¡Caramba, Freddy, qué sorpresa!
Los camioneros no se demoraron mucho con Grobian. Cuando volvieron a salir, el conductor de la cazadora Harley me guiñó un ojo y me hizo una seña levantando los pulgares, gesto que me llevó a ver al encargado del almacén un poco más alegre. ¿Tan malo es depender de la amabilidad de los desconocidos?
Grobian hablaba por teléfono mientras firmaba papeles. Su corte a cepillo seguía manteniendo una longitud militar; para conseguirlo tenía que segarlo cada dos días, aunque costaba imaginar de dónde sacaba tiempo para ello el jefe de tamaños dominios. Iba en mangas de camisa, y no pude evitar fijarme en lo fuertes que eran sus antebrazos: un tatuaje con el ancla de la marina cubría unos doce centímetros de piel vellosa.
En realidad, ni me miró, sólo me indicó una silla de tijera mientras terminaba la conversación. El casco y los pantalones rotos no eran tan femeninos como el revoloteo de las faldas de Jacqui, pero me ayudaron a no desentonar. Al sentarme me di cuenta de que llevaba los botines de piel cubiertos de barro seco. Nada sorprendente, habida cuenta de cómo me había tenido que arrastrar por debajo de la verja para entrar en el almacén, pero, de todos modos, bastante molesto.
Cuando Grobian colgó, quedó claro que no era a mí a quien esperaba, e igualmente claro que no se acordaba de mí.
– V. I. Warshawski -dije efusivamente-. Estuve aquí hace un par de semanas, con el joven Billy.
Apretó los labios: me habría señalado la puerta, no una silla, si me hubiera mirado cuando entré.
– Vaya. El alma caritativa. Sea lo que sea lo que Billy le haya dicho, la empresa no está interesada en su proyecto de guardería infantil para el instituto.
– Baloncesto.
– ¿Qué?
– Se trata de baloncesto, no de ninguna guardería infantil, lo cual demuestra que en realidad no se ha leído mi propuesta. Le enviaré un nuevo dossier.
Junté las manos sobre su escritorio con la piadosa sonrisa de una auténtica alma caritativa.
– Sea lo que sea, no vamos a financiarlo. -Miró la hora-. No tiene cita. De hecho, ¿cómo ha entrado? No me ha llamado nadie desde la puerta principal.
– Ya lo sé. Tiene que ser duro para usted cumplir con su agenda sin la ayuda de Billy. A todo esto, ¿por qué se escapó? Billy vino aquí después de…
De repente recordé la conversación que había mantenido con Billy el domingo después de misa.
– Ah, claro. Se chivó a su padre, le contó que le había visto con Josie Dorrado, y Billy vino aquí a enfrentarse con usted. Hace apenas unos minutos ha dicho que no vio a Billy el lunes, así que tuvo que ser el domingo. ¿Viene a la oficina los domingos? ¿Ya ha hablado de eso con el señor William?
Grobian se movió en el asiento.
– No veo que eso tenga nada que ver con usted.
– Aparte de ser una ingenua entrenadora de baloncesto, soy uno de los detectives que la familia contrató para buscar a Billy. Si su conversación con él fue la causa inmediata de su desaparición, le aseguro que la familia querrá saberlo.
Me miró frunciendo el ceño: tal vez gozara de la confianza del señor William, o incluso de Buffalo Bill; o tal vez sólo fuese una artista del timo. Antes de que pudiera desafiarme, agregué:
– El señor William y yo acabamos de tener una breve conversación ahí fuera. Soy la detective que encontró el Miata de Billy la otra noche, escondido entre las matas que hay debajo de la Skyway.
– Ya, pero Billy no iba al volante cuando se salió de la calzada.
– ¿Es un hecho demostrado, señor Grobian? -Me apoyé contra el respaldo para verle mejor la cara-. ¿Cómo lo sabe?
– Me lo dijeron los polis.
Negué con la cabeza.
– Lo dudo. Llamaré al jefe Rawlings del Distrito Cuarto para comprobarlo, pero cuando ayer le vi, no sabía quién conducía el coche.
– Pues entonces lo habré oído en el almacén. -Sus pálidos ojos se desviaron un momento hacia la puerta-. Los camioneros se pasan el día cotilleando. Habría sido mejor que me hubiesen contado lo de Czernin antes de que muriera, y no después.
– ¿A saber?
– A saber, lo de esa inglesa que se estaba tirando Czernin. -Me observó para ver si la vulgaridad hacía que una detective de alma caritativa torciera el gesto, pero mi expresión de educado interés no se alteró lo más mínimo-. Me han dicho que ella estaba en el coche, no Billy, y nadie sabe cómo se hizo con él.
– Entiendo -dije despacio-. ¿De modo que no sabía nada de ella hasta que apareció junto a Bron en el campo de golf ayer por la mañana?
– Si lo hubiese sabido, Bron habría estado en la oficina de empleo el lunes. No toleramos que se infrinjan las normas, y llevar a personas ajenas a la empresa en la cabina está muy mal visto en By-Smart.
– Pero si ella estaba en el Miata de Billy, no estaba en la cabina con Czernin.
– Czernin estaba… -se interrumpió-. La había estado paseando por el barrio durante las dos últimas semanas, de eso es de lo que me enteré cuando conté a los hombres lo que le había ocurrido.
– Me dice que Marcena Love estaba en el Miata de Billy y también que estaba en la cabina de Bron -dije-. Pero el camión y el coche no estaban juntos, de modo que Bron estaba conduciendo para By-Smart esa noche, ¿es así?
Me miró con una expresión imperturbable.
– Firmó el registro de salida de una carga a las cuatro y veintidós. Llegó a la primera entrega en Hammond a las cinco y diecisiete. Llegó trece minutos tarde a la siguiente entrega, en Merrill, y veintidós minutos tarde a la tercera, en Crown Point. Después de eso, que fue a las ocho menos diez, no volvimos a saber nada de él. Y ahora, si eso es todo…
– Eso no es todo, aunque es interesante que tenga anotadas esas horas con tanta precisión. ¿Sobre qué discutieron usted y Bron el lunes por la tarde?
– No discutimos.
– Todo el mundo les oyó gritar -dije-. El pensaba que iba a echarle un cable con las facturas de los médicos de su hija.
– Si ya lo sabía, ¿por qué me lo pregunta?
El tono fue beligerante; pero la mirada, precavida.
– Me gustaría oír su versión.
Me estudió con detenimiento y luego dijo:
– No tengo ninguna versión. Los camioneros son tipos rudos. No puedes manejarlos si no estás preparado para enfrentarte a ellos, y Czernin era el peor en ese aspecto. Había que pelear por todo con él: los horarios, las rutas, las horas extra. Creía que el mundo le debía el sustento y las peleas formaban parte de la convivencia con él.
– Siempre vi a Bron como un amante de las mujeres, no como un camorrista, y lo conocía desde el instituto -objeté-. Si era tan detestable, ¿por qué lo mantuvo en plantilla durante veintisiete años?
Grobian torció los labios y me lanzó una mirada lasciva.
– Ya, las tías siempre veían su faceta de amante, pero en el curro veíamos su faceta de camorrista. Detrás del volante era el mejor que teníamos, cuando estaba por la labor. En todos estos años no tuvo un solo accidente.
– Pues volviendo a su petición de ayuda a By-Smart para pagar las facturas del hospital de su hija…
– De eso no se habló -espetó.
– Tengo un testigo que le oyó prometer a Czernin que lo comentaría con…
– ¿Quién es? -inquirió.
– Alguien del programa de protección de testigos. -Sonreí cruelmente-. Esa persona dijo que Bron tenía un documento formal, limpio y ordenado, que demostraba que usted prometió echarle una mano con los gastos médicos de April.
Se quedó muy quieto durante un instante. La luz se reflejaba en sus gafas impidiéndome descifrar su expresión. ¿Estaba alarmado o sólo reflexionaba?
– Ese testigo le enseñó el documento, ¿no? -dijo por fin-. Entonces sabrá que nunca firmé nada.
– Así pues, ¿admite que había un documento? ¿Sólo que usted no lo firmó?
– ¡Yo no admito nada! Si lo tiene, quiero verlo. Tengo que saber quién anda inventándose cuentos sobre mí.
– Nadie se está inventando nada, Grobian. Salvo usted mismo con sus historias sobre cómo sabía que Billy no conducía su coche, o cómo usted y Bron en realidad no discutieron. Bron murió justo después de pelearse con usted. ¿Es una mera coincidencia?
El párpado derecho se le puso a temblar.
– Vuelva a decir eso y tendrá que repetirlo en un tribunal ante un juez. No tiene nada contra mí, ni una puñetera prueba. Está pescando sin cebo.
Sonó su teléfono y contestó de inmediato.
– ¿Sí? -Volvió a mirar la hora-. Ese maldito hispano llega con veintiséis minutos de retraso. Dile que se calme, que aún tengo para otros cinco minutos… Y tú también. -Colgó y me miró-. Aquí hemos terminado.
– No me sorprende que sea el encargado ideal para las rutas de transporte: es como un reloj parlante. Su hispano llega con veintiséis minutos de retraso, no media hora; Bron se había demorado veintidós minutos sobre el plan previsto. La familia nunca le ascenderá, es el perfecto jefe de personal para ellos.
Se levantó de un salto y se inclinó hacia mí hecho una furia pero también con miedo: había manifestado en voz alta sus peores temores.
– La familia confía en mí -gritó-. No me creo que en realidad la contrataran. Demuéstremelo.
Me reí.
– Llamemos al señor William, ¿le parece? ¿O prefiere que apostemos algo de dinero antes, digamos cien dólares?
Estaba tan pillado en su remolino de emoción que poco faltó para que picara; ya me veía cenando en el Filigree o pagando un tercio de la factura del teléfono. En el último instante, recobró la compostura lo bastante como para decirme que no tenía tiempo para gilipolleces y que tenía que marcharme. De inmediato.
Me levanté.
– Por cierto, ¿dónde encontró el camión de Bron? No estaba cerca del Miata bajo la Skyway, y desde luego no estaba donde encontré el cadáver de Bron.
– ¿Y a usted qué le importa?
– Bron conducía su camión; Marcena, según usted, iba sola en el Miata. Eso significa que en el camión seguramente habrá pruebas sobre quién le atacó, o sobre cómo le atacaron, o cualquier otro maldito indicio de algo. Me parece bastante complicado perder un tráiler, aunque no del todo imposible.
– Cuando lo encontremos, polaca, será la primera en saberlo. Y ahora, andando.
Metió el brazo con el tatuaje de la marina debajo de mi codo y me levantó dejándome de puntillas. Me perturbó que le resultara tan fácil moverme pero no opuse resistencia; necesitaba mis fuerzas para batallas más importantes.
Cuando estuvimos frente a los pasillos de mercancías con las cintas transportadoras tableteando en lo alto, habló por un micrófono de solapa.
– ¿Jordán? Tengo aquí a una chica que ha entrado en el almacén sin permiso. Ahora se dirige a la puerta principal; asegúrate de que salga del recinto, ¿quieres? Parka roja, casco marrón claro.
Decidí que explicarle que era una mujer, no una chica, sólo me serviría para enzarzarme en un tedioso rifirrafe que no me conduciría a nada. Grobian se quedó plantado con los brazos en jarras y me dijo que me largara. Yo me puse a cantar la vieja canción de Jerry Williams, «Soy una mujer, no una niña, quiero un hombre de verdad», pero emprendí la retirada.
Me negué a girar la cabeza para ver si Grobian seguía vigilándome y enfilé resueltamente el primer pasillo con la cabeza bien alta. Me pregunté cómo sabría si realmente me marchaba pero mientras avanzaba por los pasillos abarrotados de mercancías, debajo de las cintas transportadoras que no paraban quietas, cruzándome con empleados con batas rojas con el letrero «Be Smart, By-Smart» apilando de todo, desde cajas de vino etiquetado para By-Smart hasta enormes cajones llenos de decoraciones navideñas, vi las cámaras que espiaban desde todos los rincones. Mujer con parka roja y casco marrón claro, visible para todos sin excepción. Mientras me abría camino por el laberinto de pasillos, carretillas elevadoras y cajas, la megafonía iba atronando sin cesar: «Falta carretilla en A42N», «Caída grave en B33E», «Un mozo al muelle 213». Si daba media vuelta, me imaginaba que empezarían a bramar: «Anda suelta una mujer con parka roja, buscar y eliminar».
Entre el vino y las decoraciones navideñas, me agaché bruscamente detrás de una carretilla cargada con tres metros de cajas de cartón y me quité la parka. La volví del revés y me la eché doblada al brazo, escondiendo el casco debajo. En la trasera de la carretilla había un casco de By-Smart que el conductor había decidido no ponerse, pese a los grandes rótulos que instaban a «Hacer del puesto de trabajo un lugar seguro».
Me lo puse, remetí la parka detrás de un cajón de lámparas de rayos ultravioletas, y di media vuelta hacia el corredor donde estaban las oficinas. Grobian estaba reunido con un mexicano y no quería que yo supiera quién era. Eso significaba… que iba a averiguarlo.
La puerta de Grobian estaba cerrada, y un tipo con la parafernalia de los vigilantes de By-Smart, porra eléctrica, chaleco reflectante y demás, montaba guardia fuera. Me metí en el cuarto del papel, donde estaban las impresoras y el fax. No alcanzaba a oír lo que ocurría por culpa del ruido de las máquinas, así que al cabo de un par de minutos me asomé fuera otra vez. La puerta de Grobian se estaba abriendo. Agaché la cabeza y recorrí el corredor hasta la cantina. Desde las sombras del umbral, observé a Grobian pedir un vigilante que escoltara a su visitante de regreso al almacén.
No necesité estar muy cerca para reconocer al chavo que había visto en Fly the Flag dos semanas antes. La misma mata de pelo negro, las caderas estrechas, la chaqueta militar de camuflaje. Freddy. Había estado hablando con Andrés, luego con Bron y ahora con Grobian. Siguieron hablando mientras aguardaban al vigilante. Oí lo suficiente como para decir que hablaban en español, Grobian con la misma fluidez que Freddy. Pero ¿de qué hablaban?