Capítulo 31

Heridos leves

Mi oficina tenía un triste aire de abandono, como si nadie hubiese estado allí dentro durante meses. Mis pasos resonaban en el suelo y parecían rebotar en las paredes y los techos. Aunque había pasado por ella hacía dos días, lo cierto era que últimamente no estaba yendo a trabajar; sólo me dejaba caer ante mi escritorio entre caminatas a través de ciénagas.

Mi compañera de arriendo, Tessa, que es escultora, estaba de vacaciones en Australia. Dejé su correo en su mesa de dibujo. Su espacio de trabajo estaba meticulosamente ordenado, cada herramienta colgada en su sitio en un tablero, los esbozos guardados en cajones etiquetados, el soplete y las láminas de metal cuidadosamente tapados con telas para protegerlos del polvo. Todo un contraste con mi lado, reino de carpetas apiladas en los bordes de las mesas y material de oficina que parece emigrar a su antojo.

En cierto modo, mi espacio es demasiado grande, los techos demasiado altos, tal como suelen serlo en estos almacenes antiguos. Me había hecho poner falsos techos en algunos lugares, pero las ventanas rodeaban todo el perímetro en lo más alto; me había faltado dinero para derribar una pared para que entrara la luz natural. Sí que coloqué tabiques para dar una escala más humana al conjunto, creando cubículos separados, con mi escritorio en uno, el material de oficina y las impresoras en otro y una cama para cuando necesitaba descansar lejos de casa en un tercero, aunque era en la gran sala del extremo occidental donde hacía casi todo el trabajo real.

Hay un rincón con un sofá y varías butacas donde tengo las reuniones informales con los clientes, una tarima con pantalla para presentaciones más formales, una mesa larga donde planifico los trabajos en curso, un escritorio para mi ayudante, si alguna vez me pongo a buscar en serio una persona para contratarla a jornada completa. Miré los montones de papeles que había encima de la mesa larga y decidí que todavía no estaba preparada para enfrentarme a ellos.

Bajé a la esquina para dejar el chaquetón en la tintorería. Ruby Choi, que ha limpiado salsa de espaguetis de faldas de seda y alquitrán de pantalones de lana me miró dubitativamente.

– Este abrigo ha pasado demasiado. Intento, hago posible, pero no prometo nada. Cuidas más tu ropa, haces mi trabajo mucho más fácil, Vic.

– Ya, es lo mismo que el médico dice a propósito de mi cuerpo, que, lo creas o no, tiene un aspecto bastante peor que el abrigo.

Mientras subía por Oakton me detuve a tomar un capuchino y me compré un inmenso ramo de flores, unas cosas rojas, grandes y picudas que destacarían incluso en mi almacén. ¡Qué bien que hayas vuelto, V. I., te echábamos de menos!

El fax de Cheviot Labs me estaba aguardando tal como Sanford Rieff me había prometido. Había inspeccionado la jabonera con forma de rana desde sus ojos saltones hasta sus regordetes pies. Estaba fabricada en China, qué sorpresa, con una aleación de peltre en cuya superficie rugosa no se marcaban bien las huellas digitales. Debajo de las manchas de humo, Sanford había conseguido detectar grasa procedente de unos dedos humanos; quizá fuese posible sacar una muestra de ADN, auque no se mostraba optimista al respecto.

La jabonera propiamente dicha era la espalda de la jabonera en forma de rana, que había sido vaciada y tenía un agujero de drenaje. Alguien había puesto un tapón de goma en el agujero y luego vertido ácido nítrico en el recipiente. El ácido había quemado el tapón pero quedaban rastros derretidos en el conducto de drenaje.

«El ácido nítrico disuelve el jabón -concluía Sanford-, así que no había residuos de jabón en el cuenco de la jabonera, pero tomé algunas muestras de los costados; quienquiera que la usara para su propósito original gastaba un jabón con un perfume muy fuerte de rosa, seguramente Adorée, una marca barata que venden en casi todas las cadenas de perfumerías y en las tiendas de gangas. Tengo la jabonera en forma de rana a buen recaudo en una caja de especímenes. Hazme saber si quieres que te la devolvamos o si debemos guardarla hasta que sea necesaria como prueba».

Me quedé mirando el fax, deseosa de que significase algo más que lo que decía. ¿Qué hacía la jabonera en forma de rana en Fly the Flag? ¿Por qué tenía rastros de ácido nítrico? A lo mejor el ácido se usaba para la manufactura de banderas. A lo mejor servía para disolver cola, o alguna otra cosa, y alguien intentó usar la jabonera en forma de rana como recipiente pero el ácido quemó el tapón de goma.

Mi valiosa pista no parecía significar gran cosa pero aun así fui a mi escritorio y rotulé etiquetas para un conjunto de carpetas: Fly the Flag, Incendio Provocado, By-Smart, Billy, y metí el informe del laboratorio de Rieff en la carpeta de Fly the Flag. Eso resultó productivo. De pie ante mi mesa de trabajo, cerré los ojos procurando visualizar la parte trasera de la planta, donde había comenzado el fuego. Sólo había estado dentro dos veces, y ambas por muy poco tiempo. Allí abajo estaban las máquinas, la sala de secado, el almacén de las telas. Hice un bosquejo aproximado; no recordaba suficientes detalles pero estaba bastante segura de que el núcleo del incendio estaba en la sala de secado, no en el almacén de telas.

R-A-T-A-S escribí despacio. Pegamento. Los sabotajes anteriores contra la fábrica habían ralentizado la producción sin obligar a cerrarla. ¿Era el incendio un acto final porque Zamar no había hecho caso de las advertencias? ¿O acaso sólo se trataba de una advertencia más pero se les había ido la mano? El granuja a quien sorprendí en Fly the Flag dos semanas antes, aquel chavo banda que Andrés había ahuyentado de la obra donde trabajaba, era la clave. Tenía que encontrarle. Y no me vendría mal que alguien corroborase lo que había sucedido en ese incendio.

Volví a llamar a Cheviot Labs para ver si estaba Sanford Rieff. Esta vez lo encontré en su despacho. Tras agradecerle el informe y pedirle que guardara la jabonera en forma de rana en su caja fuerte, le pregunté si disponía de un perito electricista o un experto en incendios provocados que pudiera reunirse conmigo en Fly the Flag sin tardar demasiado.

– Me gustaría que un experto inspeccionara los cables conmigo para ver si es posible esclarecer dónde y cómo comenzó el fuego. La policía no se está empleando muy a fondo en este asunto.

¿Y por qué debía hacerlo yo por menos dinero aún que los polis? Me imaginé la conversación con mi contable. Porque mi orgullo profesional estaba herido: había estado observando cuando la fábrica comenzó a arder. ¿Qué debería haber visto si hubiese prestado más atención?

Por supuesto, Cheviot tenía justo el experto que necesitaba; haría que me telefoneara para fijar una cita. Para mi información, la empresa facturaba su tiempo a doscientos dólares la hora. Era bueno saberlo; era bueno saber que estaba invirtiendo miles de dólares en una investigación para la que no me habían contratado, al tiempo que desatendía el negocio que me aseguraba la subsistencia.

Si no terminaba tres comprobaciones de antecedentes para Darraugh Graham, mi cliente más importante, no tardaría en verme bajo un puente alimentándome con comida para gatos, y ni siquiera de la buena. Me daba golpecitos en los dientes con el lápiz buscando la manera de reorganizar aquel lío cuando de pronto me acordé de Amy Blount. Se había doctorado en Económicas hacía cosa de un año; mientras buscaba un empleo fijo de profesora, a veces realizaba tareas de investigación para mí, entre otros trabajos ocasionales que encontraba. Por suerte estaba libre y dispuesta a poner un poco de orden en mi oficina durante unos días. Acordamos en vernos a las nueve de la mañana para ponerla al día de mis casos.

Anduve sin rumbo por la gran sala. ¿Quién se la tenía jurada a Marcena y por qué? ¿Era culpa de ella que hubiesen agredido a Bron o culpa de Bron que la hubiesen agredido a ella? Cuando hablábamos con Conrad, Morrell había dicho que Marcena se había reunido un par de veces con Buffalo Bill Bysen después de nuestro encuentro inicial tras la plegaria matutina de dos semanas atrás. Seguramente se había valido de las experiencias bélicas imaginarias de su padre como plato fuerte, pero quizá su conversación había tocado algún asunto importante. Buffalo Bill la había armado en mi apartamento y en el servicio religioso del Mount Ararat; podría plantarme en Rolling Meadows y enfrentarme con él por sorpresa.

La idea era bien seductora pero carecía de la información suficiente para hacerle preguntas. Fly the Flag estaba relacionada con By-Smart porque fabricaba banderas para el gigante, primero sábanas y ahora toallas. Me pregunté si Buffalo Bill dedicaba suficiente atención a los pequeños detalles como para estar pendiente de las sábanas o si eso era competencia exclusiva de Jacqui. Podría hablar con Jacqui, en cualquier caso.

Billy el Niño estaba relacionado con Bron y Marcena porque había regalado a Bron su teléfono móvil, y el termo de Morrell, que Marcena estaba usando, había aparecido en el coche de Billy. Billy estaba relacionado con Fly the Flag porque salía con Josie. Había huido con Josie. O eso esperaba. Esperaba que estuviera con él y no… Bloqueé mi mente; no quería imaginar ninguna horrible alternativa.

¿Dónde se habían metido aquellos dos chavales? Quizá Josie se había confiado a April. Cogí el teléfono para llamar a Sandra Czernin y acto seguido decidí que sería más fácil hablar con ella en persona, sobre todo si quería hablar con su hija. Le debía una visita de cortesía; además, era yo quien había encontrado a su marido. Y quería hablar con el pastor Andrés. Ya era hora de que contestara a unas cuantas preguntas. Como, por ejemplo, ¿estaba el chavo banda relacionado con el incendio? ¿Y dónde solía haraganear? Completaría la tarde en South Chicago con una visita a Patrick Grobian. Billy se había reunido con el director del almacén en algún momento antes de desaparecer.

Metí las carpetas etiquetadas dentro de un cajón y recogí lo necesario para pasar una tarde de frío. Llevaba una parka, más voluminosa y mucho menos chic que mi chaquetón marinero, aunque quizá mejor para montar guardia en una esquina una tarde fría. Esta vez me acordé de los guantes, o mejor, de las manoplas: los dedos aún me dolían y estaban demasiado hinchados como para ponerme unos guantes. Si necesitara usar la pistola me vería en un apuro. La llevé conmigo, no obstante; quienquiera que hubiese atacado a Marcena tenía una imaginación espantosa. Prismáticos, guía de teléfonos, bocadillos de mantequilla de cacahuete, un termo de café. ¿Qué más necesitaba? Pilas nuevas para la linterna que el señor Contreras había dejado en mi coche, y mis ganzúas.

Había dicho a Morrell que hoy haría trabajo de oficina; pensé en llamarle para decirle que había cambiado de parecer pero no quería enzarzarme en una prolongada discusión sobre lo que me veía capaz de hacer habida cuenta de mi estado físico. Si era sincera, me vería obligada a admitir que veinticuatro horas en el hospital no habían bastado para que me sintiera plenamente recuperada. Y si fuese lista, me iría a casa y descansaría hasta recobrar mis facultades. Confié en que eso no significase que era mala y estúpida.

– Es un camino largo y polvoriento. Es una carga dura y pesada -canté para mis adentros mientras enfilaba la autovía hacia el sur. Me estaba empezando a hartar de aquella ruta, del cielo plomizo, de los edificios sucios, del tráfico interminable y luego, después de girar hacia el este desde Ryan, el barrio en ruinas que había sido mi hogar.

La salida de la calle Ciento tres está justo al lado del campo de golf donde había encontrado a Marcena y a Bron. Me paré un momento para echar un vistazo, preguntándome por qué los asaltantes habían elegido aquel sitio. Tomé una calle lateral hacia el sur y miré la entrada del campo de golf. La verja se veía muy sólida y continuaba en una valla con alambrada de afiladas púas que no sería fácil de escalar ni de pasar por debajo.

Conduje despacio de regreso a la Ciento tres inspeccionando la valla en busca de un acceso, pero la alambrada de púas había sido colocada sin escatimar. La calle lateral pasaba por un depósito de la policía, el cementerio de miles de automóviles. Muchos eran sólo restos de coches siniestrados, pedazos de metal retorcido que habían sido arrancados de la Dan Ryan Expressway, aunque algunos parecían coches enteros que la grúa se había llevado por estar mal aparcados. Mientras observaba, una pequeña flota de camiones grúa azules entraba lentamente al recinto remolcando coches, como un pelotón de hormigas llevando alimento a su reina. Los que iban de vacío salían en busca de nuevas víctimas. Me pregunté si el pequeño Miata de Billy estaría allí ahora o si la familia lo habría recogido.

Más allá del depósito, la alambrada seguía separando la calle y el marjal. Aparqué en el arcén a la altura del punto donde Mitch había salido del camino para adentrarse en la ciénaga. Allí la valla seguía aplastada, y aún se veía una leve rodada que atravesaba la hierba parda.

No comprendía por qué los asaltantes habían llevado a Bron y a Marcena a través de la marisma para luego arrojarlos en el linde del campo de golf. Si tenías que derribar la valla, ¿por qué no dejar los cuerpos en la marisma sin más, donde las ratas y el fango acabarían con los cadáveres en poco tiempo? ¿Por qué llevarlos a un hoyo en los confines de un campo de golf donde alguien podría dar con ellos en cualquier momento? Incluso en aquella época del año el personal de mantenimiento deambulaba por allí. ¿Y qué necesidad había de meterse en el marjal? Suponía mucho trabajo. ¿Por qué no subir hasta Stony Island y arrojarlos al vertedero?

Volví a subir al coche nada satisfecha con aquel trabajo deductivo. Mientras lo ponía en marcha sonó el teléfono móvil. Miré la pantalla: Morrell. Me sentí culpable al sentirme sorprendida lejos de la oficina y faltó poco para que dejara que el buzón de voz contestara la llamada.

– Vic, ¿vas de camino a casa? Acabo de probar en tu oficina.

– Estoy en South Chicago -confesé.

– Creía que hoy no te alejarías de casa.

Parecía resentido, cosa tan poco propia de su carácter que mi enojo visceral por verme bajo control no llegó a cuajar. Le pregunté qué problema había.

– Estoy indignado: alguien ha entrado en mi casa y ha robado el ordenador de Marcena.

– ¿Qué? ¿Cuándo?

Un tráiler de By-Smart tocó el claxon con furia cuando pisé el freno y me aparté al arcén.

– En algún momento entre las cinco de esta mañana, cuando he salido para ir al hospital, y ahora, o sea hace hora y media, cuando he llegado a casa. Me he tumbado en el sofá para descansar media hora, luego he ido a organizar las cosas para la detective de Rawlings. Entonces he visto todos mis papeles revueltos como si hubiese pasado un tornado.

– ¿Cómo sabes que se han llevado el ordenador de Marcena? ¿No se lo habría llevado consigo?

– Lo dejó encima del mostrador de la cocina. Lo llevé a su dormitorio cuando puse un poco de orden el domingo por la noche. Ahora no está, y mis lápices de memoria tampoco. Que yo sepa no falta nada más.

Sus lápices de memoria, los aparatitos del tamaño de una llave que usa para grabar copias de seguridad de sus datos, cosa que hace cada noche, para luego guardarlos debidamente rotulados en una caja de su escritorio.

– ¿No se han llevado tu ordenador?

– Me lo llevé cuando salí hacia el hospital, pensé que podría escribir un poco mientras te hacía compañía, cosa que no hice pero ha resultado ser una buena idea ya que he salvado el aparato.

Pregunté sobre el resto de aparatos electrónicos. El sofisticado equipo de sonido estaba intacto, igual que el televisor y el reproductor de DVD.

Había llamado a la policía de Evanston enseguida pero, según le había parecido, se habían limitado a seguir la rutina atribuyendo el robo a algún drogadicto.

– Pero el caso es que la puerta no estaba forzada. Eso significa que quien haya hecho esto ha entrado por la puerta con una llave, y mis cerraduras son muy buenas. Lo cual descarta al drogadicto y, además, un drogadicto también se habría llevado cualquier otra cosa fácil de transportar, como el DVD.

– De modo que alguien bien preparado quería los archivos de Marcena, y sólo eso, y no le importa que lo sepas -dije despacio.

Morrell dijo:

– He llamado a Rawlings y jura que no ha sido la policía de Chicago. ¿Debo creerle?

– No es su estilo -dije-, y si jura que no lo ha hecho. No sé. Es poli, y vivimos en un mundo tan canalla hoy en día que cuesta saber en quién confiar. Pero básicamente es una buena persona; prefiero creer que no haría algo así, o que no mentiría en caso de haberlo hecho. ¿Quieres que vaya a tu casa e interrogue a los vecinos?

– Ni siquiera se me había ocurrido hacerlo, lo cual viene a demostrar hasta qué punto me ha desconcertado este asunto. No, sigue haciendo lo que estés haciendo; me sentiré menos impotente si hablo yo mismo con mis vecinos. Y luego iré a comprar lápices de memoria nuevos y a trabajar en la biblioteca de la universidad donde nadie me atracará para robarme el ordenador. ¿Qué me has dicho que estabas haciendo?

– Estoy en South Chicago. Quiero hablar con el pastor otra vez, y también con Sandra Czernin. A lo mejor Josie Dorrado le contó a April adonde iban a huir ella y Billy.

– Vic, me harás el favor de cuidarte, ¿verdad? No corras ningún riesgo estúpido. No estás en plena forma física y… Y ahora yo no sirvo para nada.

La última frase la dijo con inusitada amargura. Morrell no había proferido una sola queja acerca de su discapacidad desde que había vuelto a casa. Se aplicaba obstinadamente en su terapia física, ponía toda su energía en el libro y en velar por sus contactos pero, por primera vez, me di cuenta de lo duro que le resultaba sentirse incapaz de ayudarme si me metía en problemas.

Prometí llamarle si me retrasaba aunque sólo fuese un minuto después de las siete y media. Después de colgar, miré el teléfono con el ceño fruncido. Algo había captado mi atención al contestar la llamada de Morrell. Antes de que pudiera descubrir qué era sonó otra vez el teléfono.

Era Conrad, que quería saber si Morrell se habría deshecho del ordenador de Marcena para evitar que la policía lo examinara.

– Dice que han entrado en su casa, pero ¿cómo voy a saber si está diciendo la verdad? Envié a mi detective por si acaso, pero cualquiera puede esparcir sus papeles por el suelo.

Me eché a reír, cosa que ofendió a Conrad.

– Morrell acaba de hacerme la misma pregunta a propósito de ti. Ahora al menos sé que los dos decís la verdad.

Conrad rió a regañadientes y agregó lo que Morrell y yo ya habíamos comentado, que alguien consideraba importantes las notas de Marcena. Cosa que significaba que Morrell no debería andar solo por ahí porque quien había entrado en su casa en busca del ordenador quizá también pensaría que Marcena le había pasado información.

Me estremecí. Cuando terminamos de hablar, volví a llamar a Morrell y le dije que si estaba solo en casa echara el cerrojo y la cadena.

– Y vigila dónde aparcas; no entres en tu edificio por la portería durante un tiempo, ¿de acuerdo?

– Me niego a vivir con miedo, V. I. Resulta agotador para la mente. Tomaré precauciones sensatas pero no voy a buscar un bunker de hormigón en el que esconderme.

– Morrell, yo vi a Marcena y a Bron. Quien los atacó tiene una imaginación muy retorcida y un temperamento igual. ¡No seas idiota!

– Por favor, Vic, no me digas que no sea idiota cuando estás en el South Side donde todo ocurrió. Si vuelven a atacarte.

Se interrumpió, prefiriendo no completar la frase. Ambos colgamos sin decir nada más.

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