El escondite
Una confusión total siguió a la llegada de los coches de la brigada. Los hombres corrieron por el callejón y tomaron posiciones en torno a la casa, graznando sin parar por los walkie-talkies, dándose aires de importancia. Mantuve a April dentro del coche; sería una trágica ironía que sobreviviera a su fallo cardiaco y al asalto de Freddy para acabar recibiendo un disparo de uno de aquellos llaneros solitarios. Costó una eternidad lograr que los hombres (y la única mujer del grupo) entendieran que habían entrado en la casa, que el intruso había huido y que April y su madre necesitaban asistencia médica.
Finalmente hicieron venir a la ambulancia. A pesar de que April respiraba por su cuenta, su palidez había empeorado y sentí un gran alivio al ponerla en manos de profesionales para que la atendieran. Sandra aún temblaba demasiado como para caminar por su propio pie, y los sanitarios la llevaron a la ambulancia con una eficiencia impersonal que pareció afirmarla y hacerla funcionar mejor.
– ¿Puedo llamar a alguien que vaya a esperaros y os traiga de vuelta a casa? -pregunté a Sandra mientras la ayudaban a subir a la trasera de la ambulancia.
– Déjame en paz, Tori Warshawski. Cada vez que te acercas a mí, le pasa algo malo a alguien de mi familia. -Me lo soltó como un acto reflejo porque un segundo después me dijo que llamara a los suyos, que vivían en Pullman-. Sólo tienen una cama plegable en la sala pero April y yo podremos quedarnos unos días en su casa.
Mi padre lleva toda la vida en el barrio, enviarán a alguien para que me arregle la casa.
Fue un alivio saber que no estaba completamente sola, pero al irse me tocó a mí explicar a la policía lo que había ocurrido. Decidí que una versión escueta daría mejor resultado: yo era la entrenadora provisional de baloncesto; April estaba enferma, su padre acababa de morir, yo había ido a llevarle unas cosas y entonces un cerdo había entrado por la parte de atrás. Había cogido a Sandra y la había amenazado; yo había llevado a su hija al coche con intención de alejarla del peligro. Habíamos aguardado a que llegaran, cosa que, por cierto, no había ocurrido hasta una media hora después de la primera llamada de Sandra.
La versión escueta se enredó cuando vieron mi Smith & Wesson. Tenía un arma, sí, tenía licencia, sí, era detective privado, sí, pero no estaba allí en calidad de detective. Les conté mi historia, mi relación con los Czernin porque April formaba parte del equipo de baloncesto del Bertha Palmer y yo estaba sustituyendo a la entrenadora, etcétera, etcétera. No les gustó: estaba allí con una pistola, la casa patas arriba, sólo tenían mi palabra de que Freddy hubiera estado en el lugar.
Estaba esforzándome por no perder la compostura, pues eso, sin duda, equivaldría a pasar la noche en una celda de la división, cuando Conrad me llamó por el móvil: había llegado a casa, había recibido mi mensaje y ¿qué demonios hacía yo interrogando a sospechosos?
– Tu puñetera brigada ha tardado veinte minutos de reloj en responder a una llamada al 911 por un allanamiento -gruñí-. Así que no me vengas con que me mantenga alejada de tu territorio y que deje que el Distrito Cuarto se ocupe de los asuntos policiales y que me dedique a dar meriendas o lo que fuese que dijiste la semana pasada.
– ¿Un allanamiento? ¿De qué estás hablando, Warshawski? No decía nada de eso el mensaje que me has dejado.
– Aún no había ocurrido -dije bruscamente-, pero Freddy Pacheco, el tipo por el que te he llamado, ha entrado en casa de los Czernin menos de un hora después. He dado parte de mi encuentro con él a uno de tus detectives pero no ha movido ni un dedo. Y ahora tus chicos quieren arrestarme por haber salvado a Sandra y April Czernin.
– Estás hecha un lío, lo que estás diciendo no tiene pies ni cabeza -se quejó Conrad-. Deja que hable con el agente al mando.
Sonreí despiadadamente y le pasé el teléfono a mi interrogador jefe.
– Es Conrad Rawlings, su jefe en el Distrito Cuarto.
El agente frunció el ceño pensando que me estaba quedando con él, pero cuando oyó a Conrad en el otro extremo de la línea cambió de actitud cómicamente, enderezándose y dando una versión abreviada de su llegada. A juzgar por las frases entrecortadas del agente, Conrad no paraba de interrumpirle con preguntas para saber por qué habían tardado tanto en llegar a casa de los Czernin y qué habían encontrado al registrar la casa. El agente se levantó para consultar con otro hombre e informó de que la casa estaba vacía.
Oí la cascada voz de Conrad a través del auricular; el agente me dijo:
– Quiere saber qué sabe sobre el intruso.
– Poca cosa: frecuenta un bar de la calle Noventa y uno que se llama Cocodrilo pero no sé dónde vive. Suele andar con un primo suyo, de nombre Diego.
Describí las hurañas trazas de niño bonito de Freddy.
El agente transmitió esta información, escuchó algo más que le dijo Conrad y luego preguntó si sabía por qué había entrado Pacheco en la casa.
Me encogí de hombros exageradamente.
– Es un punki; el pastor del Mount Ararat dice que es un chavo banda que comete delitos menores por dinero. De hecho, el pastor quizá sepa dónde vive.
No iba a soltar todo el rollo sobre la jabonera en forma de rana, el incendio en Fly the Flag y el interés de Freddy por una grabación, no a través de un intérprete. Finalmente, Conrad y el agente terminaron, y el agente volvió a ponerme con su jefe.
– Cuéntamelo otra vez, señora W. Ese chavo tuyo, ¿cómo sabes que provocó el incendio?
– Lo ha confesado. Delante de mí, mientras lo tenía aquí acorralado, antes de que Sandra Czernin se pusiera a patearme colocándose entre él y yo. Que ha sido cuando él la ha agarrado cogiéndola como rehén. Pero no sé qué buscaba en su casa. Bron Czernin armó un dispositivo que Freddy utilizó para iniciar el incendio; Freddy le había hecho un dibujo y ese dibujo estaba aquí, en la casa. Lo ha mirado pero no era eso lo que quería; todavía está aquí.
Cierto, estaba en mi bolsillo, pero Conrad no tenía por qué saber eso.
– Mientras sacaba a la niña de la casa, Freddy la ha puesto patas arriba. Me parece que no ha encontrado lo que buscaba. Acostumbra a ir con su primo en una camioneta Dodge. Las primeras letras de la matrícula son «VCB»; no he alcanzado a ver el resto. Esta es toda mi historia. ¿Ya puedo irme a casa?
– Sí, y procura quedarte allí. Aunque no respondamos tan deprisa como quieren los ciudadanos, lo cierto es que llegamos.
– A tiempo para recoger los cadáveres -interrumpí de mala manera-. Que es lo que habríais encontrado si yo no hubiese estado aquí. Entreno a un equipo de baloncesto en este barrio. April Czernin es una de mis jugadoras, igual que Josie Dorrado, que sigue desaparecida pese a la increíble energía que tu equipo está poniendo en su búsqueda, de modo que tengo que venir por aquí tanto si te gusta como si no.
– ¡De acuerdo! -gritó-. Ahora ya sabes mi secreto. No tengo suficiente dinero ni efectivos para hacer todo lo que habría que hacer para convertir South Chicago en un sitio seguro. Envía una nota al alcalde, díselo al superintendente, pero deja de fastidiarme.
De modo que la batalla conmigo por su territorio se debía en parte al orgullo: no quería que yo supiera que no podía velar por la comunidad.
– Vamos, Conrad, el lío que hay aquí es tan grande que ni siete mil polis con siete mil fregonas podrían limpiarlo. De verdad que no intento entorpecer vuestro trabajo, sino prestaros mi apoyo.
– Dios me libre de eso, señora W. -dijo tratando de recobrar la compostura-. Vete a casa, métete en la cama; ah, un momento. Sabía que había algo más. Ese coche, el Miata que encontraste en Swing debajo de la Skyway, había desaparecido cuando llegamos el martes por la tarde. Llamamos a los Bysen, o a sus abogados: el coche pertenece a Billy, no querían que unos polis feos lo manosearan. Lo llevaron a un carrocero donde lo desmontaron y limpiaron a fondo. He pensado que te gustaría saberlo. Procura no meterte en problemas, señora W.
Di gracias de poder colgar mientras se mostraba caritativo y me fui de casa de los Czernin mientras aún era posible. Los agentes que registraban la calle y el callejón me retuvieron para asegurarse de que no fuera una sospechosa que se daba a la fuga pero, finalmente, pude largarme. Cuando estuve a una distancia prudente, me detuve junto a la acera.
Recliné el asiento hasta quedar prácticamente tendida. Volví a poner el CD de David Schrader interpretando a Bach e intenté pensar. Podía ir a ver al pastor Andrés y tratar de averiguar dónde vivía Freddy, pero ya había perdido buena parte de mi interés por el chavo. La policía le seguiría el rastro bastante deprisa y dudaba mucho de que tuviera algo útil que decirme. La grabación era lo que ahora me intrigaba.
Con los ojos cerrados, dejé que Bach acunara mi mente. Grabaciones. Sandra había dicho que Freddy le había pedido grabaciones. Cuando yo era joven, eso significaba discos de 45 rpm. Por eso Sandra había dicho que Freddy la había tomado por una emisora de radio. Me vino el recuerdo de cuando escuchaba a escondidas la WVON cuando iba al instituto; la emisora negra donde ponían la música más enrollada. En aquellos tiempos de lucha por los derechos civiles, las chicas blancas que escuchaban WVON podían recibir una buena paliza por parte de sus progresistas coetáneos.
Pero una grabación también podía referirse a una conversación grabada. Vi la perspicaz sonrisa de Marcena Love al sostener su estilográfica-grabadora para captar los comentarios de la gente durante la plegaria matutina a la que habíamos asistido en By-Smart. Lo grababa todo. Su aparatito tenía capacidad para almacenar ocho horas de conversación; podía descargar aquel cerebro digital en el ordenador. De modo que alguien había robado su ordenador para destruir esas grabaciones. Pero no tenían el aparato, aquella estilográfica roja. Si se le había caído en el Miata, a lo mejor aún se encontraba debajo de la Skyway. El Miata había sido registrado a conciencia, de modo que si la hubiese perdido en el coche la gente que lo había registrado la tendría, y no habrían contratado a Freddy para que la buscara en casa de los Czernin. Pudo haberle caído cuando se llevaron a rastras a Marcena del Miata; si eso había ocurrido, quizá la pluma aún siguiera allí, debajo de la Skyway.
No me hacía ni pizca de gracia volver al solar a aquellas horas de la noche. Por la mañana podría ir acompañada de Amy Blount para que me ayudara a buscar, si no tenía ninguna cita concertada. Saqué mi agenda electrónica y vi la hora: había dicho a Mary Ann que la llamaría a las nueve si iba a retrasarme y ya eran las diez menos cuarto.
Hice tamborilear el boli contra la pantalla. Debería pasar por su apartamento antes de volver a casa; su actitud al hablar conmigo había sido tan rara que quería cerciorarme de que realmente estuviera bien. Le dejaría provisiones en la cocina y quizá sacaría al pequeño daschund para que le diera un poco el aire.
Comprobé mis citas para el viernes. Nada hasta la una de la tarde. Tendría la mañana libre, todo un respiro: dormiría hasta tarde, podría ir al Belmont Diner a almorzar carne en conserva con huevos. La idea me hizo la boca agua, y caí en la cuenta de que no había comido nada desde que engullera aquel cuenco de sopa de pollo con fideos hacía nueve horas. Abrí el maletero y saqué un trozo del feta de cabra que había comprado para Mary Ann. El queso ácido y dulce era tan delicioso que comí otro pedazo. Cuando quise darme cuenta, me lo había terminado. Vaya; le llevaría un queso en otra ocasión.
Mientras enfilaba la Route 41 me pregunté si Marcena habría dejado su pluma en casa de Morrell. Carnifice, o quienquiera que fuese, había registrado el piso, pero a lo mejor no sabían qué clase de aparato buscaban. Llamé a Morrell.
– ¡Hipólita! ¿Cómo está Vuestra Majestad esta noche?
– Pues no muy majestuosa, la verdad; ni siquiera he podido atrapar a un punki callejero, así que no creo que esté preparada para enfrentarme a un auténtico guerrero.
Le referí mis encuentros con Freddy.
– Está buscando la grabadora de Marcena, y creo que por eso entraron en tu casa, si te sirve de consuelo. Ya sé que es muy tarde para cenar, pero aun así podría acercarme esta noche si vas a estar un rato levantado.
– Debería ser yo quien fuese hasta South Chicago para traerte a casa tumbada en tu escudo después de todo lo que te ha pasado. Pero ya que no puedo, creo que deberías ir a tu propia casa; queda mucho más cerca y no me gusta que andes conduciendo por ahí estando tan molida. Don y yo echaremos un vistazo; te llamaré si encontramos algo. Y tú llama en cuanto llegues a casa. -Al ver que no contestaba, agregó bruscamente-: ¿De acuerdo, Warshawski?
Mi propia casa desordenada y mis perros; en aquel momento me di cuenta, un tanto preocupada, de que me parecían más reconfortantes que el piso escrupulosamente limpio de Morrell. Quizá fuese porque Don estaba con él; volvería a añorar a Morrell en cuanto pudiera verle a solas.
No fue hasta después de colgar que recordé que Carnifice o quien fuese quizás había pinchado mi teléfono o el de Morrell. Traté de recordar toda la conversación. No era que deseara que unos desconocidos percibieran mi inseguridad, pero sin duda no tendría que haber hablado de la grabadora. Volví a llamar a Morrell, sólo para avisarle. Como era de esperar, le molestó mucho la idea de que alguien estuviera escuchando sus conversaciones, pero estuvo de acuerdo en no abrir la puerta sin antes comprobar tres veces las credenciales de cualquier visitante.
– De todos modos, Don sigue fumando como un poseso. Si entra alguien, le pegará un cáncer de pulmón mientras llegas tú y tu pistola.
Reí con más naturalidad. Había estado haciendo algo tan irresponsable como hablar mientras conducía. Ya había llegado a casa de Mary Ann, de modo que le dije que le llamaría desde la mía y volví a colgar.
No era ni mucho menos tan tarde: había luces encendidas en casi todas las ventanas, incluso me pareció ver una en casa de Mary Ann; a lo mejor estaba leyendo en la cama. Me quedé un momento sentada en el coche, haciendo acopio de mis escasas energías antes de dirigirme con mis entumecidas piernas hacia el portal. Por si acaso estaba dormida, no llamé al timbre, sino que entré en el edificio por mi cuenta. Subí la escalera casi con sigilo, procurando cambiar mis andares para que Scurry no me reconociera y se pusiera a ladrar. Con el mismo sigilo, abrí las cerraduras de la puerta y entré silenciosamente.
El perro vino a mi encuentro resbalando por el pasillo, pero dejé las provisiones en el suelo y lo cogí en brazos sin darle tiempo a hacer ruido. Me lamió la cara con regocijo, pero se retorció para liberarse y salió corriendo hacia la cocina otra vez. Recogí la bolsa y lo seguí. La puerta del dormitorio de Mary Ann estaba cerrada pero había una luz encendida en la parte de atrás. Pasé de largo el dormitorio y entré en la cocina.
Intentando abrir torpemente las cerraduras de la puerta de atrás, con los rostros tensos de terror, allí estaban Josie Dorrado y Billy el Niño.