Capítulo 17

Una rana en mis vaqueros

– ¿Qué habrás hecho para tener a un jefe de policía tan enfadado contigo? -preguntó Morrell.

– Nada que no vaya a superar en una o dos décadas. -Apoyé la cabeza en su hombro y cerré los ojos.

– Cree que aquí la amiga hizo que le pegaran un tiro al poli hace cuatro años -intervino el señor Contreras-, cuando para empezar fue culpa suya por no haberla escuchado. Le estuvo bien empleado, si quiere saber mi opinión, porque eso le hizo…

– Nunca es bueno que te disparen. -No soportaba que el señor Contreras celebrara el disparo contra Conrad y nuestra ruptura, y menos aún delante de Morrell-. Y quizá tendría que haber recibido yo esa bala y no él. Sea como fuere, Marcena conseguirá seducirlo y le cambiará el humor.

– Seguro -coincidió mi vecino para acabar de arreglar las cosas-. Tiene la vitalidad de un equipo entero de animadoras.

Morrell soltó una carcajada.

– Es una periodista galardonada, no creo que le gustase verse comparada con una animadora.

– Pero está llena de brío -murmuré-, y sabe cómo conectar con cualquiera.

– Salvo contigo -dijo Morrell.

– Yo soy especial.

Se arrimó más a mí.

– Y eso precisamente es lo que me gusta de ti, ¿sabes?

– Ya, pero podrías aprender algo de ella -dijo el señor Contreras con cara de preocupación-. Mira cómo ha conseguido que el jefe Rawlings comiese de su mano después de que te amenazara.

Me puse tensa pero no dije nada; el anciano me había apoyado tanto durante todo el día que habría sido mezquino por mi parte tomarla con él, y, además, sólo serviría para darle la razón. Levanté la vista y observé que Morrell me miraba sonriente, como si me estuviese leyendo el pensamiento. Le di un golpecito en las costillas y volví a apoyar la cabeza en su hombro.

Finalmente, después de un rato más yendo de aquí para allá por la sala de estar, mi vecino anunció que iba a sacar a los perros.

– Vosotros ahora no estáis en forma más que para ir a la cama -dijo, y acto seguido se sonrojó por la insinuación.

– No se preocupe; dormir es lo único que me veo capaz de hacer. -Le di las gracias por los favores que me había hecho a lo largo del día-. Sobre todo los espaguetis: estaban para chuparse los dedos.

– La vieja receta de Clara -dijo con una sonrisa.

Le llevó otros diez minutos terminar sus objeciones contra Conrad, sus consejos para mi recuperación y su promesa de que interceptaría a Marcena para que no nos despertase cuando volviera.

– Perfecto -dije-. A ver si se montan una buena estrategia para el hipódromo de Arlington que les solucione la vida. Entretanto, Morrell y yo diseñaremos una estrategia para curar nuestros maltrechos cuerpos.

Dormimos a pierna suelta, al menos por turnos. Me levanté un momento para hablar con Marcena, que subió la escalera pese a los esfuerzos del señor Contreras por mantenerla alejada, para llevarse a Morrell. Morrell salió renqueando del dormitorio en vaqueros para decir que se quedaría conmigo hasta que yo misma pudiera llevarle a casa en coche.

Marcena se entretuvo en el umbral para informar de lo bien que lo había pasado con Conrad; le había prometido que la llevaría en una ronda la semana siguiente para que completara su visión del South Side; le darían un chaleco antibalas y todo, sería como estar de nuevo en Kosovo.

Tuve la impresión de que se me iba a prender fuego la piel debido a la intensidad de la energía que emanaba de ella, o quizá fuese cosa de los celos.

– ¿Has podido contarle algo útil de tus correrías nocturnas?

Sonrió.

– Mis ojos no estuvieron escaneando las calles con tanto detenimiento, Vic, pero quería darte las gracias por no haberle dicho nada de Bron; si en By-Smart se enterasen de que me lleva en su camión, podría perder su trabajo.

Estuve en un tris de dar un respingo: no podía creer que me hubiese olvidado hasta tal punto de April Czernin.

– ¿Cuándo hablaste con Bron por última vez? -pregunté-. ¿Ayer? ¿Sabe lo de April?

– ¿April? Ah, su hija, claro; Morrell me lo contó. No puede recibir llamadas personales a su móvil: pertenece a la empresa y controlan todas las llamadas que hace y recibe, así que no intenté ponerme en contacto con él. Además, iba de camino a casa, de modo que imagino que su esposa se lo habrá contado.

– ¿No intentaste ponerte en contacto con él? -me fue imposible disimular mi azoramiento-. ¿Aun habiéndote enterado de que su hija estaba al borde de la muerte?

– No creo que le hubiera servido de mucho enterarse de cuarta mano, a través del hospital, de ti, de Morrell y de mí. O el que su esposa hablara conmigo en caso de haberla llamado.

Hablaba con desdén, como una directora de colegio molesta con las malas notas de un estudiante poco prometedor, pero al menos dejó de mostrarse tan dicharachera.

– No me extraña que Sandra Czernin arrastre mi nombre por el fango. Soy la persona que presentó a su marido a la mujer con quien ha estado saliendo.

Le cerré la puerta en las narices, pero tuve que volver a abrirla un segundo después: Peppy y Mitch habían seguido a Marcena escaleras arriba y si bien Mitch, como todos los machos que conocía, se pegaba a Marcena, Peppy quería entrar conmigo. Observé con rabia el modo en que Mitch movía la cola y cogí el teléfono.

Una vez más me respondió la voz poco natural de Sandra en el contestador automático; supuse que al menos ella estaría en el hospital; a saber dónde andaría Bron. Dejé un mensaje explicando que había resultado herida en la explosión de Fly the Flag y pidiendo a Sandra que me llamara para informarme sobre el estado de April.

Todavía estaba atontada por la anestesia y mi larga jornada con Conrad, pero Morrell aseguró que ya había dormido bastante por el momento. Se instaló en el sofá con Peppy y su nuevo ordenador portátil. Estaba trabajando en el libro para el que investigaba cuando le alcanzaron los tiros. Le habían robado el ordenador mientras yacía desangrándose en un camino de tierra de Afganistán; tenía copias de seguridad de casi todos sus archivos en un lápiz de memoria, pero aún quedaba material para reconstruir, notas que había tomado poco antes de que le hirieran y que no había tenido tiempo de organizar o copiar.

Volví a meterme en la cama, pero dormí de manera irregular, el dolor del hombro me despertaba con un sobresalto cada vez que cambiaba de postura. A la una y media abrí los ojos y advertí que estaba sola en la cama; Morrell seguía trabajando. Me levanté, saqué la botella de Armagnac y llené sendas copas rojas venecianas que habían sido de mi madre. Morrell me dio las gracias, pero no apartó la vista de la pantalla: estaba totalmente absorto en la reconstrucción de sus notas. Mientras él escribía, yo miré a William Powell y Myrna Loy corriendo por San Francisco para resolver crímenes con su leal terrier Asta.

– Myrna Loy resolvía crímenes con trajes de noche y tacones altos; a lo mejor ése es mi problema: paso demasiado tiempo con vaqueros y zapatillas de deporte.

Morrell me sonrió con aire ausente.

– Estarías preciosa con uno de esos vestidos de los años cuarenta, Vic, pero seguramente tropezarías cada dos por tres al perseguir a gente por los callejones.

– ¿Y qué me dices de Asta? -proseguí-. ¿A qué se debe que Peppy y Mitch no se las ingenien para encontrar pistas que la gente les tira por las ventanas?

– Más vale que no los animes a hacerlo -murmuró mirando su ordenador con el ceño fruncido.

Me terminé el Armagnac y volví a la cama. Me desperté a las nueve con Morrell profundamente dormido a mi lado. Había sacado el brazo izquierdo de debajo de las sábanas y me quedé un rato sentada mirando la cicatriz irregular que le recorría el hombro allí donde había penetrado una de las balas. Conrad tenía cicatrices parecidas, mas viejas, menos inflamadas, una en la parte inferior del pecho, otra en el vientre. También solía observarlas mientras dormía.

Me levanté bruscamente y trastabillé un poco cuando el dolor me alcanzó, pero conseguí llegar al cuarto de baño sin caerme. Haciendo caso omiso de las instrucciones que me diera la joven doctora, me di una ducha caliente envolviéndome el hombro con una bolsa de la lavandería a fin de proteger la herida. De pronto comprendí que yo también tendría mi pequeña cicatriz, discretamente escondida en mi espalda. Una delicada cicatriz propia de una dama, como la que Myrna Loy podría haber mostrado y aun así resultar atractiva con sus vestidos sin espalda.

Peppy me dio unos golpecitos con el hocico mientras me ponía trabajosamente un sujetador y una blusa. Antes de empezar a preparar el desayuno la dejé salir por la puerta de atrás. Esa mañana tenía previsto ir a la tienda. No había pan. Nada de fruta, ni siquiera una manzana vieja. Ni yogur. Sólo un poco de leche rancia. La vertí en el fregadero y me preparé un café que tomé en el porche trasero, estrechando los brazos para protegerme de la fina neblina, y me comí unas cuantas galletas de centeno para engañar el estómago.

Pasé casi todo el día holgazaneando, llamando a clientes, haciendo lo que podía desde casa con mi portátil, hasta que por fin, entrada la tarde, me aventuré a salir a comprar comida. Había confiado en ir al Bertha Palmer para el entrenamiento pero tuve que llamar al colegio para cancelarlo. El viernes, para mi fastidio, aún tenía tanta anestesia en el cuerpo que seguía demasiado grogui para hacer gran cosa, pero el sábado me levanté pronto. La idea de pasar un día más encerrada en casa sin hacer nada me provocaba un ataque de nervios.

Morrell todavía dormía. Terminé de vestirme, poniéndome incluso el cabestrillo que me habían dado en el hospital junto con el alta, y escribí una nota que dejé apoyada contra el ordenador de Morrell.

Cuando bajé a la calle, el señor Contreras se alegró de verme pero mostró su contrariedad cuando le anuncié que iba dar una vuelta con Peppy. Aunque está muy bien adiestrada y me sigue sin tirar de la correa, él opinaba que debería pasar el fin de semana en la cama.

– No voy a hacer ninguna tontería, pero me volveré loca si me quedo en casa. Ya llevo casi tres días en cama y eso sobrepasa con creces mi capacidad de no hacer nada.

– Ya, ya, nunca has hecho caso de lo que te he dicho, ¿por qué ibas a comenzar ahora? ¿Qué vas a hacer cuando te encuentres en la autopista y ese hombro tuyo no te deje hacer girar el volante lo bastante deprisa para apartarte del camino de algún chiflado?

Le pasé el brazo bueno por los hombros.

– No pienso meterme en la autopista. Sólo iré a la Universidad de Chicago, ¿de acuerdo? No pasaré de setenta por hora y me quedaré en el carril derecho tanto a la ida como a la vuelta.

Contándole mis planes sólo conseguí aplacarlo un poco, pero él sabía que iba a irme tanto si refunfuñaba como si no; me dijo entre dientes que él sacaría a Mitch a pasear y me dio con la puerta en las narices.

En cuanto llegué a la acera recordé que mi coche seguía en South Chicago. Estuve a punto de pedirle al señor Contreras que se encargara de Peppy, pero no me vi con ánimos de enfrentarme a él otra vez. Como está prohibido llevar perros en transporte público, bajé hasta Belmont a probar suerte con los taxis. El cuarto que detuve estuvo dispuesto a llevarme hasta el lejano South Chicago con un perro. El conductor era de Senegal, según me explicó durante la carrera, y tenía un rottweiler que le hacía compañía, así que no le importaba que Peppy dejara la tapicería cubierta de pelos rubios. Se interesó por mi brazo en cabestrillo y chasqueó la lengua con preocupación cuando le conté lo ocurrido. A cambio le pregunté cómo era que estaba en Chicago, y escuché una larga historia sobre su familia y sus optimistas esperanzas de que su estancia en la ciudad los hiciera ricos.

Mi Mustang seguía en Yates, donde lo había aparcado el martes por la noche. Había tenido suerte: conservaba las cuatro ruedas, y las portezuelas y ventanillas estaban intactas. El taxista tuvo la gentileza de aguardar con el motor en marcha a que Peppy y yo estuviésemos dentro de mi coche.

Conduje hasta South Chicago Avenue para ver los restos de Fly the Flag. La fachada seguía más o menos intacta, pero faltaba un trozo bastante grande de la pared trasera. Había fragmentos de bloques de hormigón desparramados por doquier, como si un gigante borracho hubiese metido la mano por la ventana para arrancar pedazos del edificio. Anduve resbalando sobre ceniza y los restos de las telas y lonas que habían ardido en el incendio. Con el brazo en cabestrillo, mantener el equilibrio no era tarea fácil, y terminé tropezando con una varilla de acero que sobresalía del hormigón, aunque me las ingenié para aterrizar sobre el hombro sano. El dolor hizo que se me saltasen las lágrimas. Si me lastimaba el brazo derecho ya no podría conducir, lo cual supondría que el señor Contreras no se cansaría de repetir «ya te lo dije» hasta la saciedad.

Me quedé tumbada sobre los escombros, mirando el cielo plomizo, flexionando el brazo y el hombro derechos. No era más que una magulladura, nada que no pudiera ignorar si me lo proponía. Me volví y me senté en uno de los bloques de hormigón, revolviendo distraídamente los restos que me rodeaban: trozos de cristal, un rollo entero de tela milagrosamente intacto, fragmentos alabeados de metal que quizás habían sido carretes, una jabonera de aluminio con forma de rana…

Un momento… Resultaba muy extraño encontrar algo así en semejante lugar, a menos que el cuarto de baño se hubiese hecho añicos y aquello hubiese volado hasta el almacén de telas. Pero el cuarto de baño de la fábrica era un agujero repugnante: no recordaba haber visto nada tan caprichoso como una jabonera en forma de rana. Me la metí en un bolsillo del chaquetón y me puse de pie. Menos mal que para aquella aventura en concreto llevaba vaqueros y zapatillas en lugar de un traje de noche sin espalda: los vaqueros podían meterse en la lavadora.

Me acerqué hasta la pared trasera, pero el aspecto ruinoso del interior me quitó las ganas de entrar a explorar. La fachada estaba intacta, pero el fuego había comenzado en la parte de atrás, en el lado del edificio que daba a la autopista y no se veía desde la calle. Podría haber penetrado trepando hasta el muelle de carga pero para eso necesitaba los dos brazos, y sentí una punzada tremenda en el hombro al intentarlo.

Regresé al coche frustrada por mi restringida movilidad y me dirigí al norte procurando ir despacio para poder conducir con una sola mano. Cuando llegué a Hyde Park aparqué frente al campus de la Universidad de Chicago y dejé que Peppy persiguiera ardillas durante un rato. A pesar del frío, bastantes estudiantes estaban sentados al aire libre con vasos de café y libros de texto. Peppy efectuó la ronda de rigor mostrando a la gente aquella mirada suya tan conmovedora que parecía decir: «Puedes dar de comer a este perro o volver la página». Antes de que la llamara al orden logró gorronear medio bocadillo de mantequilla de cacahuete.

Una vez que la hube encerrado de nuevo en el coche me dirigí a la vieja facultad de Ciencias Sociales para sacudirme la ceniza de la ropa y lavarme las manos: no podía ir a ver a April como un demonio necrófago salido de Halloween. Al volverme para salir, vi el tajo en el hombro de mi chaquetón de cuando lo cortaron en la sala de urgencias. No parecía un demonio necrófago, pero sí una pordiosera.

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