Capítulo 44

La grabadora: ¿ángel o demonio?

Con la cabeza calva sobre su bata de tela escocesa de color escarlata, Mary Ann presentaba un aspecto sorprendente pero los tres reaccionamos en el acto ante su autoridad. Los arraigados buenos modales de Billy le hicieron ponerse de pie; se bebió el agua que Josie le había estado ofreciendo y pidió disculpas a Mary Ann por haberla despertado. Una vez superado el ajetreo de los saludos y las explicaciones de cómo me había topado con los fugitivos, Billy concluyó el relato explicando cómo habían terminado en casa de Mary Ann.

Habían pasado el resto de la noche del lunes acurrucados debajo de la mesa de trabajo, demasiado impresionados y asustados como para marcharse. Creían haber oído otras voces aparte de las de William y Grobian, aunque no estaban seguros, y no sabían si había alguien vigilando la fábrica. Por la mañana tenían frío, además de hambre. Se arriesgaron a levantarse para ir al lavabo, que estaba en la parte intacta de la planta. Como nadie los atacó, decidieron marcharse, pero no sabían adónde ir.

– Yo quería llamarla, entrenadora Warshawski -dijo Josie-, pero Billy tenía miedo de que todavía estuviese usted trabajando para el señor William. Así que vinimos aquí, ya que la entrenadora McFarlane fue la persona que ayudó a Julia cuando se quedó embarazada.

Di un puñetazo imaginario a Mary Ann.

– ¿Por qué me has dicho esta tarde que no conocías muy bien a las chicas Dorrado?

Me dedicó una de sus adustas sonrisas.

– Quería que acudieran a ti, Victoria, pero les había prometido que mantendría su secreto hasta que estuvieran en condiciones de contarlo. El problema es que yo creía que Billy se estaba escondiendo mientras resolvía la ética de los negocios de su familia; hasta que lo he oído decir ahora mismo no he sabido que había presenciado la muerte de Bron. De haberlo sabido antes, te ruego que creas que te habría llamado quam primum famam audieram.

Mary Ann suele pasar al latín cuando se pone nerviosa; hacer eso la serena, aunque dificulte que los médicos y enfermeras comprendan lo que les dice. Yo misma tengo dificultades para seguirla y, en aquel momento, estaba demasiado abrumada por el relato de Billy como para hacer el esfuerzo de traducción.

– Habéis dicho que Marcena leyó una transcripción, que no puso en marcha la grabadora -dije a Billy-. Pero ¿visteis la grabadora en Fly the Flag?

– No vimos nada -dijo Josie.

– ¿Y el padre de Billy no os vio?

– No nos vio nadie.

Ahora entendía que William anduviera buscando la grabadora con tanto afán. Se habían apoderado de su ordenador pero no tenían el original. Pero ¿por qué buscaba desesperadamente a Billy si no sabía que su hijo había estado allí? Pregunté a Billy a quién más se lo había contado.

– A nadie, señora War… sha… sky, a nadie.

– ¿No mandaste un mensaje a nadie?

Negó con la cabeza.

– Qué pasa con el blog; April dice que tenéis uno que tú y tu hermana usáis para permanecer en contacto.

– Sí, pero utilizamos alias, por si acaso. Candy está en una misión en Taegu, en Corea del Sur, mi familia, mi padre la envió allí después de… del aborto, para mantenerla alejada de la tentación y para que compensara la vida que había segado. Se supone que no debo escribirle, pero nos carteamos a través de ese blog, que está dedicado a Óscar Romero porque él es mi… mi héroe espiritual. Mi padre no sabe nada, y cuando le escribo uso mi alias, Gruff, pero…

Billy miraba el linóleo del suelo trazando círculos con su zapatilla de deporte.

– ¿Le contaste lo de Bron y tu padre?

– Más o menos.

– Carnifice podría rastrear vuestros postings en el blog a través de tu ordenador portátil, aunque hubieseis usado los alias más ingeniosos del mundo.

– Pero le conté a Candy lo de Bron desde el ordenador de la entrenadora McFarlane -objetó.

Di un grito tan fuerte que Scurry salió corriendo por el pasillo en busca de cobijo.

– ¡Tienen tu alias, así que pueden buscar cualquier posting nuevo que hagas! Y ahora podrán rastrear el disco duro de Mary Ann. Si pretendéis pasar desapercibidos es absolutamente imprescindible que no mantengáis contacto con el mundo exterior. Ahora tengo que pensar dónde aparcaros; los detectives de tu padre se meterán en el ordenador de Mary Ann en cuestión de horas. Quizá también tengamos que trasladarte a ti -agregué dirigiéndome a mi antigua entrenadora.

Mary Ann dijo que no pensaba moverse de su casa, ni aquella noche ni en ningún otro momento; que se quedaría allí hasta que se la llevaran al cementerio.

No perdí tiempo discutiendo con ella ni tratando de convencer a los chicos de que debían trasladarse; mi tarea más urgente era encontrar la grabadora de Marcena antes de que lo hicieran los sabuesos de William. Puesto que según parecía la llevaba a todas partes, sin duda la tenía consigo el lunes. A lo mejor sólo había leído una transcripción porque estaba grabando la reunión y fue lo bastante precavida como para no dejarles ver su aparatito.

El gran bolso de Prada, que también llevaba Marcena a todas partes, no había aparecido después del asalto, o sea que era más que probable que estuviera en poder de William. También había registrado los restos del Miata. Si la pluma no estaba allí, ni en casa de Morrell, ni en la de los Czernin, entonces sólo cabía suponer que Marcena la había perdido en Fly the Flag o en el camión que los llevó al vertedero. O en el propio vertedero, incluso. Puesto que no sabía dónde estaba el camión y no podía inspeccionar el vertedero hasta el día siguiente, pasaría por la fábrica ahora mismo, antes de que William tuviera la misma idea.

Confié en que Billy y Josie siguieran a salvo en casa de Mary Ann y los dejé allí. Costaba lo suyo vivir con tanta incertidumbre. La víspera me habían seguido, pero aquel día no, que yo notara. Aunque había estado usando mi teléfono durante la última hora y Billy había usado el ordenador de Mary Ann. Fui a la sala de estar y eché un vistazo a la calle por la rendija de las cortinas. No vi a nadie vigilando, pero nunca se sabe.

Josie los había llevado hasta allí. Era cuatro años más joven que Billy, pero también una superviviente urbana más práctica y realista. Fue a ella a quien di instrucciones de cerrar el pestillo con cadena en ambas puertas y de no abrir a nadie más que a mí; si no regresaba aquella misma noche, tendrían que contar lo que estaba sucediendo a un adulto de fiar.

– Habéis hecho bien en no hablar por el teléfono de la entrenadora McFarlane, y debéis seguir así, pero tenéis que prometerme que llamaréis al jefe Rawlings del Distrito Cuarto si no recibís noticias mías por la mañana. No habléis con nadie más que con él.

– No podemos ir a la policía -objetó Billy-. Hay muchos polis que deben favores a mi familia, hacen lo que mi padre o mi abuelo les dicen.

Estuve a punto de decir que podían confiar en Conrad tal como confiaban en mí, pero ¿cómo podía estar completamente segura de eso? Tal vez fuese cierto, pero Conrad tenía superiores, incluso tenía agentes que podían ser sobornados o amenazados. Opté por darles el número de Morrell.

– Cuando regrese, os llevaré a mi casa. No me gusta dejaros aquí con la entrenadora McFarlane; estáis demasiado expuestos y además la ponéis en peligro.

– Vamos, Victoria, mi vida está demasiado próxima a su fin como para preocuparme por posibles peligros -protestó Mary Ann-. Me gusta que haya gente joven en casa. Así no me amargo pensando en mi cuerpo. Cuidan de Scurry y les enseño latín, lo pasamos en grande.

Sonreí, poco convencida, y dije que ya resolveríamos aquello más tarde. Mostré a Josie el lugar desde donde podía verse la calle y le pedí que si veía que alguien me seguía me llamara de inmediato. En caso contrario, nos veríamos por la mañana.

Me subí la cremallera de la parka, besé a Mary Ann en ambas mejillas y me dirigí a la puerta. Billy vino detrás de mí y me tiró ligeramente del brazo.

– Sólo quería darle las gracias por haberme echado una mano cuando me he venido abajo -farfulló.

– Cariño, has estado soportando un peso increíble. No te has venido abajo; sólo cuando me has hecho saber lo duro que ha sido, te has sentido lo bastante seguro como para hacerlo.

– ¿Lo dice en serio? -Sus grandes ojos me estudiaron por si le estaba tomando el pelo-. En mi familia, ni siquiera la abuela piensa que llorar esté bien.

– Pues en la mía pensamos que no hay que regodearse en el llanto, pensamos que hay que actuar; pero creemos que a veces no puedes actuar hasta que has llorado a lágrima viva. -Apoyé un brazo en sus hombros y lo estreché brevemente-. Cuida de Josie y de la entrenadora McFarlane. Y de ti. Volveré lo antes posible.

El cielo se había despejado. Cuando llegué al coche se veía la Osa Mayor en la parte baja del firmamento, hacia el norte; la luna estaba casi llena. Eso era bueno y malo a la vez: no necesitaría una luz para encontrar la fábrica pero mi figura resultaría visible para cualquiera que estuviese vigilando Fly the Flag.

Comprobé que la linterna funcionaba. Las pilas estaban cargadas y tenía un par de repuesto en la guantera. Me las metí en un bolsillo. Comprobé el cargador de recambio de mi Smith & Wesson. Dejé el teléfono encendido hasta que estuve a un par de manzanas de casa de Mary Ann, en dirección al norte, camino de Lake Shore Drive y de mi casa. A la altura de la calle Setenta y uno apagué el teléfono, torcí hacia el oeste y fui rodeando el barrio hasta que estuve segura de que no me seguían. Volví a enfilar hacia el sur y me dirigí a Fly the Flag.

Una vez más, aparqué en Yates y caminé hasta la fábrica. El terraplén de la Skyway se alzaba imponente ante mí, sus farolas de sodio creaban un halo encima de la calle pero no arrojaban mucha luz abajo. A nivel del suelo casi todas las farolas estaban apagadas, pero la fría luz plateada de la luna alumbraba las calles, haciendo que las viejas fábricas alineadas a lo largo de South Chicago Avenue parecieran de mármol cincelado. El claro de luna proyectaba sombras alargadas; mi propia figura reseguía la calzada como un trozo estirado de chicle, toda líneas delgaduchas con pequeñas prominencias en las articulaciones.

La avenida estaba vacía, pero no se trataba de la serena soledad del campo sino de un lugar donde los carroñeros urbanos merodeaban amparados en la oscuridad: ratas, drogadictos, matones, todos buscando salir de su aprieto. Un autobús de South Chicago avanzaba penosamente por la calle. Visto a lo lejos, parecía salido de una serie infantil con las ventanillas rebosantes de luz y los faros a modo de sonrisa debajo del gran parabrisas. Todos a bordo, vayamos a casa calientitos y cómodos.

Crucé la calle y entré en el recinto de la fábrica. Había transcurrido más de una semana desde el incendio, pero un ligero tufillo a humo todavía flotaba en el aire como un perfume casi imperceptible.

A pesar de que el tráfico en la Skyway producía suficiente estruendo como para amortiguar el que pudiera hacer yo, caminé por fuera de la rampa de acceso para que mis zapatillas de deporte no hicieran crujir la gravilla. Di la vuelta hasta el muelle de carga.

Enseguida entendí lo que le había sucedido a Bron. Justo cuando tuvo la pesada carga frontal de la carretilla suspendida en alto, asomando por el borde del muelle, lista para descargarla en el camión, Grobian se había apartado. La carretilla se había precipitado de frente desde el muelle clavando la horquilla en el suelo. Las cajas que Bron había cargado estaban desparramadas en un amplio círculo. La propia caída tuvo que haberle roto el cuello a Bron; lo sorprendente era que Marcena hubiese sobrevivido.

Paseé la linterna por el suelo. Sherlock Holmes hubiese visto la reveladora hierba arrancada o el elocuente trozo de piedra fuera de sitio que le habría permitido decir si Marcena iba en la carretilla cuando ésta cayó. Yo tuve que contentarme con suponer que su experiencia en zonas de guerra le había agudizado un sexto sentido para percibir el peligro y había saltado de la carretilla mientras caían.

Trepé a la máquina. Miré por debajo lo mejor que pude pero no logré ver la pluma roja de Marcena. Quizás estuviera enterrada bajo la parte delantera, pero reservaría esa posibilidad para el final porque comportaría alquilar una grúa para levantar la carretilla.

Avancé en círculos entre la hierba y la grava. Aquel lado del edificio no se había visto afectado por el incendio, de modo que no tuve que vérmelas con cristales rotos ni con restos de tela chamuscada como los que había encontrado al registrar la fábrica la semana anterior, aunque había una asquerosa cantidad de desechos tirados desde la Skyway y la calle. Hacía poco había leído que los vertederos de Chicago estaban casi a tope de su capacidad y que estábamos comenzando a enviar nuestra basura hacia el sur del estado. Si todas las bolsas y latas que había visto en la calle aquel día hubiesen ido a parar a la basura, quizá tendríamos los vertederos llenos antes de lo previsto. Tal vez quienes tiraban basura a la calle estuvieran ahorrando dinero a los contribuyentes.

Al cabo de una hora estuve todo lo segura que cabía estar a oscuras de que la pluma no estaba por allí. Apoyé un pie en la carretilla y trepé al muelle de carga. Me senté en el borde y me quedé mirando aquella maraña, tratando de imaginarme a Marcena.

Ahora que no me movía, los ruidos de la noche empezaron a oírse con claridad. Agucé el oído para escuchar por debajo del zumbido de los coches y de los chirriantes engranajes de los camiones que circulaban por la Skyway. ¿Eso que hacía crujir la maleza eran ratas y mapaches o personas?

Marcena quería a Grobian y a William en cinta o en chip. Le constaba que iba a desvelar una historia mucho más gorda de lo que se había figurado; sabía del poder de los Bysen: si intentaba publicar el artículo podrían acallarlo, demandar al periódico, demandarla a ella. Necesitaba sus voces explicando lo que estaban haciendo.

Quizá llevara la grabadora en un bolsillo, aunque tal vez la pusiera en un sitio donde creyera que captaría los comentarios que ambos hombres hicieran. Me puse de pie. A pesar de la parka, estaba helada, y no me apetecía lo más mínimo entrar sola en el edificio frío y oscuro.

Billy y Josie pasaron una noche aquí, me reprendí. Pórtate como una adulta, eres investigadora. Volví a encender la linterna y entré en la sala de carga. Unos estantes cubrían sus altas paredes, llenos de cartones plegados listos para convertirse en cajas de banderas. Aún había unas cuantas bobinas de tela en sus fundas de plástico, a la espera de ser trasladadas a la sala de corte. Después de dos semanas, una gruesa capa de polvo y hollín las cubría, y los roedores habían roído los bordes, encantados de tener a su disposición un material tan mullido para construir sus nidos. Los oí corretear para esconderse en cuanto la luz les hizo abandonar la tarea.

Eché un rápido vistazo por la sala y vi que el suelo estaba limpio; creo que habría encontrado la grabadora si a Marcena se le hubiese caído en un lugar tan despejado. Comprobé las paredes y miré debajo de las estanterías por si había rodado hasta quedar fuera de la vista, pero sólo encontré excrementos de rata. Me estremecí y pasé sin más demora a la sala de trabajo donde William había encontrado, o al menos eso decía, un cargamento de sábanas.

Allí los daños del incendio eran más evidentes. Un boquete en la fachada indicaba el lugar donde los bomberos habían reventado la entrada a hachazos. La ceniza cubría las máquinas de coser y las mesas de corte, más espesa hacia el rincón del sudoeste, donde el fuego había sido más intenso, aunque estaba esparcida con prodigalidad hasta el otro extremo de la sala, que era donde me encontraba yo. Los grandes ventanales de la parte trasera se habían roto. Había cristales por doquier, incluso por la parte delantera de la sala. ¿Cómo habían ido a parar tan lejos? Trozos de marco de ventana, patas de silla, banderas de Estados Unidos a medio coser…, todo desparramado por ahí como si a una niña gigante le hubiese dado una rabieta mientras jugaba con muñecas: se hartó del juego, cogió todas las piezas y las tiró de cualquier manera.

Marcena habría intentado reunir tanto material como le fuese posible para su artículo; habría querido grabar a Grobian y al señor William mientras Bron cargaba la carretilla. Así que tal vez pusiera la pluma cerca de donde estuvieron conversando.

Y allí estaba, al lado de una máquina de coser, junto a un par de tijeras. No me lo podía creer, estaba muy a la vista encima de una mesa. Por supuesto, si no sabías lo que era no podías imaginar que fuese una grabadora; lo cierto era que se trataba de un aparatito muy ingenioso.

La cogí y la examiné a la luz de mi linterna. No era mucho mayor que una de esas plumas gordotas de alta gama que se ven en las papelerías caras. Tenía un puerto USB para conectarla a un ordenador y descargarla, y varios botoncitos con los cuadrados y rectángulos universales de las grabadoras: play, avance rápido, atrás. También había una pantalla como de tres centímetros de ancho por menos de uno de alto; cuando pulsé la tecla «on», la pantalla preguntó si quería reproducir o grabar. Le di al botón de play.

– Ella y yo somos las mejores del equipo, pero la entrenadora siempre pasa los remates a April.

La voz era de Celine, mi pandillera. La máquina estaba empezando desde el principio del archivo, el día en que Marcena había ido conmigo al entrenamiento de baloncesto. Estuve tentada de seguir escuchando a escondidas lo que el equipo opinaba de mí pero pulsé el botón de avance rápido. A continuación me sobresaltó mi propia voz: hablaba con la mujer que tuve a mi lado en la plegaria matutina de By-Smart, preguntando sobre William Bysen. Volví a pulsar el avance rápido.

Esta vez, el tono cortado de Marcena sonó débilmente en la habitación.

– Mira, métela en el bolsillo de la chaqueta, así. La he conectado pero no grabará salvo que haya personas hablando a menos de dos metros de ella, así que con suerte no recogerás más que una tonelada de ruido de fondo inútil.

Luego se oían retazos de gruñidos ahogados, la risa de Marcena, una bofetada, la indignación fingida de Bron. Una grabación para mayores de doce años, mira por dónde. Después unas arrancadas y frenazos mientras Bron hacía una maniobra con el camión y gritaba una sarta de improperios a otro conductor, y luego diciéndole a Marcena que pasara detrás de los asientos, que se tumbara en la colchoneta para que el vigilante de la entrada del almacén no la viera. El vigilante le abrió la verja; se conocían e intercambiaron algunas bromas. Había encuentros semejantes por todo el almacén; hablaba con mi amigo de la chaqueta Harley sobre sus rutas y cargamentos, se jactaba de lo buena que era April en baloncesto, se sumaba a las quejas sobre la temporada de los Bears y la mala dirección de la empresa, hasta que Grobian le hizo pasar a su despacho.

Grobian repasó la ruta y la carga de la jornada y luego dijo:

– Ese proveedor de tu barrio, Czernin, el fabricante de banderas, no sé si será porque es serbio, pero parece que tiene la cabeza muy dura, como si no entendiera el mensaje.

– Oye, Grobe, hice lo que pude.

– Y nosotros te demostramos nuestra gratitud -apostilló tía Jacqui-. Sólo que nosotros, la familia, queremos que le des otro mensaje.

– ¿Y qué queréis que haga?

– Que le des un mensaje, que le cierres la planta un día entero, pero que se dé cuenta de que podemos cerrarle el negocio si no colabora. Serán cien, como la vez anterior, si haces el trabajo antes de que termine la semana. Y otros cien si el mensaje es lo bastante contundente como para obligarlo a dar su brazo a torcer -dijo Grobian.

– ¿Qué tenéis en mente? -preguntó Bron.

– Eres muy creativo, eres bueno con las manos -dijo tía Jacqui en tono provocador, dando a entender que no le importaría saber qué era capaz de hacer con sus manos-. Se te ocurrirá algo, estoy convencida. Prefiero no entrar en esa clase de detalles.

Su voz llegaba más clara que la de Grobian; debía de estar sentada en la silla de delante del escritorio, mientras que Grobian estaría detrás. ¿Llevaría aquel vestido negro que sólo tenía botones hasta las caderas? ¿Habría cruzado las piernas, como quien no quería la cosa, mostrando por un breve instante sus sugerentes muslos: esto podría ser tuyo, Bron, si haces lo que te pido?

De repente oí voces que se aproximaban por la zona de carga. Había estado tan atenta a la grabación que no había oído aparcar la camioneta en el patio. ¿Qué clase de detective era yo, sentada allí como un pavo esperando el disparo que lo convertiría en la cena de Acción de Gracias?

– Jacqui, si querías venir tendrías que haberte puesto otro calzado. Me importa un carajo que tus malditas botas de mil dólares se rayen. No sé cómo Gary tolera que gastes así.

Jacqui se rio.

– Sabes muy pocas cosas, William. A Papá Bysen le darán seis ataques distintos cuando se entere de que sueltas tacos.

Me metí la grabadora en un bolsillo del pantalón y me acuclillé detrás de la gran mesa de corte. Una tela a rayas rojas y blancas colgaba por los lados como un pesado telón; quizás estaría a salvo allí debajo.

– Así se asfixie con ellos. Me tiene harto, estoy hasta la coronilla de que me trate como si no supiera hacerme cargo de mi propia familia, por no hablar ya de la empresa.

– Ay, Willy, Willy, tendrías que haberte puesto firme hace años, tal como hice yo cuando me casé con Gary. Si no querías que Papá Bysen dirigiera tu vida, no tendrías que haber permitido que construyera tu casa en… ¿Qué ha sido eso?

Había tropezado con la pata de una silla haciendo que diera un golpe metálico contra la mesa. Me quedé absolutamente quieta, agachada detrás de la tela, sin atreverme siquiera a respirar.

– Una rata, seguramente -dijo Grobian hablando por primera vez. Una luz recorría el suelo.

– Aquí dentro hay alguien -dijo William-. Hay huellas en la ceniza.

Empuñé mi Smith & Wesson y le quité el seguro. Crucé la tela de la otra punta de la mesa de corte y calculé la distancia hasta el agujero abierto en la pared.

– Este barrio está lleno de yonquis. Entran aquí a pincharse.

La voz de Grobian sonaba indiferente pero volcó la mesa de corte tan deprisa que apenas tuve tiempo de apartarme.

– ¡Allí! -gritó Jacqui cuando me levanté y eché a correr hacia la fachada.

Me apuntó con su linterna.

– ¡Oh! Es la detective polaca, la que nos largaba sermones sobre caridad.

Sin volverme a mirar, seguí corriendo sorteando las mesas, tratando de esquivar los desechos.

– Cógela, Grobian -gritó William soltando un gallo.

Oía los pesados pasos detrás de mí pero aun así no me volví. Me faltaban dos zancadas para alcanzar la puerta cuando oí el clic de un percutor al retroceder. Me tiré al suelo justo cuando disparó. Intenté no soltar mi arma pero la caída me abrió la mano y salió girando sobre sí misma. Tuve a Grobian encima antes de que pudiera levantarme.

Le agarré la pierna izquierda y la empujé hacia arriba. Dio un traspié y tuvo que girarse para no caerse a su vez. Me di impulso para levantarme alejándome de él. Tenía la cabeza húmeda. Me manaba sangre de la cabeza y el cuello, mojándome la camiseta. Me mareé un poco pero traté de concentrarme en él. Jacqui y William le ayudaban apuntando sus linternas hacia mí; Grobian era un bulto en la oscuridad, dos bultos, dos puños balanceándose hacia mí. Me agaché para esquivar el primero, pero el segundo me alcanzó de lleno.

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