Horas de visita
Los globos y animales de peluche alineados en el suelo manchado de los corredores del hospital pediátrico, parecían ofrendas desesperadas a los arbitrarios dioses que juegan con la felicidad humana. Mientras seguía las indicaciones de los pasillos y escaleras pasaba ante salitas donde los adultos esperaban sentados, en silencio, inmóviles. Al pasar ante las habitaciones oía retazos de charlas demasiado animadas, madres que intentaban persuadir a sus hijos de que debían recobrar la salud.
Cuando llegué a la cuarta planta no tuve el menor problema para dar con la habitación de April: Bron y Sandra Zoltak Czernin discutían en una salita cercana.
– Ibas por ahí tirándote a esa zorra mientras tu hija se moría. ¡Ahora no me vengas con que la quieres!
Sandra procuraba susurrar, pero su voz llegaba más allá de donde estaba yo; una mujer que paseaba por el pasillo con una niña pequeña conectada a un gota a gota los miró inquieta y trató de conducir a su hijita hacia donde no alcanzaran sus voces.
– Ni siquiera llegaste al hospital antes de la medianoche.
– Vine en cuanto me enteré. ¿Has visto que saliera del hospital un solo segundo desde entonces? Sabes de sobra que no puedo recibir llamadas en el teléfono del camión, no me jodas, y cuando llegué a casa tú no estabas, la niña tampoco, no había ningún mensaje tuyo. Supuse que April y tú habíais salido, siempre te la llevas por ahí a comprar porquerías para las que no tenemos dinero.
Por lo que a ti respecta, yo no existo. Sólo soy un salario para saldar las facturas que no puedes pagar. Ni siquiera tuviste el sentido común o la decencia de llamarme a mí, que soy el padre de la niña. Tuve que recibir la noticia a través del contestador, y no fuiste tú quien llamó sino la maldita bruja de Warshawski. Así fue como me enteré de que mi niña está enferma, no a través de mi propia esposa. No te des tantos aires, doña Remilgos, te has vuelto más pureta que la Virgen María, y luego te preguntas por qué busco mujeres de carne y hueso en otra parte.
– Al menos puedes estar seguro de que April es hija tuya, que es más de lo que Jesse Navarro o Lech Bukowski pueden decir de sus hijos, con todo el tiempo que has pasado con sus mujeres, y ahora, ahora me dicen que mi April tiene eso en el corazón, esa cosa, y no podrá volver a jugar al baloncesto -una mueca de dolor torció el demacrado rostro avejentado de Sandra.
– ¿Baloncesto? ¿Tiene una enfermedad de caballo y te disgustas porque no puede jugar a un maldito juego de pelota? ¿Qué pasa contigo, tía? -Bron golpeó la pared con la palma de la mano.
Una enfermera que hacía la ronda se detuvo a mi lado a calibrar el nivel de ira en la salita y luego siguió su camino sacudiendo la cabeza.
– ¡Me importa un pimiento el puto baloncesto, fracasado! -exclamó Sandra-. Para April era el pasaporte a la universidad. Sabes de sobra que con tu salario no podrá ir. Y no voy a dejar que haga lo que yo, pasarse la vida casada con un cerdo que se baja la bragueta a la primera de cambio y se mata a trabajar en By-Smart porque no sirve para nada mejor. Mírame bien, parezco tan vieja como tu madre, y hablando de Nuestra Señora la Madre de Dios, así es como ella te ve, y yo… yo se supone que tengo que arrodillarme y dar las gracias por haberme casado contigo como si me cayese la baba, cuando ni siquiera eres capaz de mantener a tu hija.
– ¿Qué quieres decir con que no puedo mantenerla? ¡Que te zurzan, bruja! ¿Alguna vez ha ido a la escuela con hambre o…?
– Pero ¿tú has oído a los médicos? Costará cien mil dólares arreglarle el corazón, eso sin contar los medicamentos, ¡y el seguro sólo paga diez mil! ¿De dónde piensas sacar ese dinero, si puede saberse? ¿Has pensado en el dinero que podríamos haber ahorrado si no te lo hubieses gastado invitando a copas a tus compadres y a las putas que te tiras por ahí, y…?
Bron parecía a punto de estallar de ira.
– ¡Conseguiré el dinero que haga falta para curar a April! Y no te consiento que vuelvas a decirme que no quiero a mi propia hija.
La mujer con la niña pequeña se acercó a ellos tímidamente.
– ¿Podrían hacer un poco menos de ruido, por favor? Están haciendo llorar a mi niña, con esos gritos.
Sandra y Bron la miraron; la niñita del gota a gota lloraba; sus silenciosos hipidos y sollozos eran más turbadores que un berreo. Bron y Sandra apartaron la vista y entonces fue cuando Bron advirtió mi presencia.
– Vaya, la puñetera Tori Warshawski. ¿Qué cojones hacías presionando a mi niña hasta conseguir que le diera un colapso?
Su voz se convirtió en tal bramido que padres y enfermeras salieron corriendo al pasillo.
– Hola, Bron. Hola, Sandra, ¿cómo está April? -pregunté.
Sandra me dio la espalda, pero Bron se acercó a mí a toda prisa y me empujó con tanta fuerza que me arrojó contra la pared.
– ¡Le has hecho daño a mi niña! ¡Te lo advertí, Warshawski, te advertí que si te metías con April tendrías que vértelas conmigo!
La gente miraba horrorizada mientras yo me erguía con cuidado. El dolor que me recorría el brazo izquierdo hizo asomar lágrimas a mis ojos, pero las contuve pestañeando. No iba a enzarzarme en una pelea con él, mucho menos en un hospital, y con el brazo izquierdo en cabestrillo, y con un tipo tan angustiado e impotente que buscaba pelea con cualquiera que lo mirase siquiera de soslayo. Pero tampoco iba darle el gusto de que me viera llorar.
– Sí, ya te oí. Lo que no recuerdo es qué dijiste que harías si le salvaba la vida.
Bron se dio un puñetazo en la palma de la mano.
– Si le salvabas la vida… Si le salvabas la vida, que te den…
Me volví hacia Sandra.
– Te he oído decir que ha sido el corazón. ¿Qué ocurrió? Nunca la había visto débil o sin aliento en los entrenamientos.
– Qué otra cosa ibas a decir, ¿verdad? -masculló Sandra-. Dirías cualquier cosa con tal de cubrirte las espaldas. Tiene algo mal en el corazón, algo de nacimiento, pero la hiciste correr demasiado, por eso tuvo el colapso.
Se me heló la sangre en las venas a causa de un miedo que Bron no había conseguido inspirarme: aquellas palabras sonaban como el preludio de una demanda judicial. El tratamiento de April iba a costar más de cien mil dólares, de modo que necesitaban dinero; podían demandarme. Mis bolsillos no estaban muy llenos, pero seguro que más que los de los Czernin.
– Si se trata de una enfermedad congénita, pudo haber sucedido en cualquier momento y en cualquier parte, Sandra -dije procurando mantener un tono desapasionado-. ¿Han explicado los médicos a qué tratamiento piensan someterla?
– Nada. Sólo reposo, a menos que traigamos el dinero para pagar las facturas. Los negros lo tienen más fácil: con enseñar sus tarjetas de la asistencia social y sus hijos consiguen todo lo que necesitan, pero la gente como nosotros, los blancos que trabajamos duro sin parar, ¿qué podemos enseñar para conseguir lo mismo?
Sandra fulminó con la mirada a la mujer con la niña, que precisamente eran negras, como si la chiquilla de cuatro años fuese quien organizaba las empresas dedicadas a la administración de seguros médicos que decretaban qué tipo de prestaciones correspondían a los estadounidenses. Una enfermera que acababa de salir de una habitación se aproximó con intención de intervenir, pero los Czernin estaban sumidos en su universo particular, el mundo de la ira, y nadie más tenía cabida en él. La enfermera siguió con lo que estuviera haciendo, pero yo me quedé en el campo de batalla.
– Y además estoy casada con el señor Maravillas, que no ha pasado una sola noche en casa en toda la semana y ahora se comporta como si fuese san José, el mejor padre de todos los tiempos. -Sandra miró a Bron con expresión de amargura-. Me sorprende hasta que te acuerdes de cómo se llama tu hija, desde luego no te acordaste de su cumpleaños mientras salías con esa puta inglesa, ¿o estabas con esa Danuta Tomzak del bar de Lazinski?
Bron cogió a Sandra por los delgados hombros y empezó a sacudirla.
– Yo quiero a mi niña, hija de puta, no vuelvas a decir lo contrario ni aquí ni en ninguna otra parte. Dile al cabrón del médico que no la mueva de aquí, que no le dé el alta. El martes tendré el dinero que pide, cálmate.
Se marchó hecho una furia por el pasillo y abrió de un empujón la puerta de vaivén que conducía a la escalera. Sandra apretaba los labios con amargura.
– María tuvo al Príncipe de la Paz -dijo Sandra-, yo tengo al Príncipe de los Gilipollas. -Se volvió, ceñuda, hacia mí-. ¿Irá a pedirle dinero a esa inglesa a la que se ha estado tirando?
Negué con la cabeza.
– No lo sé. Tampoco sé si tiene.
¿Y quién iba a aflojar cien de los grandes para la hija de un hombre que no significaba más que una jugosa historia que contar a los amigos? No lo dije en voz alta: Sandra se agarraba a un clavo ardiendo; no estaba en sus cabales en aquel momento, no distinguía qué cosa era posible y cuál no.
– Has dicho que el seguro sólo cubriría diez mil dólares. ¿Se trata de tu seguro?
Negó con la cabeza y dijo entre dientes:
– No estoy asegurada porque sólo trabajo treinta y seis horas. By-Smart dice que no es trabajo a jornada completa, que para eso hay que trabajar cuarenta horas semanales. Así que Bron paga el seguro para él y para April. Decidimos que no alcanzaba para incluirme, y cuando el hospital, cuando la compañía nos llamó ayer, resulta que es todo lo que van a darle por estar enferma, y eso que pagamos, vaya si pagamos, dos mil seiscientos dólares al año. Si lo hubiese sabido, habría ingresado ese dinero en una cuenta de ahorro para April.
– ¿Qué le pasa a April exactamente? -pregunté.
Sandra empezó a retorcerse las manos.
– No lo sé. Los médicos te hablan en una jerga extraña para que no sepas si están haciendo lo correcto con tu hija o no. ¿La estabas haciendo trabajar más de la cuenta porque es mía?
Ojalá hubiese hecho caso al señor Contreras y no me hubiese movido de casa. Lo único que deseaba en aquel momento era arrastrarme a una cueva y dormir hasta la primavera.
– ¿Podemos hablar con el médico? Si entiendo el diagnóstico, a lo mejor puedo ayudar a encontrar un tratamiento.
Estaba pensando en mi amiga Lotty Herschel, que era cirujana del hospital Beth Israel, en el lejano North Side de Chicago. Lotty atendía a muchos pacientes sin recursos económicos; quizá supiera cómo ayudar a los Czernin ante los tejemanejes de las aseguradoras.
– Se desmayó una vez, el verano pasado, cuando fue a las colonias de baloncesto, pero no le di importancia, las chicas siempre se desmayan, desde luego yo no paraba cuando tenía su edad. Quería darle todas las oportunidades, no iba a dejar que trataras con prepotencia a mi niña tal como hiciste conmigo.
Quedé aturdida ante el chorro de palabras e ideas contradictorias que pugnaban por abrirse camino. Estuve a punto de replicar sin miramientos que no la había tratado con prepotencia, pero al rememorar nuestra historia común me vi en un apuro. Recordé aquella noche justo antes del baile de inauguración del curso: si hubiese podido cambiar una noche de mi vida sin duda habría sido aquélla, o quizá la vez en que hurté media botella de whisky en el bar de Lazinski, o la noche en que murió mi madre. Basta, me dije. Tenía tantos malos recuerdos como para morirme de vergüenza si insistía en ellos.
La enfermera que había intentado intervenir en la pelea entre Sandra y Bron aún andaba por allí. Estuvo de acuerdo en avisar a un médico que la familia de April quería hablar con él. Mientras aguardábamos, crucé el pasillo hasta la habitación de la muchacha. Sandy me siguió sin protestar.
April estaba en una habitación con otras tres chicas. Cuando entré estaba viendo la televisión. Tenía el rostro hinchado a causa de los medicamentos. Apoyado junto a la cama había un flamante oso de peluche gigante que sostenía un globo con la leyenda «Cúrate pronto».
April pasó su mirada imprecisa de la pantalla a su madre, pero su rostro se iluminó al verme a mí.
– ¡Entrenadora! ¡Qué bien que haya venido a verme! ¿Me dejará volver al equipo aunque me pierda los entrenamientos de la semana que viene?
– Podrás reincorporarte al equipo en cuanto los médicos y tu madre digan que estás en condiciones de jugar. Menudo oso, ¿de dónde ha salido?
– Papá. -Dirigió una mirada precavida a su madre: seguramente el oso ya había dado pie a una pelea, pero me resultó desgarrador que Bron, llevado por sus ansias de hacer algo por su hija, se hubiese presentado con aquel juguete enorme.
Charlamos un rato sobre baloncesto, sobre el instituto, lo que se estaba perdiendo en clase de Biología, mientras Sandra ahuecaba almohadas, estiraba sábanas, insistía a April en que bebiera zumo («Ya sabes que el médico ha dicho que necesitas mucho líquido con estas medicinas que tomas»).
Al cabo de un rato se presentó el residente. Tenía el rostro regordete como el de un querubín, orlado de suaves rizos morenos y todo, pero se desenvolvía con soltura y estuvo bromeando con April mientras le tomaba el pulso y le preguntaba cuánto estaba bebiendo y comiendo.
– Te has traído este temible oso para asustarme, ¿eh?, pero yo no me asusto tan fácilmente. Eso sí, mantenlo alejado de tu novio, los chicos de tu edad no pueden enfrentarse a los osos.
Pasados unos minutos se despidió inclinando la cabeza y guiñándole un ojo, y nos condujo a Sandra y a mí al pasillo, donde April no pudiera oírnos. Me presenté y le expliqué mi papel en la vida de la muchacha.
– Vaya, de modo que es usted la heroína que le salvó la vida. ¿Así es como acabó con el brazo en cabestrillo?
Confié en que la opinión que Sandra tenía de mí mejorase al oír que el médico me llamara heroína.
– Tiene lo que llamamos síndrome del QT largo. Podría mostrarle los electrocardiogramas y explicarle cómo lo sabemos y por qué lo llamamos así, pero lo que en realidad significa es un tipo de arritmia cardiaca. Con un tratamiento adecuado, sin duda puede llevar una vida normal y productiva pero, desde luego, tiene que renunciar al baloncesto. Si sigue jugando, y lamento ser tan directo, señora Czernin, las consecuencias podrían ser muy graves.
Sandra asintió con tristeza. Volvía a retorcerse las manos. Pregunté al residente en qué consistía el tratamiento adecuado.
– Por ahora hemos empezado con una tanda de betabloqueantes para estabilizarle el corazón. -Emprendió una larga explicación sobre la acumulación de iones de sodio y la función de los betabloqueantes como estabilizadores del intercambio de iones, para luego agregar-: Deberían pensar en un marcapasos, en un desfibrilador cardioverter implantable. De lo contrario, me temo que, bueno, sólo es cuestión de tiempo que le sobrevenga otro episodio grave. -Su busca sonó-. Si necesitan cualquier cosa, no duden en avisarme. Estaré encantado de hablar con ustedes en cualquier momento. El lunes daremos de alta a April, si el ritmo cardiaco se estabiliza, y de momento seguiremos con los betabloqueantes.
– Como si pudiera permitírmelos -masculló Sandra-. Aun con el descuento de empleada, la medicación costará cincuenta pavos a la semana. ¿Qué se creen, que sólo los ricos se ponen enfermos en este país?
Procuré decirle lo mucho que lo sentía, pero volvió a tomarla conmigo; nuestro breve paréntesis de entendimiento había tocado a su fin. También había un límite para la cantidad de tiempo que podía dedicarle a servir de chivo expiatorio, y hacía un buen rato que lo había sobrepasado. Le dije que me mantendría en contacto y enfilé el pasillo hacia la escalera.
Al salir por la puerta principal casi choqué con una adolescente alta que entraba procedente de Maryland Avenue. Estaba absorta en mis pensamientos y no la miré hasta que soltó un grito ahogado:
– ¡Entrenadora!
Me detuve.
– ¡Josie Dorrado! Me parece estupendo que hayas venido a ver a April. Va a necesitar mucho apoyo estas próximas semanas.
Para mi asombro, en lugar de contestar se ruborizó y dejó caer la maceta de margaritas que llevaba. Entreabrió la puerta y se puso a sacudir la mano derecha indicando a alguien que había fuera que se marchara enseguida. Pasé por encima de la planta y de la tierra desparramada y abrí la puerta.
Josie me cogió por el brazo izquierdo, el que tenía lastimado, tratando de impedir que saliera. Pegué tal chillido que del susto me soltó, y la aparté bruscamente para ver quién había en la calle. Un Miata azul oscuro se alejaba por Maryland, pero un grupo de mujeres corpulentas que cruzaba lentamente la calle me impidió ver la matrícula.
Me volví hacia Josie.
– ¿Quién te ha traído? ¿A quién conoces que pueda permitirse un coche deportivo como ése?
– He venido en autobús -se apresuró a decir.
– Ah, ¿sí? ¿En cuál?
– En el… eh… el… no me he fijado en el número. Pregunté al conductor.
– ¿Si podía dejarte frente a la entrada del hospital? Josie, me avergüenza que me mientas. Estás en mi equipo; tengo que poder confiar en ti.
– No lo comprende, entrenadora. No es lo que se imagina, ¡en serio!
– Disculpen -las tres mujeres que acababan de cruzar la calle nos miraron con expresión autoritaria-. ¿Podrían quitar esta porquería? Nos gustaría entrar en el hospital.
Nos arrodillamos para recoger las flores. La maceta era de plástico y había sobrevivido a la caída. Con un poco de ayuda del vigilante de recepción, que me pasó una escoba, volvimos a meter casi toda la tierra en la maceta y recompusimos las flores; parecían medio muertas, pero vi en la etiqueta que Josie las había comprado en By-Smart por un dólar con noventa y nueve: nadie consigue flores frescas por dos pavos.
Al terminar, levanté la vista hacia su rostro enjuto.
– Josie, no puedo prometer que no vaya a decirle nada a tu madre si estás saliendo con un hombre mayor que ella no conoce o no aprueba.
– Lo conoce, le gusta, pero ella no puede…, no puedo decírselo, entrenadora, tiene que prometerme…
– ¿Te estás acostando con él? -pregunté a bocajarro aprovechando su vacilación.
Volvió a ruborizarse.
– ¡Qué va!
Apreté los labios pensando en su familia, en el segundo empleo de su madre, con el que ahora tendría que mantener a todos porque Fly the Flag ya no existía; pensé en el bebé de su hermana y en el pastor Andrés y sus críticas contra el control de natalidad.
– Josie, te prometo que de momento no diré nada a tu madre si me prometes una cosa.
– ¿El qué? -preguntó recelosa.
– Antes de acostarte con él, o con cualquier otro chico, tienes que hacer que se ponga un condón.
Se puso más colorada todavía.
– Pero, entrenadora, yo no puedo… ¿cómo puede…? Además, la catequista, que nos recomienda abstinencia, asegura que ni siquiera funcionan.
– Pues te ha dado un mal consejo, Josie. No son cien por cien efectivos, pero dan resultado casi siempre. ¿Quieres acabar como tu hermana Julia, mirando telenovelas todo el día? ¿O quieres intentar tener una vida mejor que la de ser madre soltera y trabajar de dependienta en By-Smart?
Abrió los ojos asustada, como si le diera a elegir entre cortarse la cabeza o hablar con su madre. Seguramente se había imaginado cariñosos abrazos, una boda, cualquier cosa menos lo que significaba acostarse con un chico. Miró la puerta, miró el suelo, y de repente subió disparada la escalera hacia el interior del hospital. Observé mientras el vigilante de la entrada la paraba, pero cuando se volvió a mirarme no pude soportar ver el miedo reflejado en su rostro. Di media vuelta y eché a andar hacia la fría tarde.