Colapso
Conservé el buen humor y la calma hasta el lunes por la tarde, cuando April Czernin sufrió un colapso en pleno entrenamiento. Al principio pensé que Celine Jackman había arremetido contra ella en una escalada de su enfrentamiento, pero Celine se hallaba en el extremo opuesto de la cancha; April estaba en una jugada bajo la cesta cuando se desplomó como si le hubiesen pegado un tiro.
Hice sonar el silbato para interrumpir el juego y corrí a su lado. Tenía la piel lívida en torno a la boca y no le encontraba el pulso. Me puse a practicarle una reanimación cardiorrespiratoria tratando de mantener la mayor calma posible para que entre mis jugadoras no cundiera el pánico.
Las chicas se apiñaron alrededor de nosotras.
– ¿Qué ha pasado, entrenadora?
– ¿Está muerta?
– ¿Le han disparado?
El rostro de Josie apareció junto al mío.
– ¿Qué le pasa, entrenadora?
– No lo sé -repuse-. ¿Sabes… si April tiene algún problema de… salud?
– No, no sé nada, es la primera vez que la veo así.
Josie estaba pálida de miedo; le costaba trabajo hablar.
– Josie -dije sin dejar de oprimir el diafragma de April-, tengo el móvil guardado en el bolso que está en el escritorio -aparté las manos un segundo para darle las llaves-, ve por él, llama al 911, diles dónde estamos exactamente. ¡Repite lo que te he dicho!
Cuando hubo repetido mis instrucciones, le dije que se diera prisa. Salió corriendo en busca del móvil. Sancia fue tras ella invocando a Jesús.
A continuación envié a Celine al despacho de la directora: tal vez por ser una pandillera, era la que tenía más sangre fría de todo el equipo. Quizá la enfermera del colegio aún no se hubiera marchado, quizá supiese algo sobre el historial médico de April. Josie regresó con el móvil, torciendo el gesto y blanca como la nieve: estaba tan nerviosa que no atinaba a usar el aparato. Le fui indicando los pasos a seguir, sin interrumpir el masaje sobre el pecho de April, y le hice ponerme el teléfono en la oreja para que pudiera hablar con la operadora yo misma. Aguardé lo necesario para confirmar que se enteraban de dónde nos encontrábamos y luego pedí a Josie que telefoneara a los padres de April.
– Están los dos trabajando, entrenadora, y no sé cómo encontrarlos. La madre de April es cajera en el By-Smart de la Noventa y cinco y, bueno, ya sabe, su padre es camionero, así que no sé dónde está -se le quebró la voz.
– De acuerdo, chiquilla, no pasa nada. Marca… el número que voy a darte y pulsa el botón de llamada. -Procuré serenarme lo suficiente para recordar el número de Morrell. Cuando por fin di con él, hice que Josie lo marcara-. V. I. -dije sin dejar de dar masaje al pecho de April-. Emergencia… la hija de Romeo… tengo que encontrar a Romeo. Pregunta… Marcena, ¿vale? Si logra… localizarlo… que llame… a mi móvil.
Años en los campos de batalla hicieron que Morrell aceptara lo dicho sin perder tiempo con preguntas inútiles. Se limitó a decir que ya estaba en ello y dejó que siguiera con lo que me tenía ocupada. No supe qué más hacer mientras esperaba a que llegase la ambulancia, de modo que seguí dando masaje en el pecho a April y practicando la respiración boca a boca.
Natalie Gault, la subdirectora, se presentó en el gimnasio. Las chicas le abrieron paso a regañadientes para que llegara hasta mi lado.
– ¿Qué ha ocurrido aquí? ¿Otra pelea?
– No. April… Czernin… se ha… desmayado. ¿Tienen algo… sobre su historia médica… en los archivos? -El sudor me corría por el cuello y tenía la espalda empapada.
– No lo he mirado, he pensado que se trataba de otro episodio de su guerra de bandas.
Me faltaban energías para desperdiciarlas enojándome.
– Pues no. Ha sido cosa… de la naturaleza. Me preocupa… su corazón. Compruebe su ficha, avise… a su madre.
Gault me miró como preguntándose si debía aceptar una orden mía. Por suerte, en ese momento ocurrió uno de los mayores milagros del South Side: llegó una ambulancia en menos de cinco minutos. Agradecida, me puse de pie y me enjugué el sudor de los ojos.
Mientras daba a los sanitarios una breve explicación de lo ocurrido, éstos se situaron junto a April con un desfibrilador portátil. La tendieron en una camilla y le levantaron la camiseta húmeda para pegarle los electrodos, uno debajo del pecho izquierdo, el otro sobre el hombro derecho. Las chicas se aproximaron, preocupadas y excitadas al mismo tiempo. Como si estuviésemos en una película, los sanitarios nos pidieron que nos apartásemos; hice retroceder a las chicas mientras los sanitarios le aplicaban una descarga. Igual que en una película, April se convulsionó. Observaron el monitor con inquietud; ni un latido. Tuvieron que darle otras dos antes de que el músculo volviera a la vida e iniciara un perezoso latido, como un motor arrancando poco a poco en un día muy frío. En cuanto estuvieron seguros de que respiraba, los sanitarios recogieron su equipo y echaron a correr por el gimnasio con la camilla.
Mientras trotaba a su lado pregunté:
– ¿Adonde la llevan?
– Universidad de Chicago; es el centro pediátrico más cercano. Necesitarán a un adulto para ingresarla.
– Ahora mismo están tratando de localizar a sus padres -dije.
– ¿Usted está en posición de autorizar un tratamiento?
– No lo sé. Soy la entrenadora de baloncesto; ha sufrido el colapso durante el entrenamiento, pero no creo que eso me dé ningún derecho legal.
– Allá usted, pero esta chica necesita un acompañante adulto y un abogado.
Ya estábamos fuera. La ambulancia había atraído a una multitud de estudiantes, que se apartaron cuando los sanitarios abrieron la puerta y metieron a April dentro. Enseguida comprendí que no podía dejar que se marchara sola.
Subí a la trasera y le cogí la mano.
– No pasa nada, pequeña, te pondrás bien, ya verás.
Seguí murmurando y estrechándole la mano mientras ella continuaba semiinconsciente.
El monitor cardiológico emitía los pitidos más fuertes del mundo, más que el de la sirena, más que el de mi móvil que no paró de sonar hasta que un sanitario me dijo que lo apagara porque podía interferir con los instrumentos. Los pitidos irregulares rebotaban en mi cabeza como una pelota de baloncesto. April está viva pero inestable, April está viva pero inestable. Ahogaba cualquier otro pensamiento ya fuese sobre By-Smart, sobre el pastor Andrés o sobre el paradero de Romeo Czernin. Los sonidos parecieron eternizarse, de modo que cuando llegamos al hospital me sorprendió comprobar que habíamos recorrido diez kilómetros en doce minutos.
En cuanto frenamos en la entrada de ambulancias, los sanitarios se llevaron a April a la sala de urgencias dejándome con el papeleo, batalla burocrática de lo más frustrante, puesto que no sabía qué clase de seguro tenían sus padres. El instituto tenía una modesta póliza para los deportistas pero sólo para lesiones sufridas durante el juego; si se trataba de una dolencia preexistente, la póliza no la cubriría.
Cuando el personal de urgencias vio que no sabía cómo rellenar los formularios, me enviaron a un pequeño cubículo a batallar con una empleada de admisiones. Al cabo de tres cuartos de hora me sentía como un boxeador que hubiese peleado trece asaltos pero que aún se mantuviera en pie. Puesto que April había ingresado como una urgencia pediátrica, la estaban tratando, pero necesitaban tanto el consentimiento paterno como cobrar, y no forzosamente, huelga decirlo, en ese orden.
Yo no podía garantizar el pago ni tenía autoridad legal para dar ningún consentimiento, así que traté de localizar a la madre de April en el trabajo, lo que a su vez fue otra pesadilla burocrática; tardé nueve minutos en dar con alguien autorizado a pasar un mensaje a un empleado que se encontraba en su puesto de trabajo, pero ese alguien dijo que el turno de la señora Czernin había terminado a las cuatro y se había marchado. Tampoco estaba en casa, pero los Czernin sí tenían un contestador automático con un mensaje grabado con la voz insegura de alguien que no se manejaba con soltura con la tecnología.
Probé con Morrell otra vez. No había logrado localizar a Marcena. Como me había quedado sin ideas, llamé a Mary Ann McFarlane.
Mi antigua entrenadora se alarmó al enterarse de lo sucedido; no sabía que April tuviera ningún problema de salud y desde luego nunca había sufrido un colapso. El año anterior, en varias ocasiones se había quedado sin resuello durante los ejercicios, pero Mary Ann lo había achacado a la falta de forma física. La entrenadora tampoco sabía nada sobre su seguro médico: suponía que la mayoría de chicas del equipo disponían de la tarjeta verde que les daba derecho a Medicaid, pero nunca se había visto en la necesidad de comprobarlo. Y, por supuesto, tanto el padre como la madre de April trabajaban, de modo que los Czernin seguramente no tenían derecho a ninguna ayuda social.
Cuando colgué, la empleada de admisiones me dijo que si no le aclaraba quién se haría cargo de los cuidados de April tendrían que trasladarla al hospital del condado. Discutimos un rato sobre eso, y estaba exigiendo hablar con un superior cuando una mujer nos interrumpió de mala manera.
– Tori Warshawski, debería haberlo imaginado. ¿Qué le has hecho a mi niña? ¿Dónde está mi April?
Al principio no me di ni cuenta de que me llamaba como mi primo Boom-Boom.
– ¿Ha recibido el mensaje que le he dejado en el contestador? Siento haberle dado la noticia de esa manera, señora Czernin. April ha sufrido un colapso durante el entrenamiento. Hemos conseguido reanimarla, pero nadie sabe qué tiene. Y me temo que hay que dar al hospital los datos del seguro.
– No me vengas con rollos de «señora Czernin», Tori Warshawski. Como le hayas hecho daño a mi niña, lo pagarás con la última gota de sangre de tu cuerpo.
Me quedé mirándola sin comprender nada. Era una mujer delgada, pero no con la cuidada esbeltez de los ricos, como tía Jacqui o Marcena; los tendones de su cuello eran como cuerdas de guitarra y profundas arrugas circundaban su boca, fuese por el tabaco, por las preocupaciones o por ambas cosas. El pelo, descolorido e hirsuto, lo llevaba peinado hacia atrás en ondas tan ásperas como el estropajo. Aparentaba edad suficiente para ser la abuela de April, no su madre, y me devané los sesos intentando recordar dónde podríamos habernos visto antes.
– ¿No me conoces? -espetó-. Antes era Sandra Zoltak.
Contra mi voluntad, me puse roja como un tomate. Sandy Zoltak. La última vez que la vi tenía suaves tirabuzones rubios y el cuerpo rellenito como el de un gato persa, pero con una sonrisa maliciosa y el don de aparecer cuando menos esperabas o deseabas su presencia. Iba a la misma clase del instituto que Boom-Boom, un año delante de mí, pero la conocía. Ya lo creo que la conocía.
– Lo siento, Sandy, perdona que no te haya reconocido. También siento mucho lo de April. Ha sufrido un colapso repentino durante el entrenamiento. ¿Tiene algún problema de corazón?
La voz me salió más áspera de lo que pretendía, pero Sandra no pareció darse cuenta.
– Ninguno, a no ser que tú le hicieras algo. Cuando Bron me dijo que estabas sustituyendo a McFarlane, le dije a April que se anduviera con cuidado, que podías ser muy malvada, pero en ningún momento imaginé…
– Sandy, iba a lanzar a canasta y el corazón le ha dejado de latir -dije, despacio y levantando la voz, obligándola a prestarme atención. A Sandy se la habían llevado los demonios durante el trayecto hasta el hospital, preocupada por su hija; tenía que tomarla con alguien y yo no sólo estaba a tiro sino que, además, era una vieja enemiga en un barrio donde se guardaba el rencor con el mismo celo que si fuese comida en un refugio antiaéreo.
Intenté explicarle lo que habíamos hecho por April y hacerle entender la situación en que se encontraba en el hospital, pero siguió acusándome de negligente, de intimidatoria, de desear vengarme de ella utilizando a su hija.
– Sandy, no, Sandy, por favor, todo eso es agua pasada. April es una chica estupenda, una de las mejores jugadoras del equipo, quiero verla sana y feliz. Necesito saber, el hospital necesita saber, si tiene algún problema de corazón.
– Señoras -interrumpió la empleada del cubículo de admisiones con tono autoritario-, guárdense sus desavenencias para cuando estén en la calle, por favor. Lo único que quiero oír ahora es a quién hay que pasar la factura.
– Por lo que veo, en los hospitales de este país el dinero es más importante que la salud de la gente -solté, indignada-. ¿Por qué no le explica a la señora Czernin qué le está pasando a su hija? Pues me parece que no podrá darle ningún dato sobre el seguro hasta que sepa cómo se encuentra April.
La empleada apretó los labios, se volvió hacia el teléfono y efectuó una llamada. Sandy dejó de gritar y aguzó el oído, pero la mujer hablaba tan bajo que no entendimos nada de lo que dijo. Aun así, al cabo de un momento se presentó una enfermera procedente de la sala de urgencias. April se encontraba estable; parecía tener buenos reflejos y andar bien de memoria: aunque no sabía el nombre del alcalde ni el del gobernador, seguramente tampoco los sabía antes del ataque. Sabía los nombres de sus compañeras de equipo y el número de teléfono de sus padres, pero el hospital quería que pasara la noche en observación, y tal vez unos días, para hacerle pruebas y asegurarse de que estuviese fuera de peligro.
– Quiero verla. Tengo que estar a su lado.
La voz de Sandra fue un discordante graznido.
– La llevaré con ella en cuanto termine con el papeleo -prometió la enfermera-. Le hemos dicho que usted había llegado y tiene muchas ganas de verla.
A los quince años, también yo hubiese querido ver a mi madre, pero costaba imaginarse a Sandy Zoltak pensando en otra persona con la pasión y el cuidado con que mi madre se ocupaba de mí. Me encontré conteniendo lágrimas de frustración, de fatiga, de añoranza de mi madre, de no sabía muy bien qué.
De repente me marché de allí y estuve rondando por el vestíbulo hasta que vi a Sandra regresar de la sala de urgencias y dirigirse al mostrador de admisiones. Cuando me acerqué, estaba sacando de la cartera la tarjeta del seguro. En ella figuraba escrito By-Smart con grandes letras; sentí alivio y sorpresa: según había leído, la empresa no proporcionaba seguro médico a sus cajeras. Por supuesto, Romeo conducía para ellos; quizás él gozara de verdaderos beneficios sociales. Cuando Sandra hubo terminado de rellenar los formularios, le pregunté si quería que la esperase.
Torció el gesto.
– ¿Tú? No necesito tu ayuda para nada, Victoria Iffy-genio Warshawski. Te quedaste sin marido, no pudiste tener hijos y ¿ahora intentas meterte en mi familia? Vete al infierno.
Había olvidado aquel viejo insulto que de pequeña me repitieron hasta la saciedad. Mi segundo nombre, Iphigenia, fue mi cruz. ¿Quién lo había soltado en el patio, para empezar? Y luego mi madre y su ambición de que fuese a la universidad, el apoyo de profesores como Mary Ann McFarlane, mi propio empuje, algunos chicos pensaban que era una mocosa, una empollona, un genio sospechoso. Ser prima y colega de Boom-Boom me vino muy bien en el instituto aunque no me libré de todas aquellas burlas, quizá por eso hice las cosas que hice, para intentar demostrar al resto de la escuela que no era sólo un cerebrito, sino que podía ser tan idiota como cualquier adolescente.
Pese a su rencor, entregué a Sandra una tarjeta de visita.
– Aquí tienes mi móvil. Llámame si cambias de idea.
Sólo eran las seis cuando salí del hospital. No podía creer que fuese tan temprano. Estaba tan apaleada que creía que llevaba toda la noche trabajando. Busqué desorientada mi coche por Cottage Grove Avenue preguntándome si me habría olvidado de conectar la alarma cuando de pronto recordé que todavía estaba en el instituto, que había ido hasta Hyde Park en la ambulancia.
Cogí un taxi en la parada que había al otro lado de la calle y pedí al conductor que me llevara hacia el sur a toda prisa. Durante todo el trayecto por la carretera Cuarenta y uno el taxista no paró de darme la tabarra sobre el peligro que corría y ¿quién iba a pagarle la carrera de regreso al norte?
Decidida a no enredarme en una nueva discusión, me acurruqué en el asiento con los ojos cerrados confiando en que eso le hiciera callarse. Tal vez siguiese dando rienda suelta a sus quejas, pero me dormí como un tronco y no desperté hasta que paramos frente al instituto.
Conseguí llegar a casa más por suerte que por destreza y volví a caer dormida en cuanto cerré la puerta. Mis sueños no fueron plácidos. Volvía a estar en el gimnasio con quince años. Estaba oscuro, pero sabía que estaba con Sylvia, Jenny y el resto de mi antiguo equipo de baloncesto. Habíamos corrido tantas veces a lo largo de la pista que evitábamos automáticamente los bordes afilados de las gradas, el potro y las vallas apoyadas contra la pared. Sabíamos dónde estaban las escaleras de mano y cuál de ellas sostenía los rollos de cuerdas de trepar.
Yo era la más fuerte: me encaramé a la estrecha escalera de acero y descolgué las cuerdas para trepar. Sylvia se desenvolvía con las cuerdas con la habilidad de una ardilla. Se aferraba con los muslos izando las bragas y el cartel. Jenny, que vigilaba la puerta del gimnasio, sudaba a mares.
Al día siguiente se celebraba la fiesta de inauguración del curso a la que acudirían los ex alumnos, y el sueño pasó a esa escena. Incluso en mi sueño, estaba muy resentida con Boom-Boom: había prometido llevarme y se había rajado. ¿Qué le veía a Sandy, además?
Fue el descubrimiento que aguardaba en un rincón de mi mente lo que me despertó. No iba a permitirme soñar hasta el final, hasta el enfado de Boom-Boom y mi propia vergüenza. Me senté en la cama, sudorosa, jadeante, viendo a Sandy Zoltak otra vez tal como era entonces, dulce, rellenita, con una sonrisa maliciosa para las chicas y otra sexy para los chicos, con su reluciente vestido de raso azul a juego con sus ojos, entrando en el gimnasio del brazo de Boom-Boom. Aparté aquel recuerdo y, en cambio, pensé que no habría reconocido a Sandy por la calle. Desde luego, no la había reconocido en el hospital.
Debió de ser esta idea la que me hizo pensar en el punki que había visto en la calle mientras hablaba con el pastor Andrés, el chavo banda a quien éste había regañado por presentarse en la obra donde trabajaba.
Claro que le había visto antes: estaba en Fly the Flag el martes anterior por la mañana. «Un punki que uno ve por ahí, robando en las obras o incluso haciendo trabajillos»; algo así había dicho Andrés.
Alguien le había contratado para que hiciera destrozos en Fly the Flag. ¿Andrés, Zamar o un conocido del primero? Eran las cuatro de la mañana. No iba a emprender el largo trayecto hasta South Chicago para ver si el chavo volvía a hacer de las suyas en Fly the Flag. Pero la idea me acompañó durante el resto de mi inquieto sueño. Durante todo el martes, a pesar de la apretada agenda de la agencia, seguí haciéndome preguntas sobre el chavo y la fábrica de banderas, sobre las cajas de cartón que estaban sacando de la planta y que no habían querido que viera la última vez que había estado allí.
Entrada la tarde, una vez terminado mi verdadero trabajo, no pude resistir la tentación de volver a Fly the Flag para comprobar lo que estaba ocurriendo. Y mientras merodeaba sigilosamente en torno a la planta al amparo de la noche, vi la explosión.