas.

– Lo cual es fantástico -dije con entusiasmo-. El año pasado los beneficios de la tienda de la avenida Exchange rozaron el millón y medio de dólares, apenas por debajo de la media nacional debido a la mala situación económica de la región. La tienda, que yo sepa, hizo donativos por valor de nueve mil dólares. Con cuarenta y cinco mil…

Grobian dejó mi informe a un lado.

– ¿Con quién ha hablado? ¿Quién le ha dado información confidencial sobre nuestras tiendas?

Sacudí la cabeza.

– Está todo en Internet, señor Grobian. Sólo hace falta saber cómo buscarlo. Con cuarenta y cinco mil, la tienda cubriría el coste de uniformes, pesas, pelotas y un entrenador a media jornada. Serían verdaderos héroes en el South Side y, por supuesto, obtendrían una importante deducción fiscal. Caray, ¡si hasta podrían suministrar pesas de sus restos de serie!

Lo único que realmente quería de By-Smart era un entrenador, y calculé que por unos doce mil encontrarían a alguien dispuesto a tomarse en serio el empleo. No tenía por qué ser un profesor, sólo alguien que entendiera de baloncesto y que supiera trabajar con gente joven. Un estudiante licenciado que hubiese jugado en la universidad estaría bien; y si era estudiante de educación física, mucho mejor. Mi plan era comenzar por pedir cuatro o cinco veces lo que necesitaba, y así a lo mejor me alcanzaría como mínimo para el entrenador.

No obstante, Grobian seguía enfadado. Tiró mi propuesta a la papelera. Jacqui, con otro de sus lánguidos movimientos, intentó hacer lo propio, pero se quedó corta y su dossier cayó al suelo.

– Nunca damos esa cantidad de dinero a una sola tienda -dijo Grobian.

– No es para la tienda, Pat -objetó Billy agachándose a recoger el dossier de Jacqui-. Es para el instituto. Es la típica cosa que le encanta al abuelo, ayudar a los chavales que demuestran entusiasmo para mejorar su vida.

Aja: de modo que era un Bysen. Por eso podía fijar citas con pringados como yo pese a su poca experiencia y tener ocupado a un jefe que no quería ni oír hablar del asunto. Eso significaba que tía Jacqui también era una Bysen, de modo que no tenía que seguir jugando a las preguntas y respuestas.

Sonreí afectuosamente a Billy.

– Tu abuelo iba a ese instituto hace setenta años. Los padres de cinco de las chicas del equipo trabajan para By-Smart, de modo que se crearía una gran empatía entre la tienda y la comunidad.

Me estremeció que me costara tan poco hablar con tanta elocuencia.

– Tu abuelo no es partidario de dar esas sumas de dinero a obras benéficas, Billy. Si a estas alturas no sabes eso, será que no le has prestado la debida atención -dijo Jacqui.

– Eso no es justo, tía Jacqui. ¿Qué me dices del ala que los abuelos construyeron en el hospital de Rolling Meadows y la escuela que abrieron para los misioneros de Mozambique?

– Se trataba de grandes edificios que llevan su nombre -dijo Jacqui-. Un instituto pequeño que no le va reportar ninguna resonancia.

– Hablaré con él -la interrumpió Billy acaloradamente-. Conozco a algunas de esas chicas, y cuando se entere de su situación…

– Se le saltarán las lágrimas -se burló Jacqui-. Ya lo veo diciendo: «Si quieren triunfar tienen que trabajar duro, como hice yo. A mí nadie me ayudó, y empecé en el mismo lugar que ellas».

Patrick Grobian rió, pero Billy, ofendido, se sonrojó. Creía en su abuelo. Para disimular su confusión, se puso a ordenar los papeles que Jacqui había tirado, separando mi propuesta de las páginas de fax.

– Aquí hay algo de Adolfo, desde Matagalpa -dijo-. Creía que habíamos convenido en no trabajar con él, pero te ofrece…

Jacqui le arrancó los papeles de la mano.

– Le escribí la semana pasada, Billy, pero quizá no haya recibido la carta. Has hecho bien en señalarlo.

– Pero es que da la impresión de tener un programa de producción completo.

Jacqui exhibió otra sonrisa deslumbrante.

– Me parece que no lo has interpretado de la manera correcta, Billy, pero descuida, que me aseguraré de que hayamos dejado bien claro este asunto.

Pat sacó mi informe de la papelera.

– He pasado por alto ese dato, Billy. Voy a repasar con mayor atención mis números y luego seguiré con tu amiga. Mientras tanto, ¿por qué no vas a los muelles de carga y compruebas que Bron ya se ha marchado del treinta y dos? Es propenso a entretenerse perdiendo el tiempo con las chicas que están de turno. Y en cuanto a usted, señora, la llamaremos en un par de días.

Billy volvió a mirar a Jacqui con ceño de su terso rostro juvenil con preocupación, pero, obedientemente, se levantó para irse. Salí del despacho detrás de él.

– Estaría encantada de facilitarte cualquier otra información que precises para ayudar a tu abuelo a tomar una decisión sobre el equipo. A lo mejor te gustaría llevarlo a una de nuestras sesiones de entrenamiento.

Se le iluminó el semblante.

– No creo que fuera, pero yo sí podría hacerlo, es decir, si consigo largarme de aquí. Tal vez si entrase más temprano. ¿Verdad que entrenan los lunes y los jueves?

Me sorprendí y le pregunté cómo lo sabía.

Se sonrojó.

– Estoy en el coro y en el grupo de jóvenes de mi iglesia, nuestra iglesia, quiero decir, a la que siempre va mi familia, y a veces hacemos intercambios con iglesias de barrios deprimidos, nuestros coros cantan juntos y cosas por el estilo, y mi grupo de jóvenes eligió la parroquia de Mount Ararat de la calle Noventa y uno, y algunos chavales de esa iglesia van al Bertha Palmer. Hay dos chicas que juegan en el equipo de baloncesto: Josie Dorrado y Sancia Valdez. ¿Las conoce?

– Pues claro: sólo hay dieciséis chicas en el equipo, las conozco a todas. ¿Cómo es que trabajas en el almacén? ¿No tendrías que estar en la universidad o terminando el instituto?

– Quería dedicar un año a servicios sociales después de terminar el instituto, pero el abuelo me convenció de que pasara un año en el South Side. No es que esté enfermo ni muñéndose ni nada, pero quería que trabajara durante un año en la empresa mientras él aún estaba en activo, para contestar a mis preguntas. Entretanto puedo participar en obras sociales a través de la iglesia. Por eso me consta que tía Jacqui está siendo cínica. A veces lo es. Muchas veces, de hecho. En ocasiones pienso que sólo se casó con el tío Gary porque quería… -Se calló y se ruborizó-. Ya no sé lo que iba a decir. Está muy entregada a la empresa. La verdad es que al abuelo no le gusta que las mujeres de la familia trabajen en el almacén, ni siquiera mi hermana Candace, cuando ella dirigía… Pero, en fin, tía Jacqui está diplomada en diseño, me parece, o tejidos, o algo por el estilo, y convenció al abuelo de que se volvería loca si se quedaba en casa. Superamos a Wal-Mart en venta de toallas y sábanas cada trimestre desde que ella se encarga de comprar esas cosas, y hasta el abuelo está impresionado con lo eficaz que es.

Jacqui sólo se había casado con Gary porque quería una parte de la fortuna de los Bysen. Podía oír las acusaciones volando en torno a la mesa del comedor familiar: Buffalo Bill era un agarrado; tía Jacqui, una cazafortunas. Pero el Niño era idealista y muy trabajador. Mientras lo seguía por los pasillos hacia los muelles de carga, esperé que soltara más indiscreciones, como dónde o qué había dirigido Candace, pero lo único que me explicó fue el origen de su propio apodo. Su padre era el hijo mayor: William II.

– Es una especie de broma familiar, y no es que le entusiasme. Todo el mundo llama a papá «Joven Señor William», pese a que ya ha cumplido los cincuenta y dos. De ahí que a mí me llamaran Billy el Niño. Piensan que soy el revólver más rápido del Oeste o algo así, y me consta que eso es lo que Pat va a decirle a papá cuando se entere de que le he dicho a usted que venga, pero no se dé por vencida, señora War… shas… ky, creo que sería realmente fantástico ayudar a su equipo de baloncesto. Le prometo que hablaré del tema con el abuelo.

Загрузка...