Prólogo

Había recorrido la mitad del terraplén cuando vi el fogonazo. Me tiré al suelo y me cubrí la cabeza con los brazos. Y sentí en el hombro un dolor tan intenso que no pude siquiera gritar.

Tumbada boca abajo entre la maleza y la basura, respiré con jadeos cortos, como un perro, los ojos vidriosos, hasta que el dolor remitió lo suficiente para poder moverme. A gatas, me alejé poco a poco de las llamas, me puse de rodillas y me quedé bien quieta. Intenté con toda mi voluntad que mi respiración volviera a ser pausada y profunda, que alejara el dolor lo bastante para soportarlo. Era una astilla de metal o de cristal, un trozo de ventana que había salido disparado como la flecha de una ballesta. Tiré de la astilla pero el gesto desató tal torrente de dolor en mi cuerpo que faltó poco para que perdiera el conocimiento. Me acurruqué y apoyé la cabeza sobre las rodillas.

Cuando la punzada se atenuó, miré hacia la fábrica. Tras la ventana que había estallado todo era fuego rojo y azul, un resplandor tan denso que no se distinguían las llamas, sólo la masa de colores intensos. Los rollos de tela almacenados allí avivaban el incendio.

Y Frank Zamar. Me acordé de él con un sobresalto de consternación. ¿Dónde se encontraba cuando aquella bola de fuego había estallado? Me levanté como buenamente pude y eché a caminar dando traspiés.

Llorando de dolor, saqué mis ganzúas y me puse a hurgar en la cerradura. No fue hasta el tercer intento en vano que recordé mi teléfono móvil. Lo busqué a tientas en mis bolsillos y llamé a los bomberos.

Mientras aguardaba a que llegasen seguí probando en la cerradura. La herida del hombro izquierdo dificultaba mis movimientos. Traté de sujetar las llaves con la mano izquierda, pero ese lado del cuerpo me temblaba; no conseguía agarrar las piezas metálicas con firmeza.

Era un incendio inesperado, aunque en realidad no esperaba nada especial cuando llegué allí. Sólo fue una insidiosa desazón la que me llevó de nuevo a Fly the Flag mientras volvía a casa. Giré en redondo en Escanaba y fui zigzagueando por calles cubiertas de baches hasta South Chicago Avenue. Ya habían dado las seis, estaba oscuro, pero aun así al pasar por delante de Fly the Flag vi unos coches en el patio. La calle estaba desierta, aunque eso no era tan raro en aquel descampado; sólo circulaban unos pocos vehículos rezagados, furtivos, gente que salía de las pocas fábricas que seguían en pie para dirigirse a los bares o a su casa.

Dejé el Mustang en una calle lateral confiando en que no atrajera la atención de ningún desaprensivo. Metí el móvil y la cartera en los bolsillos del abrigo, cogí mis ganzúas de la guantera y guardé el bolso en el maletero.

Al amparo de la oscuridad de la fría noche de noviembre, subí gateando al terraplén trasero de la fábrica, la empinada colina que eleva la autovía de peaje que pasa sobre la vieja barriada. El rugido del tráfico por encima de mi cabeza acallaba cualquier ruido que yo hiciera, incluso el grito que solté cuando tropecé con un neumático y caí de bruces al suelo.

Desde mi puesto de observación casi a la altura de la autovía veía la entrada trasera y el patio lateral pero no la fachada del edificio. A las siete, cuando terminó el turno, apenas entreví las siluetas de los trabajadores dirigiéndose cansinamente a la parada del autobús. Algunos coches avanzaban detrás de ellos dando tumbos por la rampa de salida.

Las luces seguían encendidas en el extremo norte de la planta. Frente a mí, una de las ventanas del sótano también mostraba un pálido resplandor fluorescente. Si Frank Zamar aún estaba en el local, cabía esperar que estuviera haciendo algo, cualquier cosa, desde comprobar el inventario hasta poner ratas muertas en los conductos de ventilación. Busqué entre los escombros un cajón al que encaramarme para ver la parte de atrás. Había bajado media cuesta hurgando los desechos cuando la luz de la ventana se apagó y, al instante, se inflamó.

Seguía bregando con la cerradura de la puerta principal cuando las sirenas dejaron oír su lamento en South Chicago Avenue. Dos camiones, un vehículo de mando y una legión de blanquiazules gritaban en el patio.

Unos cuantos hombres con impermeables negros me rodearon. Tranquila, señorita, retírese, lo tenemos todo controlado, los golpes de las hachas contra el metal, Dios mío, mira lo que tiene en el hombro, llama una ambulancia, una gigantesca mano enguantada llevándome en brazos con la misma soltura que si fuese un bebé, no una detective de sesenta y cuatro kilos, y más tarde, sentada de lado en el asiento del pasajero del vehículo de mando, con los pies en el suelo, jadeando otra vez. Una voz que conocía:

– Por todos los santos, señora W., ¿qué está haciendo usted aquí?

Levanté la vista, asustada, y me sentí mareada de puro alivio.

– ¡Conrad! ¿De dónde sales? ¿Sabías que estaba aquí?

– No lo sabía, aunque tendría que haberme figurado que si estallaba algún edificio en mi territorio no andarías muy lejos. ¿Qué ha pasado?

– No lo sé. -La punzada de dolor me estaba atravesando otra vez, nublándome la vista-. Zamar. ¿Dónde está?

– ¿Quién es Zamar, tu última víctima?

– El propietario de la planta, jefe -dijo un hombre fuera de mi estrecho campo visual-. Está atrapado ahí dentro.

Un walkie-talkie chicharreaba, sonaban móviles, los hombres hablaban, los motores hacían ruidos metálicos, bomberos con el gesto alterado y con el rostro manchado de hollín arrastraban un cuerpo calcinado. Cerré los ojos y dejé que la corriente de dolor me llevara consigo.

Recobré el conocimiento al llegar la ambulancia. Fui tambaleándome hasta la puerta de atrás por mi propio pie, pero los sanitarios tuvieron que auparme al interior. Una vez atada con las correas, incómoda, de lado, la sacudida de la ambulancia al arrancar me redujo a un diminuto punto de dolor concentrado. Si cerraba los ojos se me revolvía el estómago, pero la luz me taladraba cuando los abría.

Al bajar en picado por la entrada de ambulancias reparé vagamente en el nombre del hospital, pero lo único que fui capaz de hacer fue mascullar respuestas a las preguntas que me hacía la enfermera de admisiones. De un modo u otro me las arreglé para sacar de la cartera la tarjeta del seguro, firmé formularios, escribí el nombre de mi médico, Lotty Herschel, y les dije que si me ocurría algo avisaran al señor Contreras. Quise llamar a Morrell, pero no me dejaron usar el móvil y me tendieron en una camilla. Alguien me clavó una aguja en el dorso de la mano, y otros desconocidos se cernieron sobre mí diciendo que tendrían que cortarme la ropa.

Intenté protestar: llevaba un buen traje debajo de mi chaquetón de marinero, pero para entonces el tranquilizante ya estaba surtiendo efecto y sólo conseguí farfullar. No me anestesiaron del todo, pero debieron de darme una sustancia que provocaba amnesia: aún hoy no recuerdo que me cortaran la ropa ni que me sacaran el trozo del marco de ventana de la espalda.

Estaba consciente cuando me llevaron a la cama. Los fármacos y el dolor punzante del hombro me despertaban de golpe cada vez que me adormilaba. Cuando la doctora residente vino a verme a las seis me encontró despierta, aunque en ese estado de cansancio y embotamiento que, después de una noche en vela, pone una especie de cortina de gasa entre una y el mundo.

También ella llevaba toda la noche sin dormir, ocupándose de urgencias quirúrgicas como la mía; pero a pesar del sueño era lo bastante joven para sentarse en la silla que había junto a mi cama y hablar con viveza y casi se podría decir que con alegría.

– Cuando la ventana estalló, se le clavó un fragmento del marco en el hombro. Ha sido una suerte que fuera una noche fría y llevase puesto el chaquetón, pues éste impidió que penetrara más y que le causara una lesión más grave.

Me enseñó un trozo de metal retorcido de unos veinticinco centímetros; podía quedármelo, si lo deseaba.

– Ahora la enviaremos a su casa -agregó después de tomarme el pulso, palparme la cabeza y comprobar los reflejos de mi mano izquierda-. Así es la nueva medicina, ya ve. Sales del quirófano y entras en un taxi. Su herida se curará sin problemas. Lo único que no debe hacer durante una semana es mojar el apósito, así que nada de duchas. Vuelva el próximo viernes a las consultas externas; le cambiaremos el apósito y veremos cómo va evolucionando. ¿Qué clase de trabajo hace?

– Soy investigadora. Detective.

– Pues no podrá investigar durante un par de días, detective. Descanse un poco, deje que su organismo elimine la anestesia y se encontrará bien. ¿Quiere avisar a alguien para que la acompañe a casa o prefiere que le pida un taxi?

– Anoche pedí que avisaran a un amigo -dije-. No sé si lo hicieron.

Tampoco sabía si Morrell estaría en condiciones de viajar hasta allí. Se estaba recuperando de las heridas de bala que casi lo matan en Afganistán el verano anterior; no estaba segura de que pudiera conducir sesenta kilómetros.

– Yo la llevaré.

Conrad Rawlings había aparecido en el umbral.

Estaba demasiado aletargada para sentirme sorprendida o complacida al verle.

– Sargento. Oh, un momento Te han ascendido, ¿verdad? ¿Ahora eres teniente? ¿Qué, de ronda para ver cómo siguen las víctimas de anoche?

– Sólo las que izan una bandera roja cuando están en un radio de setenta y cinco kilómetros de la escena del crimen.

Apenas advertí emoción en su cara cuadrada de tez cobriza; desde luego, no la preocupación de un antiguo amante, ni siquiera el enojo de un antiguo amante que me abandonó furioso.

– Sí -añadió-, me han ascendido: ahora soy el oficial de guardia en la Ciento tres con Oglesby. Estaré en el vestíbulo cuando la doctora dictamine que estás de nuevo en condiciones para destrozar el South Side otra vez.

La residente firmó los papeles del alta, me extendió recetas de Vicodin y Cipro y me puso en manos del personal de enfermería. Una auxiliar me entregó lo que quedaba de mi ropa. Pude ponerme los pantalones, aunque estaban manchados de tierra y olían a hollín, pero el chaquetón, la chaqueta y la blusa rosa de seda estaban cortados por los hombros. Hasta el tirante de mi sujetador habían cortado. Fue la blusa de seda la que me hizo romper a llorar, eso y la chaqueta. Formaban parte de un conjunto que adoraba; me lo había puesto la mañana del día anterior para asistir a una presentación de un cliente antes de dirigirme al South Side.

A la auxiliar de enfermería le daba igual mi desesperación, pero estuvo de acuerdo en que no podía salir a la calle sin ropa. Fue a hablar con la enfermera jefe y me consiguió una sudadera vieja en alguna parte. Para cuando se acabaron los trámites y conseguí un camillero que me llevara en silla de ruedas hasta el vestíbulo, ya eran casi las nueve.

Conrad se había valido del privilegio policial para aparcar justo delante de la entrada. Estaba dormido cuando el camillero me sacó a la calle, pero despertó en cuanto abrí la puerta del lado del acompañante.

– ¡Uf! Ha sido una noche muy larga, señora W., muy larga. -Se restregó los ojos para despejarse y puso el coche en marcha-. ¿Sigues en el viejo pesebre cerca del campo de béisbol de Wrigley? He oído que le mencionabas un novio a la doctora.

– Sí.

Para mi fastidio, tenía la boca seca y la palabra sonó como un graznido.

– Confío en que no sea ese tipo, Ryerson.

– No es Ryerson. Se llama Morrell. Escribe para la prensa. Lo cosieron a balazos el verano pasado mientras cubría la guerra de Afganistán.

Conrad soltó un gruñido de desdén dirigido a todos los escritores y periodistas cosidos a balazos; sin embargo, él mismo había sido herido de bala en Vietnam.

– Además, sé por tu hermana que tú tampoco has hecho votos monásticos.

Camilla, la hermana de Conrad, pertenece a la junta del mismo refugio para mujeres que yo.

– Siempre has tenido mucha labia, señora W. ¡Votos monásticos! No, de eso nada.

Acto seguido Conrad dobló con su Buick en Jackson Park. Nos sumamos al intenso tráfico de la hora punta de la mañana y circulamos por la zona en construcción hasta acceder a Lake Shore Drive. Un débil sol de otoño intentaba atravesar la capa de nubes y en el aire flotaba una luz enfermiza que me hacía daño en los ojos.

– Lo has llamado escena del crimen -dije finalmente, sólo para romper el silencio-. ¿Significa eso que fue un incendio provocado? ¿Era Frank Zamar a quien sacaron los bomberos?

Gruñó otra vez.

– Es imposible saberlo hasta que nos lo diga el forense, pero suponemos que sí -contestó-. Hablé con el capataz y me dijo que Zamar era el único que quedaba en el edificio cuando terminó el turno. En cuanto a que fuese provocado, tampoco puedo decir nada hasta que la brigada inspeccione la planta, pero dudo de que ese tipo muriera como consecuencia de alguna clase de negligencia.

Conrad desvió la conversación preguntándome sobre mi vieja amiga Lotty Herschel. Le había extrañado no verla en el hospital conmigo, siendo médico como era, además de mi gran protectora.

Le expliqué que no había tenido tiempo de hacer ninguna llamada. Seguía preocupada por Morrell, pero no iba a confiarle eso a Conrad. Seguramente en el hospital no se habían molestado en avisarle; de lo contrario, seguro que me habría llamado aunque sólo fuera para decirme que no podía venir a verme. Procuré no pensar en Marcena Love, la que ocupaba el cuarto de invitados de Morrell. Además, ella tenía cosas mejores que hacer esos días. O esas noches. De repente le pregunté a Conrad si le gustaba estar tan alejado de la acción.

– Si eres policía, South Chicago es el centro de la acción -dijo-. Homicidios, bandas, drogas, tenemos de todo. Y no faltan incendios provocados. Hay los que quieras, montones de fábricas viejas que se venden a compañías de seguros.

Detuvo el coche delante de mi casa.

– ¿El viejo Contreras sigue viviendo en los bajos? ¿Vamos a tener que pasar una hora con él antes de subir?

– Seguramente. Y no es preciso que emplees el plural, Conrad: puedo subir la escalera sin ayuda.

– Sé que no te faltan fuerzas, señora W., pero no pensarás que ha sido la nostalgia de tus bonitos ojos grises lo que me ha llevado al hospital esta mañana, ¿verdad? Ahora tú y yo vamos a hablar. Vas a contarme qué estabas haciendo en Fly the Flag ayer por la noche. ¿Cómo sabías que iba a saltar por los aires?

– No lo sabía -respondí. Estaba cansada, la herida me dolía, la anestesia me había debilitado.

– Ya, y yo soy el Ayatolá de Detroit. Estés donde estés siempre hay disparos que dejan lisiados y muertos, de modo que o sabías que iba a ocurrir o algo hiciste para que ocurriera. ¿Por qué te interesaba tanto esa fábrica?

La acusación implícita me causó tal enfado que salí de mi sopor.

– Hace cuatro años te dispararon porque no me escuchaste cuando sabía algo. Ahora no quieres escucharme cuando digo que no sé nada. Estoy harta de que no me escuches.

Me dedicó una repugnante sonrisa de policía. La blanquecina luz reinante arrancó un destello a su diente de oro.

– Pues tu deseo se ha hecho realidad. Voy a escuchar hasta la última palabra de lo que digas. Una vez que hayamos aguantado el acoso del vecino.

La segunda frase la pronunció entre dientes: por lo visto, el señor Contreras y los dos perros que comparto con él me habían estado buscando, ya que los tres se acercaron dando saltos por la acera en cuanto bajé del coche. El señor Contreras contuvo el impulso de echarse a correr cuando vio a Conrad. Aunque nunca había aprobado que saliera con un hombre negro, me había ayudado a cuidar de mi corazón roto cuando Conrad me dejó, y estaba claramente estupefacto al vernos llegar juntos. Los perros, en cambio, no se mostraron nada comedidos. No sabría decir si se acordaban de Conrad o no; Peppy es una golden retriever y su hijo Mitch es medio labrador: dispensan a todo el mundo, desde el empleado que viene a leer el contador hasta a Grim Reaper, el mismo caluroso y enérgico saludo.

El señor Contreras los siguió lentamente por la acera, pero cuando se dio cuenta de que estaba lesionada se mostró a un tiempo solícito y molesto porque no lo había avisado de inmediato.

– Habría ido a recogerte, tesoro, si me lo hubieses dicho. Te habrías ahorrado la escolta policial.

– Era muy tarde cuando todo ocurrió y me han dado el alta a primera hora -dije con amabilidad-. Además, ahora Conrad es comandante en el Distrito Cuarto. La fábrica que ardió anoche está en su territorio, y quiere averiguar lo que sé acerca de eso; no se cree que no sepa nada de nada.

Al final subimos todos juntos a mi apartamento, los perros, el anciano y Conrad. Mi vecino se puso a trajinar en la cocina y apareció con un cuenco de yogur con rodajas de manzana y azúcar moreno. Incluso logró sacarle un expreso doble a mi maltratada cafetera.

Me eché en el sofá y los perros hicieron lo propio en el suelo a mi lado. El señor Contreras ocupó el sillón mientras Conrad arrimaba la banqueta del piano para mirarme a la cara mientras hablaba. Sacó una grabadora del bolsillo y grabó la fecha y el lugar en que estábamos hablando.

– Muy bien, señora W., esto es una declaración oficial. Cuénteme toda la historia de lo que estaba haciendo en South Chicago.

– Es mi hogar -dije-. Soy más de allí que usted.

– Ni por asomo: lleva veinticinco años o más viviendo en otra parte.

– No importa. Usted sabe tan bien como yo que en esta ciudad el hogar de tu infancia te persigue toda la vida.

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