Capítulo 2

Colegas

El ruido era ensordecedor. Las pelotas aporreaban el viejo entarimado amarillo. Rebotaban contra los tableros de las canastas y las gradas que circundaban el perímetro de la pista, creando un tamborileo sincopado tan fuerte como un viento de tormenta. En la pista las chicas practicaban ganchos y tiros libres, rebotes, regateos entre las piernas y por detrás de la espalda. No todas tenían pelota, el presupuesto del instituto no daba para más, pero incluso con diez pelotas se arma un barullo sensacional.

El propio pabellón daba la impresión de que nunca se hubiese pintado, o ni siquiera limpiado, desde la última vez que había jugado allí. Olía a sudor rancio, y dos de los focos del techo estaban rotos, de modo que allí dentro siempre parecía que fuese febrero. En la pista había desconchones y tablas combadas; cada dos por tres una de las chicas se olvidaba de vigilar dónde pisaba en el pasillo de tiros libres o en el rincón izquierdo, las dos zonas más deterioradas, y sufría una caída. La semana anterior, una de nuestras aleros más prometedoras se había hecho un esguince en un tobillo.

Procuré que tan desalentadora atmósfera no me afectara. Al fin y al cabo, el Bertha Palmer tenía dieciséis chicas que deseaban jugar y algunas se entregaban al juego en cuerpo y alma. Mi trabajo consistía en ayudarlas hasta que el instituto encontrara un entrenador fijo. Y en infundirles ánimo cuando comenzase la temporada y tuvieran que enfrentarse a equipos con instalaciones mejores, en mejor forma física y con entrenadores mucho más capacitados.

Las que aguardaban turno bajo las canastas se suponía que debían de estar corriendo o haciendo estiramientos, pero tendían a acosar a las chicas que tenían la pelota, tratando de arrebatársela o exigiendo acaloradamente a April Czernin o a Celine Jackman que dejaran de acaparar tiempo de lanzamientos.

«Tu mamá no se abrió de piernas para comprarte esa pelota, así que pásala», era una pulla frecuente. Debía estar alerta a las riñas que podían acabar en auténticas batallas campales mientras corregía los defectos en la manera de lanzar. Y pasar por alto los berridos del bebé y del crío en las gradas. Los niños eran de la pívot, Sancia, una chica desgarbada de dieciséis años que, pese a medir casi dos metros de estatura, parecía un bebé. En teoría, los niños estaban al cuidado de su novio, pero éste se limitaba a sentarse hoscamente a su lado, con los auriculares del Discman en los orejas, tan ajeno a sus hijos como a lo que sucedía en la pista.

También procuraba que Marcena Love no me distrajera, aunque su mera presencia bastaba para dar cuerda a mi equipo, intensificando el ritmo de los insultos así como el del entrenamiento. No se trataba de que Marcena fuese una cazatalentos ni una entrenadora o que supiese siquiera gran cosa acerca del juego, pero el equipo era ferozmente consciente de su presencia.

Había llegado conmigo, impecable con sus pantalones elásticos de Prada y un enorme bolso de cuero al hombro; la presenté brevemente: era inglesa, era periodista, quería tomar unas cuantas notas y tal vez hablar con alguna de las chicas durante los descansos.

Se habrían derretido por ella de todos modos, pero al enterarse de que había entrevistado a Usher en el estadio de Wembley se pusieron a chillar de excitación.

– ¡Hable conmigo, señorita, hable conmigo!

– No le haga caso, es la mayor embustera del South Side.

– ¿Quiere sacarme una foto haciendo mi tiro en suspensión? Voy a jugar en la liga nacional este año.

Tuve que emplear una palanca para despegarlas de Love y hacerlas volver a la pista. Incluso mientras se elegían los equipos y los turnos de lanzamiento mantenían un ojo puesto en ella.

Sacudí la cabeza: yo misma estaba prestando demasiada atención a Love. Intercepté una pelota de April Czernin, otra prometedora alero, y traté de mostrarle cómo retroceder hacia el pasillo de tiros libres, volviéndome en el último instante para efectuar el lanzamiento saltando hacia atrás que hiciera famoso Michael Jordán. Al menos encesté, lo cual siempre es un plus cuando intentas lucirte con una jugada. April repitió el lanzamiento unas cuantas veces mientras otra jugadora se quejaba:

– ¿Por qué la dejas seguir mientras yo me quedo sin tiempo, entrenadora?

Que me llamasen «entrenadora» todavía me desconcertaba. No quería acostumbrarme, aquello sólo era temporal. De hecho, esperaba conseguir una empresa patrocinadora esa misma tarde, alguien dispuesto a pagar una buena suma para contratar a un profesional, o al menos a un semiprofesional, que se hiciera cargo del equipo.

Cuando hice sonar el silbato para poner fin al calentamiento libre, Theresa Díaz se plantó ante mí.

– Entrenadora, tengo el período.

– Fantástico -dije-. Eso significa que no estás embarazada.

Se sonrojó y frunció el entrecejo: pese a que casi el quince por ciento de sus compañeras estaban encinta, las chicas se aturullaban y avergonzaban cuando se hablaba de su cuerpo.

– Entrenadora, tengo que ir al lavabo.

– De una en una; ya conoces las reglas. Cuando Celine regrese, irás tú.

– Pero, entrenadora, mis pantalones se… ya sabe…

– Puedes aguardar en el banquillo hasta que Celine regrese -dije-. Las demás: poneos en dos filas; vamos a practicar bandejas y rebotes.

Theresa soltó un suspiro exagerado y caminó con afectación hasta el banquillo.

– ¿Qué sentido tiene semejante abuso de autoridad? ¿Acaso humillando a una chica conseguirá que sea mejor jugadora?

La voz clara y aguda de Marcena fue lo bastante alta como para que las dos chicas que estaban más cerca dejaran de pelear por la pelota y aguzaran el oído.

Josie Dorrado y April Czernin desplazaron su atención de Love a mí para ver cómo iba a responder. No podía, ni debía, perder los estribos. Al fin y al cabo, tal vez sólo fuesen imaginaciones mías que Love se estuviera metiendo donde no la llamaban para sacarme de quicio.

– Si quisiera humillarla, iría con ella al lavabo para comprobar si realmente tiene el período. -También lo dije en voz lo bastante alta como para que el equipo me oyera-. Hago como que me lo creo porque podría ser verdad.

– ¿Sospechas que en realidad sólo quiere fumarse un cigarrillo?

Bajé la voz.

– Celine, la chica que se ha esfumado durante la pausa de hace cinco minutos, me está desafiando. Es una de las cabecillas de los South Side Pentas, y Theresa, una de sus seguidoras. Si Celine logra montar una pequeña reunión de la banda en el vestuario, tendrá el control del equipo. -Hice chasquear los dedos-. Por descontado, podrías acompañar a Theresa y tomar notas de todas las ideas y deseos de niña que comparte con Celine. Eso las animaría lo indecible, y así podrías informar sobre cómo son los lavabos de las escuelas públicas en el South Side de Chicago comparados con lo que hayas visto en Brixton y en Bagdad.

Love abrió mucho los ojos y me desarmó con su sonrisa.

– Perdón. Conoces bien a tu equipo. Pero pensaba que el deporte tenía como meta mantener a las chicas apartadas de las bandas.

– ¡Josie! ¡April! Dos filas, una lanza, otra al rebote, ya sabéis cómo va.

Vigilé hasta que las chicas formaron las filas y comenzaron a lanzar.

– Se supone que el baloncesto también sirve para que no se queden embarazadas -señalé con un ademán hacia las gradas-. Tenemos una mamá entre dieciséis adolescentes en un instituto donde casi la mitad de las chicas tienen bebés antes del último curso, así que está dando resultado para la mayoría de ellas. Y sólo tenemos tres miembros de bandas, que yo sepa, en el equipo. El South Side es el vertedero de la ciudad. De ahí que el gimnasio esté hecho una ruina, que la mitad de las chicas carezca de uniforme y que tengamos que suplicar para tener suficientes pelotas para entrenar como es debido. Se va a necesitar mucho más que baloncesto para mantener a estas chicas apartadas de las drogas, la delincuencia o una maternidad precoz, por no hablar de que no abandonen el instituto.

Di la espalda a Love y organicé a las chicas en una fila para que corrieran hacia la canasta y lanzaran desde debajo, de modo que la siguiente en la fila pudiera coger el rebote. Practicamos tiros desde el área restringida y desde fuera del perímetro de triples, así como ganchos, tiros en suspensión, mates, etcétera. Hacia la mitad de los ejercicios, Celine entró tan campante en la cancha. No le dije nada sobre los diez minutos que había estado fuera; me limité a ponerla al final de una de las filas.

– Tu turno, Theresa -dije alzando la voz.

Echó a andar hacia la puerta y farfulló:

– Creo que puedo aguantar hasta que acabe el ejercicio, entrenadora.

– No te arriesgues -le advertí-. Más vale perder otros cinco minutos de ejercicios que correr el riesgo de pasar vergüenza.

Volvió a sonrojarse e insistió en que estaba bien. La puse en la fila donde no estaba Celine y miré a Marcena Love para ver si nos había oído; la periodista volvió la cabeza y aparentó interesarse en el juego que se desarrollaba debajo de la canasta que tenía delante.

Sonreí para mis adentros: un tanto para la pendenciera del South Side. Aunque las riñas callejeras no eran la herramienta más útil contra Marcena Love: tenía un arsenal lleno de cosas que me sobrepasaban. Como el flacucho (vale, de acuerdo, esbelto) cuerpo musculoso que ceñían sus Prada. O el hecho de que conociera a mi amante desde sus tiempos en el Cuerpo de Paz. Y había estado con Morrell en Afganistán el verano anterior. Y se había presentado en su apartamento de Evanston hacía tres días mientras yo estaba en South Chicago con la entrenadora McFarlane.

Cuando esa noche llegué a su casa, encontré a Marcena sentada en su cama, inclinada su cabeza leonada, mirando fotografías con él. Morrell se estaba recobrando de unas heridas de bala que todavía le obligaban a pasar mucho rato tendido, de modo que no era nada sorprendente que estuviera en cama. Pero la imagen de una desconocida, precisamente una con el porte y la desenvoltura de Marcena, inclinada sobre él (a las diez de la noche) me sentó como un tiro.

Morrell tendió la mano para tirar de mí y darme un beso antes de presentarnos: Marcena, una vieja amiga periodista, recién llegada para escribir una serie de artículos para el Guardian, había llamado desde el aeropuerto y ocuparía la habitación libre durante una semana aproximadamente mientras se familiarizaba con la ciudad. Victoria, detective privado, entrenadora suplente de baloncesto, oriunda de Chicago, te ayudará a orientarte. Sonreí con toda la buena voluntad que fui capaz de reunir y procuré no pasar los tres días siguientes preguntándome qué estarían haciendo mientras yo daba vueltas por la ciudad.

No es que tuviera celos de Marcena. Por supuesto que no. Yo era una mujer moderna, a fin de cuentas, y feminista, además, y por tanto no competía con otras mujeres por el afecto de ningún hombre. Pero Morrell y Love tenían esa intimidad que sólo da un largo pasado en común. Cuando se ponían a reír y charlar me sentía excluida. Y, bueno, de acuerdo, también celosa.

Una riña debajo de una de las canastas me recordó que debía permanecer atenta a la cancha. Como de costumbre, quienes reñían eran April Czernin y Celine Jackman, mi descarada pandillera. Se trataba de las dos mejores jugadoras del equipo, pero encontrar la manera de que jugasen juntas era otro de los muchos y agotadores desafíos que me planteaban las chicas. En momentos como ése, era una suerte que yo misma hubiese sido una pendenciera. Las separé y organicé los equipos para el partidillo.

A las tres y media hicimos una pausa, y para entonces todo el mundo sudaba copiosamente, incluida yo. Durante el descanso pude ofrecer Gatorade al equipo gracias al donativo de la empresa de un cliente mío. Mientras las demás chicas bebían, Sancia Valdez, mi pívot, subió a las gradas para asegurarse de que su bebé había tomado el biberón y mantener alguna clase de conversación con el padre de la criatura; hasta entonces yo sólo le había oído mascullar cosas ininteligibles.

Marcena se puso a entrevistar a unas cuantas chicas elegidas al azar, o quizá por su color: una rubia, una latina, una afroamericana. Las demás gritaban a su alrededor, muertas de envidia.

Reparé en que Marcena las estaba grabando sirviéndose de un pequeño artefacto rojo muy ingenioso, del tamaño y forma de una pluma estilográfica. Había despertado mi admiración la primera vez que lo vi: era un aparatito digital, cómo no, y podía almacenar hasta ocho horas de conversación en su minúscula cabeza. Y salvo si ella avisaba, nadie se enteraba de que le estaban grabando. No había dicho a las chicas que iba a grabar la entrevista, pero opté por quitarle hierro al asunto: muy probablemente se sentirían halagadas, no ofendidas.

Dejé que transcurriera un cuarto de hora, regresé a la cancha y comencé a dibujar recorridos de juego. Marcena fue comprensiva; cuando vio que el equipo prefería hablar con ella que escucharme a mí, guardó la grabadora y dijo que seguiría después del entrenamiento.

Envié dos equipos a la pista para un partidillo en toda regla. Marcena estuvo mirando un rato y luego subió por las desvencijadas gradas hasta donde estaba el novio de mi pívot. El chaval se sentó más erguido y al cabo de un momento incluso parecía hablar con auténtica vivacidad. Eso distrajo a Sancia de tal modo que falló un pase rutinario y dejó que el equipo contrario se anotara un tanto fácil.

– La cabeza en el juego, Sancia -grité en mi mejor imitación de la entrenadora McFarlane, pero aun así me alivió que la periodista bajara de las gradas y saliera sin ninguna prisa del gimnasio: todo el mundo centró su interés en lo que estaba sucediendo en la cancha.

La noche anterior, durante la cena, cuando Marcena propuso acompañarme esa tarde, traté de disuadirla. South Chicago queda muy lejos de cualquier parte y le advertí que si se aburría no podría tomarme un descanso para acompañarla al centro.

Love se había reído.

– Tengo un umbral de aburrimiento muy alto. ¿Sabes la serie que estoy haciendo para el Guardian sobre la América que los europeos no ven? Tengo que comenzar por alguna parte, y ¿quién podría ser más invisible que las chicas a las que entrenas? Tú misma dices que nunca llegarán a ser estrellas olímpicas ni ganarán un Nobel, proceden de barrios deprimidos, tienen bebés…

– O sea, igual que las chicas del sur de Londres -la había interrumpido Morrell-. A mí no me parece que ahí tengas una gran historia, Love.

– Pero es posible que ver ese sitio me la sugiera -replicó ella-. Quizás un perfil de una detective americana que regresa a sus raíces. A todo el mundo le gustan las historias de detectives.

– Podrías seguir al equipo -convine fingiendo entusiasmo-. Sería como uno de esos dramones en los que un puñado de chicas que ni siquiera tienen uniformes se reúnen bajo mi inspirado liderazgo para ser campeonas del estado. Pero ten claro que la sesión de entrenamiento dura dos horas, y luego tengo una cita con un empresario de la zona. Es lo más cutre de la ciudad; si finalmente te aburres, no tendrás gran cosa que hacer.

– Siempre puedo marcharme -dijo Love.

– ¿A las calles que tienen el índice de asesinatos más alto de la ciudad?

Volvió a reír.

– Acabo de llegar de Bagdad. He estado en Sarajevo, en Ruanda y en Ramala. Me cuesta creer que Chicago sea más aterrador y peligroso que cualquiera de esos sitios.

Me mostré de acuerdo, por supuesto. Lo había dicho porque Love me caía mal (porque estaba celosa, o insegura, o tan sólo por ser una pendenciera del South Side resentida). Si el equipo conseguía figurar en la prensa, aunque fuese en el extranjero, quizás alguien le prestara atención y me echara un cable en mi búsqueda de un patrocinador.

A pesar de su displicente convicción de haber sabido cuidar de sí misma en Kabul y en la Franja de Gaza, Love languideció un poco cuando llegamos al instituto. El propio barrio basta y sobra para que a cualquiera le vengan ganas de llorar; al menos a mí me vienen esas ganas. Dos semanas antes, la primera vez que pasé por delante de mi antigua casa, no pude evitar que se me saltaran las lágrimas. Las ventanas estaban clausuradas con tablas, y las malas hierbas tapaban el jardín donde mi madre había cultivado con infinita paciencia una bocea di leone gigante y una camelia japonesa.

El edificio del instituto, con su basura y sus grafitti, sus ventanas rotas y sus cadenas de cinco centímetros de grosor que cierran, entre pilones, todas las entradas menos una, amilana a todo el mundo. Incluso cuando te has acostumbrado a las cadenas y la basura y piensas que ya ni las ves, te siguen pesando. Alumnos y profesores por igual acaban deprimidos y agresivos al cabo de cierto tiempo en semejante lugar.

Marcena había guardado un inusitado silencio mientras mostrábamos nuestros carnés al guardia, limitándose a murmurar que estaba acostumbrada a esos trámites en Gaza y en Irak, pero que no se había dado cuenta de que los norteamericanos supieran qué se siente al tener fuerzas de ocupación en su propio país.

– Los polis no son fuerzas de ocupación -espeté-. Ese papel le corresponde a la pobreza implacable que sufrimos por aquí.

– Los polis son fuerzas de ocupación sea cual sea el poder que los pone a vigilar una comunidad -replicó Love, pero aun así fue muy comedida hasta que conoció al equipo.

Cuando se hubo marchado del gimnasio, incrementé el ritmo de los ejercicios pese a que varias jugadoras se negaban hoscamente a obedecer, quejándose de que estaban agotadas y aduciendo que la entrenadora McFarlane no les hacía trabajar tanto.

– A mí no me tomaréis el pelo -grité-. McFarlane fue mi entrenadora: ella me enseñó estos ejercicios.

Las puse a practicar pases y rebotes, sus puntos más débiles. Ubiqué a las rezagadas debajo de las canastas; dejaban que las pelotas rebotaran porque no les daba la gana de hacer el esfuerzo de interceptarlas. Celine derribó a una de ellas. Aunque en el fondo yo deseaba hacer lo mismo, tuve que enviar a Celine al banquillo y amenazarla con una expulsión temporal del equipo si seguía buscando pelea. Me sentó fatal tener que hacer eso, porque ella y April, junto con Josie Dorrado, eran nuestra única esperanza para formar un equipo capaz de ganar unos cuantos partidos. Siempre y cuando mejorasen su juego. Siempre y cuando buena parte de las demás se pusiera a trabajar de verdad. Siempre y cuando todas ellas siguiesen acudiendo a entrenar, no se quedasen preñadas, no las matasen de un tiro y consiguieran las zapatillas de reglamento y demás equipo que necesitaban. Y siempre y cuando Celine y April no acabaran a tortazo limpio antes de empezar la temporada.

De repente, el nivel de energía aumentó en el gimnasio y supe sin mirar el reloj que nos quedaban quince minutos de entreno. A esa hora los amigos y familiares aparecían y aguardaban al equipo. Pese a que la mayoría de chicas iban a casa por su cuenta, todo el mundo jugaba mejor delante de un público.

Aquella noche, para mi sorpresa, fue April Czernin quien apretó más el ritmo: se puso a encestar rebotes con la fiereza de Teresa Weatherspoon. Me volví para ver ante quién se estaba luciendo y vi que Marcena Love había regresado junto con un hombre que debía de tener más o menos mi edad. Había sido apuesto hasta hacía muy poco, y sin duda merecía una segunda mirada. Él y Love reían con ganas y la mano derecha de él estaba a apenas un milímetro de la cadera de ella. Cuando April vio que la atención del hombre era para Marcena, lanzó la pelota contra la canasta con tal violencia que el rebote arreó un buen golpe a Sancia en la cabeza.

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