Capítulo 4

Montañas de cosas

Me abrí paso entre los camiones del patio del almacén en busca del estacionamiento. Los tráilers retrocedían hacia los muelles de carga, otros camiones menores subían y bajaban por la rampa que conducía a un nivel inferior, y por todas partes había hombres con casco y barrigas cerveceras gritándose unos a otros que vigilasen por dónde iban.

Los camiones habían abierto profundas roderas en el asfalto y mi pobre Mustang iba dando tumbos. Todo el día había estado lloviendo intermitentemente y el cielo aún se veía encapotado. Un siglo vertiendo de todo, desde cianuro hasta envoltorios de cigarrillos, en la tierra cenagosa de South Chicago había convertido el paisaje en un yermo erial gris. Sobre ese lúgubre telón de fondo, el almacén de By-Smart se alzaba ominoso como una caverna que albergara a una bestia voraz.

El edificio era verdaderamente monstruoso. Una estructura chata de ladrillo, que el tiempo había vuelto de un negro mugriento, ocupaba lo que dos manzanas de la ciudad. El edificio y el patio estaban protegidos por una alambrada muy alta con su puesto de vigilancia y todo. Cuando torcí por la calle Ciento tres y me aproximé, un hombre vestido de uniforme me exigió que le mostrara el pase. Le dije que tenía una cita con Patrick Grobian; el vigilante telefoneó y alguien le confirmó que me estaban esperando. El estacionamiento quedaba todo recto, seguro que lo encontraría.

«Todo recto» significaba algo diferente para el vigilante y para mí. Tras rodear traqueteando el edificio, llegué al estacionamiento. Parecía el solar de una tienda de coches usados venido a menos, con cientos de automóviles viejos aparcados de cualquier manera. Encontré un sitio que esperé que fuera lo bastante apartado para que nadie le diera un restregón a mi Mustang.

Al abrir la portezuela, miré consternada el suelo. La entrada del almacén estaba a varios cientos de metros de distancia e iba a tener que abrirme paso entre un sinfín de baches encharcados, con mis mejores zapatos. Me arrodillé sobre el asiento del conductor y me puse a revolver entre los papeles y las toallas de atrás. Finalmente encontré un par de chanclas que había usado en la playa el verano anterior y me las apañé para calzármelas sin quitarme las medias. A continuación me apeé y me dirigí, despacio y con un andar algo ridículo, hasta la entrada. Sólo me ensucié de barro las medias y los bajos de los pantalones. Una vez delante de la entrada, me puse los zapatos, envolví las chanclas embarradas en una bolsa de plástico y las metí en mi maletín.

Unas altas puertas se abrieron y vi un sinfín de estantes llenos de todo producto imaginable que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Justo delante de mí había colgadas escobas, cientos de escobas, escobas de nailon, escobas de paja, escobas con el palo de plástico, con el palo de madera, escobas articuladas. Junto a ellas había miles de palas, listas para todos los habitantes de Chicago que quisieran limpiar la nieve de los senderos de sus jardines durante el invierno que estaba al caer. A mi derecha unas cajas de cartón cuyos rótulos decían «derrite-hielo» se apilaban hasta media altura bajo un techo de quince metros.

Decidí avanzar pero tuve que retroceder, ya que un toro elevador traqueteaba hacia mí a toda pastilla, cargado hasta los topes con cajas de derrite-hielo. Se detuvo pasadas las palas; una mujer con un mono y un chaleco rojo brillante se puso a rajar las cajas sin aguardar a que estuvieran descargadas. Empezó a sacar cajas más pequeñas de derrite-hielo y a apilarlas en el montón.

Otro toro se detuvo delante de mí. Un hombre con idéntico chaleco rojo comenzó a cargar escobas, comprobando que el modelo coincidiera con el de un papel impreso por ordenador.

Cuando me decidí a seguir avanzando tratando de discernir qué ruta tomar entre los estantes, el servicio de vigilancia me interceptó. Era una corpulenta mujer negra que llevaba chaleco reflectante de seguridad, casco y un cinturón del que parecía colgar todo cuanto un agente de la ley pudiera necesitar, porra eléctrica incluida. Por encima del fragor de las cintas transportadoras y los camiones, me preguntó qué quería.

Una vez más, expliqué quién era y por qué estaba allí. La vigilante sacó un teléfono móvil de su cinturón y llamó para pedir autorización. Una vez que se la dieron, me entregó una tarjeta de identificación y me indicó cómo llegar al despacho de Patrick Grobian: hasta el fondo del pasillo 116S, a la izquierda por el 267W, todo recto hasta el final, donde encontraría las oficinas de la empresa, los lavabos, la cantina y demás.

Fue entonces cuando reparé en los grandes números rojos que identificaban la entrada de cada pasillo. Eran tan grandes que al principio no los había visto. Tampoco había visto la serie de cintas transportadoras que recorrían la parte alta de los pasillos; tenían derivaciones que hacían bajar pilas de artículos a distintos depósitos de carga. En las paredes y estantes se veían carteles que prohibían tajantemente fumar y exhortaban a hacer del lugar de trabajo un sitio seguro.

Estaba delante del pasillo 122S, de modo que giré a la izquierda después de las palas y crucé seis pasillos entre montañas de microondas seguidas por un bosque de árboles artificiales de Navidad. Al llegar al pasillo 116 pasé a las decoraciones navideñas: montañas de campanas, luces, servilletas, ángeles de plástico, Vírgenes con la cara naranja sosteniendo en brazos a Niños Jesús blancos como la nieve.

Entre los objetos de todas clases que se extendían hasta el infinito, las cintas transportadoras en lo alto y los toros elevadores que corrían a mi alrededor, comencé a sentirme mareada. Había personas en aquel almacén, pero parecían existir como meras prolongaciones de las máquinas. Me agarré a un estante para recobrar el equilibrio. No podía presentarme grogui en el despacho de Patrick Grobian: quería que brindara su apoyo al equipo de baloncesto del Bertha Palmer, de modo que debía mostrarme optimista y profesional.

Tres semanas antes, cuando conocí a la subdirectora que supervisaba los programas de actividades extraescolares del Bertha Palmer, comprendí que tendría que encontrar a la sustituta de Mary Ann por mi cuenta si no quería quedarme en el instituto hasta el fin de mis días. Natalie Gault tenía cuarenta y pocos años; era baja, fornida y muy consciente de su autoridad. No daba abasto con el papeleo pendiente. El baloncesto femenino ocupaba en su mente un lugar indeterminado posterior a la compra de una nueva máquina de café para la sala de profesores.

– Sólo sustituiré a Mary Ann hasta fin de año -le advertí cuando me dio las gracias por ocupar el puesto con tanta prontitud-. No dispondré de tiempo para seguir viniendo cuando empiece la temporada en enero. Puedo mantener a las chicas en forma hasta entonces, pero no soy entrenadora profesional, y lo que ellas necesitan es, precisamente, eso.

– Lo único que en verdad necesitan es que un adulto se interese por ellas, señora Sharaski. -Me dedicó una resplandeciente sonrisa carente de significado-. Nadie espera que ganen partidos.

– Mi apellido es Warshawski. Y las chicas esperan ganar partidos; no juegan para demostrar lo comprensivas que son. Porque no lo son. Tres o cuatro de ellas podrían ser jugadoras de primera con el debido entrenamiento; merecen algo más que el poco tiempo y las mediocres aptitudes que yo puedo dedicarles. ¿Qué está haciendo la escuela para encontrar a la persona adecuada?

– Rezar para que se obre un milagro con la salud de Mary Ann McFarlane -dijo-. Ya sé que usted estudió aquí, pero entonces la escuela podía alquilar un instrumento para cada alumno que quisiera tocar uno. Hace dieciocho años que no se dan clases de música en este centro, aparte de las de la banda de un profesor que imparte otra asignatura. No podemos permitirnos un programa de arte, de modo que decimos a los chicos que acudan a un programa gratuito en el centro: a dos horas y dos autobuses de aquí. No tenemos un equipo de baloncesto oficial ni podemos pagar a un entrenador, de modo que necesitamos un voluntario, y no contamos con ningún profesor que disponga de tiempo, y mucho menos que sepa baloncesto, para encargarse de eso. Supongo que si encontrásemos una empresa patrocinadora podríamos contratar a un entrenador de verdad, pero no la hemos encontrado.

– ¿Hay alguien en el vecindario en condiciones de poner esa cantidad de dinero en el programa de baloncesto?

– Algunas empresas pequeñas del barrio, como Fly the Flag, a veces dan dinero para uniformes o instrumentos musicales para la banda. Pero la economía va tan mal que no harán nada por nosotros este año.

– ¿Qué gran empresa queda por la zona ahora que las fábricas y acerías han cerrado? Sé que hay una planta de montaje de la Ford.

Sacudió la cabeza.

– Eso está al final de la Ciento treinta, y nos encontramos muy lejos o somos demasiado pequeños para ellos a pesar de que algunos padres de alumnos trabajan allí.

Justo entonces sonó su teléfono. Alguien del departamento municipal de sanidad iba a presentarse al día siguiente para recoger excrementos de roedores: ¿qué debían hacer con la cocina? Un maestro entró a quejarse de la escasez de libros de texto de ciencias sociales y otro quería que trasladaran de clase a ocho de sus alumnos.

Para cuando la señora Gault volvió a prestarme atención, ya no recordaba si me llamaba Sharaski o Varnisky, y mucho menos si la escuela me ayudaría a buscar un entrenador. Apreté los dientes, pero cuando aquella tarde llegué a mi despacho investigué qué empresas había en un radio de tres kilómetros del instituto. Encontré tres lo bastante grandes como para permitirse una aportación sustanciosa a la comunidad; las dos primeras ni siquiera me concedieron audiencia.

By-Smart era la supertienda de descuentos de la Noventa y nueve con Commercial, y su centro de distribución del Medio Oeste estaba en la Ciento tres con Crandon. En la tienda me dijeron que allí no tomaban ninguna decisión relativa a obras sociales, que tenía que dirigirme a Patrick Grobian, el director de la zona sur de Chicagoland, cuyo despacho estaba en el almacén. Una jovencita de la oficina de Grobian que contestó el teléfono me dijo que nunca habían hecho nada por el estilo hasta la fecha, pero que podía ir y explicar lo que deseaba. Ese era el motivo por el que me encontraba vagando entre montañas de cosas camino del despacho de Grobian.

Por raro que pudiera parecer, mientras me crié en South Chicago nunca había oído hablar de By-Smart. Por descontado, trece años antes apenas había iniciado la etapa más fenomenal de su asombroso crecimiento. De acuerdo con mis pesquisas, las ventas del año anterior habían ascendido a ciento ochenta y tres mil millones de dólares, una cifra que me costaba concebir: tantos ceros hacían que la cabeza me diera vueltas.

Supongo que cuando yo era una niña su almacén ya estaba allí, en la Ciento tres con Crandon, pero no conocía a nadie que trabajara en él: mi padre era poli y mis tíos trabajaban en los silos de grano o en las fundiciones de acero. Al verlo costaba creer que acabara de enterarme de su existencia.

Había que ser un monje de clausura para no conocer By-Smart: sus anuncios de televisión eran omnipresentes y mostraban a sus felices y educados vendedores vestidos con batas rojas y el consabido eslogan «Be Smart, By-Smart». Se había convertido en la única tienda al por menor de un millón de localidades pequeñas de todo el país.

El viejo señor Bysen se había criado en el South Side, en la calle Pullman; lo sabía porque Mary Ann me había comentado que había estudiado en el instituto Bertha Palmer. Su biografía oficial no aludía a esos tiempos y, en cambio, abundaba en sus heroicidades como artillero durante la Segunda Guerra Mundial. Al regresar del frente tomó las riendas de la tiendecilla que regentaba su padre en la Noventa y cinco con Exchange. De aquella diminuta semilla había brotado un imperio mundial de supertiendas de saldos, para expresarlo con la acalorada imaginería de un periodista de la sección económica. Las madres de cuatro de las dieciséis chicas que entrenaba en el Bertha Palmer trabajaban en la supertienda, y acababa de enterarme de que el padre de April Czernin era conductor de la empresa.

El South Side había sido la base de la que había partido Bysen para convertirse en su centro de operaciones, según leí en Forbes; compró su almacén a Ferenzi Tool and Die cuando dicha empresa quebró en 1973 y lo conservó como centro de distribución para el Medio Oeste cuando trasladó su cuartel general a Rolling Meadows.

William Bysen, conocido por todo el mundo como Buffalo Bill, ya tenía ochenta y tres años pero seguía yendo a trabajar todos los días, seguía controlándolo todo, desde los vatios de las bombillas usadas en los lavabos de los empleados hasta los contratos con los principales proveedores. Sus cuatro hijos participaban activamente en la dirección del negocio, y su esposa, May Irene, era un pilar de la comunidad, entregada a sus obras benéficas y a su iglesia. De hecho, May Irene y Buffalo Bill eran cristianos evangelistas; en las oficinas centrales cada jornada comenzaba con una plegaria, dos veces por semana acudía un sacerdote a predicar y la empresa financiaba numerosas misiones en el extranjero.

En el equipo también había varias chicas evangelistas. Esperaba que la empresa viera esto como una ocasión fundamentada en la fe para servir a South Chicago.

Cuando llegué al pasillo 267W me encontré rezando para no tener que volver a comprar en mi vida. El pasillo desembocaba en un corredor con corrientes de aire que recorría toda la longitud del edificio. En la otra punta vi las siluetas de un grupo de fumadores apiñados junto a una amplia entrada, lo bastante desesperados como para afrontar el frío y la lluvia.

Una serie de puertas abiertas segmentaba el corredor. Asomé la cabeza por la primera, que resultó ser la cantina, con las paredes forradas de máquinas expendedoras. Diez o doce personas estaban más que sentadas desplomadas ante unas desvencijadas mesas de pino. Algunas comían estofado o galletas de las máquinas, mientras que otras dormían con la cabeza apoyada sobre la mesa.

Retrocedí y me dispuse a mirar las estancias que había a los lados del corredor. La primera era un cuarto de impresoras donde dos Lexmark vomitaban pilas de hojas de inventario. El fax que había en un rincón desempeñaba su cometido en la sociedad. Mientras contemplaba pasmada el flujo de papel, un desfile de toros elevadores se detuvo para recoger el material impreso. Se marcharon, pestañeé y los seguí de regreso al corredor.

Las dos puertas siguientes daban a unos despachos minúsculos donde los empleados estaban tan concentrados en su tarea que ni siquiera me miraron cuando pregunté por Grobian, sino que se limitaron a negar con la cabeza sin apartar la vista de lo que estaban haciendo. Me fijé en las pequeñas cámaras de vídeo del techo: quizá les descontaran parte del sueldo si las cámaras los sorprendían desatendiendo su trabajo fuera de las pausas de descanso establecidas.

Siguiendo por el corredor encontré a cinco tipos aguardando en el vestíbulo ante una puerta cerrada. Algunos bebían en vasos de papel de la cantina. Pese a las omnipresentes cámaras y al enorme cartel que ordenaba «No fumar nunca, en ninguna parte», dos de ellos fumaban a hurtadillas, ocultando los cigarrillos en la mano ahuecada y tirando la ceniza en vasos vacíos. Llevaban pantalones tejanos y botas de trabajo gastadas, con la actitud propia del hombre cansado que trabajaba mucho por poco dinero. Casi todos llevaban viejas cazadoras y chándales que anunciaban desde motos Harley-Davidson hasta la cafetería New Mary's Wake-Up Lounge.

La placa con el nombre de Grobian estaba en la puerta que tenían delante. Me detuve y enarqué una ceja.

– ¿Está en casa el gran hombre?

El de la cazadora Harley rió.

– ¿El gran hombre? Has dado en el clavo, hermanita -dijo-. Y te aseguro que es demasiado grande para firmarnos los albaranes y dejar que nos larguemos.

– Porque se cree que muy pronto se irá a Rolling Meadows -intervino uno de los fumadores antes de toser y escupir en su vaso.

El de la sudadera New Mary's "Wake-Up Lounge sonrió de manera desagradable.

– Igual se marcha. Quizá la reina de las sábanas no… ¿A qué cojones viene eso, tío?

Otro fumador le había dado una patada en la espinilla y ladeó la cabeza en mi dirección.

– Tranquilos, no soy una charlatana, y tampoco trabajo para la empresa -dije-. Tengo una cita con el jefazo y normalmente entraría a la brava, pero como vengo a pedir un favor, haré cola como una buena niña.

Eso les hizo reír otra vez. Se apartaron para hacerme sitio junto a la pared. Escuché mientras hablaban. El tipo de la cazadora Harley se estaba preparando para salir hacia El Paso, pero los demás hacían trayectos metropolitanos. Charlaron sobre los Bears, que no tenían buenos jugadores de ataque, les recordé el equipo de veinticinco años atrás, justo antes de que Dikta y McMahon nos dieran nuestro momento de gloria, aunque fue Lovey Smith el hombre que nos devolvió a la era McMahon-Payton. No dijeron nada más sobre «la reina de las sábanas» ni sobre las ambiciones de Grobian. No era que necesitara enterarme, pero supongo que la razón principal por la que soy detective es mi interés de voyeur por la vida de los demás.

Tras una prolongada espera, la puerta del despacho de Grobian se abrió y salió un joven. Llevaba el pelo castaño rojizo corto, engominado y peinado hacia atrás en un vano esfuerzo por dominar los rizos. Su rostro cuadrado estaba salpicado de pecas y sus mejillas todavía mostraban el suave vello de la adolescencia, pero nos miró con la seriedad de un adulto. Cuando vio al hombre de la cazadora Harley, sonrió con tan sincero placer que no pude evitar sonreír a mi vez.

– Billy el Niño -dijo el de la Harley dándole una palmada en el hombro-. ¿Qué tal va todo, chaval?

– Hola, Nolan, muy bien. ¿Sales hacia Texas esta noche?

– Así es. Eso si el gran hombre se decide a levantar el culo y me firma el albarán.

– ¿El gran hombre? ¿Te refieres a Pat? Ha estado revisando las cuentas del día, pero terminará enseguida. Siento mucho que hayáis tenido que esperar tanto, pero enseguida os atiende, de verdad. -El joven se aproximó a mí-. ¿Es la señora War… shas… ky? -Pronunció mi nombre con cuidado, aunque con poco éxito-. Soy Billy. Le dije que podía venir hoy, sólo que Pat…, el señor Grobian, no puede decirse que esté al cien por cien. Bueno, se le está haciendo tarde y quizá le cueste convencerlo, pero de todos modos la recibirá en cuanto organice el trabajo de estos hombres.

– ¡Billy! -gritó una voz masculina desde dentro del despacho-. Haz pasar a Nolan; ya está todo listo. Y ve a buscar esos faxes.

Se me cayó el alma a los pies: un recadero de diecinueve años con entusiasmo y sin autoridad había fijado mi reunión con el tipo que tenía autoridad pero ningún entusiasmo. Al mal tiempo, buena cara, me dije.

Mientras Billy enfilaba el corredor hacia el cuarto de las impresoras, los fumadores apagaron las colillas y se las metieron en el bolsillo. Nolan entró en el despacho de Grobian y cerró la puerta. Cuando salió unos momentos después, los demás entraron en tropel. Como dejaron la puerta abierta, me metí tras ellos.

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