Capítulo 1

Recuerdos del pasado

Volver a South Chicago siempre me ha causado la impresión de un regreso a la muerte. Todas las personas a las que más amé, esos afectos tan intensos de la infancia, habían muerto en ese barrio limítrofe del sudeste de la ciudad. Es verdad que el cuerpo de mi madre y las cenizas de mi padre reposan en otra parte, pero allí había cuidado de ambos durante sus dolorosas enfermedades. Mi primo Boom-Boom, próximo como un hermano, en realidad, más próximo que un hermano, había sido asesinado allí quince años antes. En mis pesadillas, el humo amarillo de las plantas de laminación de acero me sigue nublando la vista, pero las gigantescas columnas de humo que dominaban el paisaje de mi infancia ahora ya no son más que fantasmas.

Después del funeral de Boom-Boom prometí no regresar jamás; sin embargo, tales juramentos suelen ser presuntuosos; no se pueden cumplir. Aun así, intento hacerlo. Cuando mi antigua entrenadora de baloncesto me llamó para rogarme, o tal vez para ordenarme, que la sustituyera mientras la operaban de un cáncer, contestar «no» fue un acto reflejo.

– Victoria, el baloncesto te sacó de este barrio. Estás en deuda con las chicas que siguen tus pasos. Merecen una oportunidad como la que tú tuviste.

No fue el baloncesto sino el empeño de mi madre en que tuviera una educación universitaria lo que me sacó de South Chicago, repliqué. Y mis notas de acceso fueron condenadamente buenas. Pero tal como señaló la entrenadora McFarlane, la beca por méritos deportivos que me concedió la Universidad de Chicago tampoco me vino mal.

– Aunque así sea, ¿por qué el instituto no contrata a un suplente? -pregunté con terquedad.

– ¿Piensas que me pagan por entrenar? -alzó la voz indignada-. Esto es el Bertha Palmer High, Victoria. Es South Chicago. No tienen recursos y además están de auditoría, lo cual significa que hasta el último centavo se destina a preparar a los chavales para las pruebas oficiales. Sólo porque mi trabajo es voluntario mantienen vivo el programa para las chicas, y apenas alcanzamos a sostener las constantes vitales, tal como están las cosas: tengo que andar pidiendo dinero por ahí para pagar los uniformes y el equipo.

Mary Ann McFarlane me había enseñado latín además de baloncesto; y también tuvo que ponerse al día en geometría cuando el instituto dejó de dar clases de lenguas excepto las de inglés y español. Pese a todos los cambios, siguió entrenando al equipo femenino de baloncesto. Yo no había sido consciente de nada de aquello hasta que ella misma me lo contó aquella tarde.

– Sólo son dos horas, dos días por semana -agregó.

– Más una hora de viaje de ida y otra de vuelta -repuse-. No puedo asumirlo: tengo una agencia de investigación muy activa, trabajo sin ayudantes, cuido de un amante cosido a balazos en Afganistán. Y encima tengo que ocuparme de mi casa y de mis dos perros.

La entrenadora McFarlane no se dejó impresionar; todo aquello no eran más que burdas excusas.

– Qaotidie damnatur qui semper timet -dijo con acritud.

Tuve que recitar la frase varias veces antes de poder traducirla: «Quien siempre tiene miedo se condena a diario».

– Sí, es posible, pero llevo décadas sin practicar el baloncesto de competición. Las jovencitas que se unen a nuestros partidos de los sábados en la YWCA tienen un juego más rápido y agresivo que el de mis mejores tiempos. Quizás una de esas veinteañeras tenga un par de tardes libres a la semana para dedicarte. Hablaré con ellas este fin de semana.

– Ninguna de esas jóvenes querrá venir al cruce de la Diecinueve con Houston por nada del mundo -espetó-. Este es tu barrio, estos son tus vecinos, no esos pijos de Lakewood, donde crees que estás escondida.

Aquello me molestó tanto que me disponía a dar por terminada la conversación cuando agregó:

– Sólo hasta que el instituto encuentre a otra persona, Victoria. O a lo mejor ocurre un milagro y yo misma puedo volver.

Así fue como supe que se estaba muriendo. Así fue como supe que iba a tener que regresar a South Chicago una vez más, a emprender un nuevo viaje hacia el dolor.

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