El punki, acorralado como una rata
Anduve despacio de regreso a mi coche. Lo que debía hacer sin demora era llamar a Conrad Rawlings al Distrito Cuarto y denunciar el papel de Freddy en el incendio de Fly the Flag. Había tenido el móvil apagado todo el día. Había hablado con Amy un par de veces pero usé el teléfono de la sala de profesores del Bertha Palmer para llamar a mis clientes. Aunque ahora poco importaba que alguien me estuviera siguiendo la pista y viera que me encontraba en South Chicago. De hecho, si estaban prestándome tanta atención como para escuchar mis llamadas de móvil, oír que informaba a la policía de lo que sabía haría que no me siguieran molestando.
Para mi sorpresa, sólo eran las siete y media. Tantas emociones y esfuerzos durante la jornada me habían llevado a creer que había anochecido. Llamé al Distrito Cuarto resuelta a entregar a Freddy a la poli; que Conrad viera lo buena detective que era y cuánto colaboraba. Cuando me dijeron que acababa de marcharse quedé abatida.
La operadora del Distrito Cuarto no dio muestras de entusiasmarse demasiado con mis informaciones sobre el incendio provocado de Fly the Flag. Finalmente, logré que me pusiera con un detective, un agente novato que cumplió con las formalidades de tomar nota de mi nombre y el de Freddy, pero que al garantizarme que lo investigarían me sonó a una de esas mentiras comunes de la lengua inglesa; ni siquiera preguntó cómo se deletreaba mi apellido, y eso que le era imposible pronunciarlo, y sólo se apuntó mi teléfono porque insistí en dárselo.
Cuando colgué, vacilé un momento y acto seguido pulsé el número particular de Conrad; pese a todos los cambios y actualizaciones de móvil, lo conservaba en marcación rápida, posición cuatro, detrás del de mi oficina, de mi servicio de mensajes y del número de Lotty. No estaba, pero le dejé un mensaje detallado en el contestador. Quizá se enojara conmigo por haberle adelantado en la investigación, pero sabía que actuaría basándose en mis datos.
Moví los hombros, doloridos tras las tensiones de la tarde. Además, me sentía cansada después de la excursión del lunes por la noche. Muchos de mis compañeros de profesión parecían recibir palizas, entrar en chirona o soportar resacas sin dar muestras de necesitar reposo. Miré mi cara en el retrovisor; cierto, la luz era mala, pero estaba muy pálida.
Llamé a Mary Ann para decirle que llegaría a su casa en cuestión de una hora si no era demasiado tarde para ella. Alguien descolgó el teléfono pero no dijo nada, cosa que me alarmó, pero finalmente su voz áspera y grave me llegó a través del éter.
– No pasa nada, Victoria, estoy bien, sólo un poco cansada. Quizá no sea necesario que pases por aquí.
– Mary Ann, ¿estás sola? ¿Alguien ha contestado al teléfono por ti?
– Está aquí Victoria, mi vecina; lo ha cogido ella porque yo estaba en el baño y me imagino que no habrá dicho nada. Ahora volveré a la cama.
Había algo en su voz que me intranquilizaba.
– Tengo que ver a April Czernin; saldré hacia el norte en unos tres cuartos de hora. Me gustaría pasar sólo un momento, dejarte unas provisiones y verte si aún estás levantada; no te despertaré si duermes. Me diste un juego de llaves, ¿recuerdas?
– Ay, Victoria, siempre fuiste obstinada y persistente como la peste. Si tienes que venir, supongo que podré soportarlo, pero si vas a tardar más de tres cuartos de hora, llama para que no te espere despierta.
– ¿Supones que podrás soportarlo? -repetí, tan dolida por sus palabras como por su tono exasperado-. Pensaba…
Me interrumpí a media frase recordando que estaba enferma, que el dolor hacía que las personas reaccionaran de forma insólita. Mi propia madre había pasado noches en vela por mi padre, nos entretenía a mí y a sí misma con música, cocinando, con libros -leíamos juntas en voz alta obras de Giovanni Verga en italiano- y nunca se quejó de la espera ni de la preocupación. Y entonces, una noche, en el hospital, de repente se puso a chillar que mi padre no la amaba, que nunca la había amado, llevándose ella misma un susto tan grande como el que nos dio a mí y a mi padre.
– Josie sigue desaparecida -dije a mi entrenadora-. ¿Hasta qué punto la conoces? ¿Se te ocurre que haya alguien en cuya casa se sintiera a salvo? Tiene una tía en Waco que sostiene que Josie no está allí, pero a lo mejor la tía miente por ella.
– No conozco a las chicas Dorrado personalmente, Victoria, pero llamaré a algunos profesores por la mañana. Quizás haya quien pueda sugerirnos algo. Estoy en la cocina y necesito tumbarme.
Colgó bruscamente.
Pese a mis propias admoniciones, los bruscos modales de Mary Ann me dolieron. Me quedé sentada a oscuras, con dolor en las articulaciones. Tenía una magulladura nueva en el muslo de cuando había derribado a Freddy; notaba la hinchazón debajo de los vaqueros.
Descabecé un sueñecito en el coche caldeado, pero al cabo de unos minutos unos golpes en la ventanilla me dieron un susto tremendo. Cuando el corazón dejó de palpitarme vi que era el tío de Celine. Bajé la ventanilla.
– ¿Está bien, doña? Sufrió una mala caída ahí fuera.
Forcé una sonrisa.
– Estoy bien. Sólo me duele un poco. Su sobrina es una deportista muy dotada. ¿Cree que podría ayudarla a separarse de los Pentas? Van a quitarle brío, le impedirán sacar lo mejor de sí misma.
Charlamos un poco sobre eso, sobre las dificultades de criar a los hijos en South Chicago, y, aunque fuese triste decirlo, su hermano había abandonado a la familia y la madre de Celine le daba a la bebida, por decirlo a las claras, pero él había intentado hacer un esfuerzo con Celine: agradecía lo que yo estaba haciendo por ella.
Terminamos nuestro baile de agradecimientos mutuos por las respectivas preocupaciones acerca de Celine. Se marchó y llamé a los Czernin. Quizás habría colgado si hubiese contestado Sandra pero lo hizo April, con voz aletargada.
– Son las medicinas, entrenadora -contestó cuando le dije que esperaba no haberla despertado-. Es como si estuviera dentro de una gran bañera de bolas de algodón, no veo ni siento nada. ¿Cree que podría dejar de tomarlas?
– Eh, no corras tanto, muchacha, sigue tomándolas hasta que el médico te diga lo contrario. Más vale que ahora estés grogui unas cuantas semanas que tener que pasarte la vida en una cámara de oxígeno, ¿vale? Estoy a pocas manzanas de tu casa y tengo un cargador para tu teléfono.' ¿Puedo llevártelo? Además me gustaría pedirte que le echaras un vistazo a una cosa.
Se animó de golpe: estaba claro que necesitaba otra compañía que la de su madre. Tendría que hablar con sus profesores, buscar a alguien que pudiera llevarle los deberes y hacer que algunas compañeras de clase fueran a verla para contarle los chismes. Cuando llegué a la puerta, April estaba allí para abrirla, pero su madre montaba guardia detrás de ella.
– ¿Qué te has creído que somos, Tori, una obra benéfica por la que tienes que pasarte a cada tanto para echar una mano? Puedo ocuparme de mi niña sin tu ayuda. Ni siquiera he sabido que le habías regalado un maldito teléfono hasta esta tarde, y, si hubiese sabido que quería uno, se lo habría comprado yo misma.
– Cálmate, Sandra -espeté-. Es el teléfono de Billy; sólo lo está usando hasta que vuelva él a recogerlo.
– ¿Y no mataron a Bron porque tenía ese teléfono consigo?
La miré de hito en hito.
– ¿En serio? ¿Quién te lo ha dicho?
– Una de las mujeres del trabajo; dijo que en realidad buscaban a Billy pero que mataron a Bron porque como conducía el coche de Billy y usaba el móvil de Billy, pensaron que era Billy.
– Es la primera vez que oigo eso, Sandra.
Me pregunté si habría algo de verdad en la idea o si no era más que una de esas historias que circulan después de un desastre. Si yo fuese la poli, o tuviera los recursos de Carnifice, supongo que podría ir a la tienda de By-Smart donde trabajaba Sandra para averiguarlo. Tal vez Amy Blount estaría dispuesta a desplazarse hasta allí al día siguiente.
– April, ¿me dejas entrar un momento? Quiero enseñaros a ti y a tu madre un dibujo, a ver si significa algo para vosotras.
– Oh, entrenadora, claro, perdón.
April se apartó del umbral para dejarme pasar.
Era doloroso verla moverse con tanta lentitud y torpeza cuando hacía tan poco que trotaba como un potro con las demás chicas del equipo. Para disimular mi emoción, hablé casi con tanta brusquedad como Mary Ann al tiempo que sacaba el dibujo de la jabonera en forma de rana y se lo enseñaba.
– ¿Dónde encontraste esto? -inquirió Sandra.
– En la calle Cien con Swing. ¿Es que Bron te lo enseñó?
Resopló con desdén.
– Lo tenía en el banco de trabajo de ese taller suyo. Le pregunté qué era y me dijo que una trampa. Estaba haciendo algo para un tipo que conocía, y éste era el dibujo que el tipo le había dado. Siempre andaba haciendo cosas así.
– ¿Ayudaba a sus amigotes el bueno de Bron? -sugerí.
– ¡No! -Se le crispó el semblante-. Siempre se imaginaba que tenía una idea que iba a hacerle rico. Ranas de caucho aislante, ya me dirás quién iba a comprar eso; pero se echó a reír y me dijo: «Sé de alguien de By-Smart a quien le encantará».
– ¡Basta! -gritó April-. Deja de burlarte de él. Hacía cosas guapas, lo sabes de sobra, te hizo aquel escritorio, ¿no?, sólo que fuiste tan tonta que te lo vendiste para poder irte a Las Vegas con tus amigas la última Pascua. Si hubiese sabido que ibas a venderlo, te lo habría comprado yo misma.
– ¿Con qué dinero, señorita? -inquinó Sandra-. Tu fideicomiso…
La interrumpió un estrépito de cristales rotos en la parte trasera de la casa. Saqué la pistola y corrí a través del comedor hacia la cocina antes de que ninguna de las dos hubiese reaccionado. La cocina estaba vacía pero oí que alguien se movía en el cobertizo. Abrí la puerta, agazapándome, y me lancé contra las piernas de alguien.
El espacio era demasiado reducido para derribar al intruso, pero se estrelló contra el banco de trabajo y retrocedí para quedar fuera de su alcance sin dejar de apuntarlo con mi arma.
– ¡Freddy Pacheco! -Jadeaba pesadamente y las palabras me salían a trompicones-. No podemos seguir encontrándonos así. ¿Qué demonios haces aquí? Si has venido en busca del dibujo que hiciste, llegas con muchísimo retraso.
Se incorporó con intención de arremeter contra mí, pero retrocedió al ver el arma.
– Maldita zorra, ¿qué pintas aquí? ¿Me estás siguiendo? ¿Qué quieres de mí?
– Tantas cosas que no sé por dónde empezar. -Me incliné y le di un bofetón en la boca, tan deprisa que no llegó a reaccionar-. Para empezar, un poco más de respeto. Llámame «zorra» otra vez y te meto una bala en el pie izquierdo. La segunda, en el derecho.
– No vas a disparar eso, eres demasiado…
Disparé contra la pared, justo detrás de su cabeza. El ruido vibró espantosamente en el espacio cerrado, y Freddy se puso de un tono verdoso y se desplomó contra la mesa de trabajo de Bron. Emanó un hedor repugnante y, una vez más, me avergoncé de usar la pistola para aterrorizar al prójimo, aunque la vergüenza no hizo que lo enviara de vuelta al callejón con mis bendiciones.
A mis espaldas oí que Sandra entraba de puntillas en la cocina.
– Tienes a un indeseable en tu casa, Sandra. Llama al 911. Enseguida.
Comenzó a discutir conmigo, para variar, pero al mirar más allá de mí y ver a Freddy se escabulló. El teléfono estaba junto a los fogones; la oí chillar al auricular y gritarle a April que ni si le ocurriera entrar en la cocina.
– Bien, Freddy, habíame de esa rana. Hiciste el dibujo para Bron y él iba a montarla para ti, ¿no es verdad?
– Fue idea suya, tía, me dijo que su hija le había dicho que el pastor había hecho polvo el estéreo de Diego. Bron quiso saber cómo, tía, y se lo conté, por eso le hice el dibujo.
– Así que hiciste el dibujo. Y luego fuiste y pusiste la jabonera en forma de rana en el cuarto de secado de la fábrica.
– No, tía, qué va. Yo no maté a nadie.
– Pues entonces, ¿qué hacías la mañana que te encontré allí, eh? ¿Buscabas trabajo?
Se le iluminó el rostro.
– Sí, eso es, tía, quería un trabajo.
– Y Bron te encontró uno: quemar la fábrica, matando a Frank Zamar.
– Fue un accidente, tía, lo único que tenía que pasar era que se cortara la luz.
Se calló al darse cuenta de golpe de que había hablado demasiado.
– ¿Me estás diciendo que mataste a un hombre porque no sabías que ibas a provocar un incendio? ¿Estabas rodeado de tela y disolvente y no fuiste consciente de que se iba a encender todo?
Estaba tan furiosa que me costó lo mío no pegarle un tiro en el acto.
– Yo no hice nada, tía, no pienso decir ni una palabra más sin mi abogado.
Miró la pistola con inquietud, pero no me vi capaz de encañonarle otra vez, ni siquiera para obligarlo a desembuchar algo más. Y eso que estaba fuera de mí por el caos que había provocado, todo por su colosal estupidez.
– Entonces, ¿qué haces aquí? -inquirí-. ¿Para qué has entrado? ¿Para recuperar el dibujo?
Negó con la cabeza pero no dijo palabra.
Eché un vistazo al banco de trabajo.
– ¿Restos de tubos? ¿Restos de ácido?
– ¿Ácido? ¿Qué estás diciendo? -dijo Sandra con acritud detrás de mí.
– De un truquito que Freddy aprendió con el pastor Andrés -dije sin volverme-. Cómo usar ácido nítrico para cortocircuitar un cable. Bron montó un dispositivo para Freddy y Freddy incendió Fly the Flag. Aunque dice que lo hizo sin querer. ¿Está de camino la poli?
Sandra sólo captó una parte de mi explicación.
– ¡Cómo te atreves! ¿Cómo te atreves a venir a mi casa cuando estamos de luto y decir que Bron andaba provocando incendios? ¡Sal de mi casa! ¡Lárgate ahora mismo!
– Sandra, ¿quieres que os deje a ti y a April a solas con Freddy?
– Si va a contar mentiras sobre Bron a la policía, no quiero que lo arresten.
Empezó a darme patadas en las pantorrillas.
– ¡Sandra, para! ¡Para! Este tipo ha entrado a robar, es peligroso, tenemos que entregarlo a la policía. ¡Por favor! ¿Quieres que le haga daño a April?
No me oía, sólo seguía dándome patadas, tirándome del pelo, con el rostro hinchado y enrojecido. Me estaba echando encima toda la ira y el pesar de la última semana, de los últimos treinta años.
Me desplacé hacia un rincón del taller procurando apartarme de ella. Vino tras de mí haciendo caso omiso de Freddy, de los cristales rotos, viéndome sólo a mí, a su vieja enemiga.
– Descubriste que Boom-Boom se acostaba conmigo -soltó-. No lo soportaste. Pensabas que era tuyo, tuyo… ¡Tuyo, marimacho!
El insulto me picó de refilón, ya me dolería después, pero no ahora, teniendo que centrar mis energías en Freddy. Sandra no paraba de moverse y me dejaba muy poco espacio para situarme entre ella y Freddy. Levantó los brazos para pegarme y él la agarró, sujetándoselos. De repente flaqueó y se dejó caer contra él. Apareció una navaja en la mano derecha de Freddy y éste se la puso en el cuello.
– Ahora largo de aquí, zorra, o mato a esta mujer -me dijo.
Si le disparaba, corría el riesgo de darle a ella. Salí del cobertizo sin volverme. April estaba en la cocina. Su rostro hinchado estaba ceniciento y le costaba respirar.
– Cariño, tú y yo vamos a salir a la calle. Tienes que respirar profundamente. Vamos. -Puse mi voz seria de entrenadora-. Inspira. Cuenta hasta cuatro. Ahora suelta el aire despacio, yo iré contando y tú lo sueltas poco a poco.
– Pero mi madre está… el le…
– April, empieza a respirar. No va a hacerle daño y, además, los polis están al caer.
Me llevé a April empujándola por la acera hasta mi coche. Recliné al máximo el respaldo del asiento del pasajero para aligerar la presión de sus pulmones. Saqué la llave, puse el motor en marcha y conecté la calefacción a tope.
– Cierra las puertas en cuanto yo salga. No abras a nadie. Voy a ir por detrás para intentar ayudar a tu madre, ¿vale?
Le temblaban los labios y le faltaba el aire, pero asintió con la cabeza.
– Y no dejes de respirar. Es lo más importante que puedes hacer ahora mismo. Inspira, cuenta hasta cuatro, espira, cuenta hasta cuatro. ¿Entendido?
– S-sí, entrenadora -susurró.
Miré la hora: habían transcurrido más de diez minutos desde que Sandra llamara a la poli. Mientras daba la vuelta a la casa llamé otra vez al 911 por el móvil, que no apareció registrado automáticamente en la pantalla de la central de emergencias. Expliqué dónde estaba y dije que habíamos llamado hacía más de diez minutos. La operadora tardó una eternidad en localizar la llamada de Sandra. Finalmente la encontró y dijo que enviaban a alguien.
– ¿Cuándo? -dije yo-. ¿Ahora o con el Mesías? Tengo una niña con un paro cardiaco. ¡Mande una ambulancia aquí de inmediato!
– Usted no es la única que tiene una emergencia en esta ciudad, señora.
– Mire, usted y yo conocemos la historia del lejano South Side. Han asaltado una casa, tengo al asaltante conmigo y también a una niña muy grave. ¡Haga como que esto es Lincoln Park y mándeme un equipo YA!
La operadora dijo malhumorada que todas las emergencias se atendían por igual y que no podía fabricar una ambulancia para mí.
– Seguramente podría haberla construido yo con el tiempo que llevo esperando. Si esta niña muere, será noticia de primera plana y las cintas de estas llamadas se emitirán de costa a costa. Sus hijos y sus nietos se las sabrán de memoria.
Colgué cerrando el teléfono de golpe y corrí a la parte de atrás de la casa.
Salía luz a raudales por la ventana rota que daba al taller de Bron, pero la puerta trasera había sido abierta y cerrada con extrema violencia; ahora colgaba desencajada en el marco. Yo empuñaba mi pistola y cogí la tapa de un cubo de basura metálico para usarla como escudo. En la puerta, me puse en cuclillas y me serví de la tapa para abrirla de par en par. Ni un ruido. Entré agachada en la cocina, como la caricatura de un poli. Los pies me resbalaron con las bolas de cojinete que Freddy había arrojado al suelo y caí de rodillas. El ruido suscitó un grito sordo en una habitación contigua.
Me puse de pie y corrí al comedor. Sandra no estaba allí ni en la sala. Miré en el dormitorio y vi el tocador volcado para bloquear la puerta del armario empotrado. Lo aparté de un tirón. Sandra estaba tendida en el suelo, hecha un ovillo, gimoteando.
Me arrodillé a su lado.
– ¿Estás herida, Sandra? ¿Te ha cortado?
No dijo nada, se quedó tumbada llorando como un perro herido, entre apagados gemidos de dolor. Le palpé el cuello pero no hallé sangre, y tampoco vi que la hubiera en el suelo. Freddy había tirado al suelo toda la ropa de la cama; agarré una manta y envolví a Sandra con ella.
En los pocos minutos que había estado fuera con April, Freddy había asolado la casa entera cual plaga de langosta en Egipto. Había vaciado los cajones del dormitorio y el botiquín; había subido al cuarto de April, dado la vuelta a la cómoda y tirado el colchón de la cama. Y luego había abierto a patadas la puerta de atrás para huir. Seguramente Diego le esperaba con la camioneta en el callejón.
Volví a bajar lentamente en busca de Sandra.
– April está a buen recaudo en el coche. Si la ambulancia no llega pronto, ¿quieres que la lleve al hospital?
Le castañeteaban los dientes pero los apretó con fuerza y dijo:
– No te vas a llevar a mi niña de mi lado, Tori.
– No, Sandra, claro que no. Tú vienes también. ¿Qué ha hecho que ese punk irrumpiera así en tu casa?
– Ha dicho que… que quería la… ¡la grabación! -saltó de repente-. Como si yo… como si yo fuese una emisora. Dame la gra… grabación, decía sin parar.
– ¿La grabación? -repetí-. ¿Qué grabación?
Temblaba y estaba abatida; no tenía ganas de contestar a mis estúpidas preguntas. La acomodé en el sofá, puse agua a calentar para preparar té y fui al coche. Para mi gran alivio, April seguía respirando. Le estaba explicando la situación cuando por fin los blanquiazules doblaron la esquina entre los aullidos de las sirenas.