La niebla de… ¿qué?
– En los negocios siempre se corren riesgos. Puedo manejar esto sin que usted se inmiscuya. -Frank Zamar movía las manos sin descanso sobre su escritorio; parecían pájaros inquietos a punto de posarse en una rama.
– Según Rose -dije-, estas últimas semanas han sufrido una serie de sabotajes: ratas en los conductos de la calefacción, pegamento en las cerraduras de las puertas y ahora un sujeto que ha entrado a las seis de la mañana. ¿No le preocupa lo que está sucediendo?
– Rose lleva buena intención, lo sé muy bien, pero no tenía derecho a meterla en esto.
Lo miré exasperada.
– Así pues, ¿prefiere dejar que su fábrica se convierta en humo en lugar de averiguar quién está haciendo esto y por qué?
– Nadie va a incendiar mi fábrica.
Su rostro cuadrado tenía un aire vencido; sus bravatas no se correspondían con el desasosiego que reflejaban sus ojos.
– ¿Tiene a las bandas tan cabreadas con usted que le da miedo denunciarlas? -inquirí-. ¿Se trata de sobornos a cambio de «protección», Zamar?
– No, no estoy pagando ninguna jodida protección -dio una palmada sobre el escritorio para enfatizar sus palabras, pero no me convenció.
– Me gustaría hablar con el personal para ver si alguien tiene alguna idea sobre el individuo que ha entrado en la planta esta mañana.
– ¡Usted no va hablar con ningún operario mío ni de coña! ¿Quién le ha pedido que se meta en mis asuntos, además? ¿Cree que voy a pagarle por merodear en mi fábrica?
Murmuraba sus protestas, no las gritaba, lo cual me pareció que no auguraba nada bueno: era un hombre temeroso de lo que yo pudiera descubrir. Asentí, no obstante, a sus palabras: nadie iba a pagarme por dedicar mi tiempo a Fly the Flag.
Al levantarme dije como de pasada:
– No lo estará haciendo usted mismo, ¿verdad?
– ¿Hacer el qué? ¿Se refiere a meter ratas muertas en mi propio sistema de calefacción? ¡Usted está loca, es una… una zorra entrometida! ¿Por qué iba a hacer yo semejante disparate?
– Ha despedido a once personas este otoño. Su negocio no marcha bien. No sería el primero que tratase que las pérdidas de su empresa las pagase la aseguradora. Que un acto de sabotaje lo obligara a cerrar resolvería un montón de problemas, ¿no?
– Despedí a esas personas porque la situación económica es mala, sí. En cuanto mejore, volveré a contratarlas. Y ahora largo de aquí.
Saqué una tarjeta de mi bolso y la dejé encima del escritorio.
– Llámeme cuando decida contarme quién le tiene tan asustado que ni siquiera quiere proteger su propio negocio.
Salí del despacho y crucé la planta hasta donde Rose estaba cosiendo un intrincado logo dorado sobre una gigantesca pancarta azul marino. Levantó la vista hacia mí, pero no dejó de mover el pesado tejido dentro de la máquina. Entre las máquinas de coser, las gigantescas cizallas eléctricas y las planchas industriales de vapor, el estruendo era considerable; me agaché para gritarle directamente al oído.
– Sostiene que no está ocurriendo nada a pesar de la evidencia. Tiene miedo de alguien o de algo, tanto que no quiere hablar de ello, en mi opinión. ¿Tiene alguna idea de qué podría ser?
Rose negó con la cabeza sin apartar la mirada del trabajo que estaba haciendo.
– Dice que ninguna banda está extorsionándolo. ¿Usted se lo cree?
Encogió un hombro sin interrumpir el rápido movimiento de las manos que guiaban la aguja a través de la tela.
– Usted conoce este barrio. Sabe que hay muchas bandas callejeras aquí. Los Pentas, los Latin Kings, los Lions, cualquiera de ellas podría estar haciendo algo malo. Pero normalmente son más violentos que eso; romperían las ventanas, o algo por el estilo, no pondrían silicona en las cerraduras.
– ¿Y cómo ha entrado el tipo de esta mañana? -pregunté. Quizá me hubiera dejado la puerta trasera abierta al forzar la cerradura: no lo creía, pero tampoco habría puesto la mano en el fuego-. ¿Quién tiene llaves aparte de Zamar?
– Los capataces; Larry Ballarta es el de día, y Joel Husack, el del segundo turno.
– Y usted ¿no entra temprano a menudo también?
Esbozó una sonrisa nerviosa.
– Sí, pero yo no intento hacer daño a la fábrica, lo que quiero es que siga abierta.
– Quizás intenta que Zamar piense que es usted indispensable, y así no la pondrá en la calle en la próxima ronda de despidos.
Por primera vez no metió la tela en la máquina con la rapidez necesaria. Me echó una maldición entre dientes cuando el tejido se frunció debajo de la aguja.
– Mire lo que me ha hecho hacer. ¿Cómo se atreve a decir eso? ¡Es la entrenadora de Josie! Ella confía en usted. Yo he confiado en usted.
De repente una mano me agarró del hombro y me levantó de un tirón. El ruido de las máquinas era tan fuerte que no había oído acercarse al encargado.
Mientras me tenía bien sujeta, se dirigió a Rose Dorrado.
– Rose, ¿desde cuándo estás autorizada a recibir visitas en tu puesto de trabajo? Más te vale no quedarte rezagada cuando acabe la jornada.
– No ocurrirá -dijo Rose, roja de ira-. Y no es una visita, es una detective.
– ¡A la que tú has invitado! Aquí no pinta nada. El jefe le ha dicho que se largue, así que, ¿qué demonios haces hablando con ella? -me sacudió el hombro-. El jefe le ha dicho que se marche, y se va a marchar ahora mismo.
Me llevó por la fuerza hasta la puerta y me echó fuera dándome un empujón tan fuerte que choqué contra un hombre que se disponía a entrar.
– Tranquila, te tengo. -Me agarró e impidió que cayese-. No habrás venido borracha a trabajar, ¿verdad, hermana?
– No, hermano, hoy no, aunque ahora mismo no me parece mala idea.
Me aparté de él y sacudí la suciedad de los hombros allí donde me había tocado el encargado.
El desconocido se mostró perplejo y luego preocupado.
– ¿Te han despedido, quizá?
Tenía un ligero acento hispano, aunque mi supina ignorancia me impidió saber si era mexicano, puertorriqueño o español. Como buena parte de los obreros, era un hombre moreno y fornido, pero el traje oscuro y la corbata no pegaban en una fábrica.
– Soy una investigadora a quien el señor Zamar no quiere contratar; de hecho, no quiere ni hablar conmigo. ¿Sabe algo sobre los intentos de sabotaje en la planta?
Asintió, y le pregunté qué podía decirme al respecto.
– Sólo que algunos miembros de la comunidad están preocupados. ¿Hoy ha habido otro incidente?
Lo miré con recelo preguntándome hasta qué punto sería de fiar; pero, si no sabía nada, tampoco iba yo a decírselo. Sólo se refirió a que el señor Zamar tenía muchos problemas y que no podía permitirse perder la fábrica.
– ¿Por qué Zamar no quiere llamar a la poli? -inquirí.
– Si lo supiera, sería un hombre sabio. Pero se lo preguntaré.
– Y si contesta, hágame un favor y confíeme el secreto. -Saqué una de mis tarjetas y se la di.
– V. I. Warshawski. -Leyó cuidadosamente-. Yo soy Robert Andrés. Buenos días, hermana Warshawski.
Nos dimos la mano para sellar tan curioso y formal saludo. Aunque pasé el resto de la jornada trabajando para mis clientes de verdad, la cabeza se me iba una y otra vez a Frank Zamar y Fly the Flag. Me preocupaba haber puesto a la defensiva a Rose, innecesariamente, al dar a entender que ella podía ser la saboteadora. Antes de reunirme con Zamar la idea me había parecido plausible, porque Rose estaba tan angustiada por su empleo que quizá quisiese demostrar que era indispensable: allí estaba ella, llegando temprano, encontrando ratas en las conducciones de aire, pidiendo ayuda, ¡hasta contratando a una detective! ¿Quién sería capaz de despedir a tan abnegada empleada?
Después de hablar con Zamar, ya no creía que Rose estuviese implicada. Había algo en aquellos incidentes que le preocupaba sobremanera. El hombre con quien había tropezado en la entrada, Robert Andrés, quizá supiera de qué se trataba; tendría que haberle pedido el número de teléfono. Estaba tan ofuscada por el enojo y la humillación que me había causado el encargado al echarme que descuidé lo fundamental.
Tal vez Zamar estuviera enamorado de Rose y ni se le ocurría pensar que pudiera ser la responsable. O estaba interesado en Julia, la hija de Rose y su bebé; había donado chaquetas de chándal y solía ir a verla jugar. ¿Acaso sería el padre de la criatura? ¿Iba Rose a destruir Fly the Flag a modo de castigo?
– Déjalo correr, Warshawski -dije en voz alta-. Si sigues así acabarás escribiendo guiones para el programa de Jerry Springer.
Me hallaba en los suburbios del oeste buscando a una mujer que había abandonado una caja de seguridad con ocho millones en títulos al portador, y tenía que poner los cinco sentidos en esa tarea. Localicé a su hija y a su yerno, quienes me dieron la impresión de saber más de lo que decían. Mi cliente regentaba una charcutería propiedad de la mujer; y se había preocupado cuando la dueña desapareció de repente. Poco después de las tres, encontré finalmente a la mujer en un hogar de ancianos donde la habían internado contra su voluntad. Hablé con mi cliente, que salió corriendo hacia la residencia acompañada de un abogado. Mientras conducía deprisa hacia South Chicago para llegar a tiempo al entrenamiento de recuperación de mi equipo, me sentía cansada pero satisfecha del éxito.
Las chicas jugaron bien, contentas de que el gimnasio estuviera limpio. Por primera vez dieron la impresión de ser un equipo real; quizá la pelea había conseguido por fin unirlas de verdad. Hicimos una tabla corta de ejercicios y se marcharon con la cabeza bien alta, exultantes por mis alabanzas y su confianza en su propia habilidad.
Camino de casa, atascada en el tráfico de la hora punta, llamé al servicio de mensajes. Para mi asombro, tenía un mensaje de Billy el Niño. Cuando lo llamé al móvil me dijo un tanto aturullado que había hablado con su abuelo sobre mí y el programa de baloncesto del Bertha Palmer. Si quería, podía ir a la oficina central por la mañana para asistir a la plegaria que se decía al inicio de la jornada.
– Si el abuelo tiene tiempo, después hablará con usted. No pudo prometerme que la atendería ni que la ayudaría, pero dijo que podía ir. Lo único es que tendrá que estar allí hacia las siete y cuarto.
– Fantástico -dije con una efusividad que distaba mucho de sentir. Aunque suelo levantarme temprano, nunca he sido tan entusiasta de los madrugones como Benjamin Franklin. Pedí a Billy el Niño indicaciones para ir a la sede de la empresa en Rolling Meadows.
Cuando me las hubo dado agregó:
– El caso es que yo también estaré allí, señora Wart… shas… ky, porque ayudo un poco en el oficio. El pastor es de la iglesia del Mount Ararat, ya sabe, la que hace el intercambio con mi parroquia, para oficiar el servicio matutino. Es probable que tía Jacqui también asista, así que no todos le serán desconocidos. En cualquier caso, llamaré a Hermán, el vigilante del turno de la mañana, para que sepa que tiene que dejarla entrar. Y avisaré a la secretaria del abuelo por si acaso, a ver si él tiene tiempo para hablar con usted. ¿Cómo le va al equipo de baloncesto?
– Están entrenando con ganas, Billy, pero no comenzarán a competir hasta enero.
– ¿Qué tal van… Sancia y… Josie?
– ¿Pasa algo con ellas? -pregunté.
– Bueno, ya sabe, van al Mount Ararat y…, bueno, ¿cómo les va?
– Bien, supongo -repuse, preguntándome si podría reclutar a Billy para que le diera clases particulares a Josie: si iba a ir a la universidad necesitaría ayuda. Aunque no sabía qué clase de estudiante había sido él y tampoco quería comenzar una conversación de ese calibre en medio de la autovía.
– ¿Podría presenciar alguna vez un entrenamiento? Josie me dijo que usted es muy estricta y que no deja entrar a los chicos en el gimnasio.
Contesté que quizás encontráramos la manera de hacer una excepción si podía salir temprano del trabajo una tarde, y terminé la conversación dándole calurosamente las gracias por abrirme las puertas de la oficina de su abuelo. Aunque eso supusiera volver a levantarse a las cinco para hacer el trayecto hasta la otra punta de Chicagoland.
Cuando colgué recordé lo que había ocurrido con Rose Dorrado aquella mañana. Había manejado la situación muy mal y le debía una disculpa.
Fue Josie quien respondió a mi llamada. Oí berrear a María Inés cerca del aparato y antes de contestar le chilló a su hermana que cogiera al bebé.
– Es tu hija, Julia, ocúpate un poco de ella para variar… ¿Diga? ¡Oh, entrenadora, hola!
– Hola, Josie. ¿Está tu madre? Me gustaría hablar con ella.
Se quedó callada un momento.
– Todavía no ha vuelto a casa.
Me fijé en un desvencijado Chevy que quería meterse delante de mí con prepotencia y aminoré un poco para cederle el paso.
– Esta mañana he ido a la fábrica; ¿te lo ha contado? -pregunté
– No la he visto desde el desayuno, entrenadora, y ahora, si me disculpa, tengo que ponerme a preparar la cena para mis hermanos.
Percibí una nota de inquietud en su voz.
– ¿Te preocupa que le haya ocurrido algo?
– No, no, supongo que no. Ha llamado y me ha dicho que vendría más tarde, o sea, dijo que tenía que hacer algo, a lo mejor horas extraordinarias, supongo, pero no me dijo el qué, sólo que me encargara de la cena de los niños, y, bueno, ya se sabe. Pero ya les hice el desayuno, y ahora el bebé no para de llorar, Julia no me ayuda y tengo que hacer el trabajo de Ciencias.
Me imaginé el atestado apartamento.
– Josie, mete al bebé en la cama. No le pasará nada malo por que llore un rato. Apaga el televisor y haz tu trabajo de Ciencias en la sala. Tus hermanos ya son mayorcitos y pueden abrirse una lata de lo que sea y jugar con sus Power Rangers en el comedor. ¿Tienes microondas? ¿No? Bueno, ¿tienes una lata de sopa? Caliéntala en el fogón y que se la coman. Tus estudios son lo primero. ¿De acuerdo?
– De acuerdo, supongo; pero ¿qué voy a hacer si todo esto sigue como hasta ahora?
– ¿De verdad piensas que seguirá así?
El conductor de un camión hizo sonar la bocina; me había despistado y había dejado un gran hueco delante de mí.
– Si ha encontrado otro empleo, sí.
– Hablaré con tu madre sobre eso. De todos modos, tengo que hablar con ella. ¿Puedes apuntar mi número? Cuando vuelva, dile que me llame.
Una vez que hubo repetido mi número de teléfono, volví a darle el mensaje. Antes de colgar oí que le gritaba a su hermana que cuidara de María Inés si no quería que la metiera en la cama. Pensé que aquélla había sido mi buena obra del día, o mis dos buenas obras si contaba el haber encontrado a la patrona desaparecida de mi cliente.
Cuando llegué a casa los perros se volvieron locos de alegría, como si llevaran doce meses sin verme en lugar de doce horas. Morrell me dijo muy ufano que los había llevado hasta el lago; una verdadera proeza: no era capaz de subir el único tramo de escaleras de su piso cuando lo traje desde Zurich siete semanas antes. Todavía necesitaba bastón para andar, y Mitch había puesto en peligro el equilibrio de Morrell varias veces; después de tanto ejercicio tuvo que tumbarse una hora, pero había caminado las cuatro manzanas sin ningún percance y no parecía encontrarse peor después del paseo.
– Lo celebraremos -dije entusiasmada-. Hoy he superado a Sherlock Holmes, al menos esta tarde, y tú has superado a Hillary en el Everest. ¿Estás en forma para otra excursión, o voy a buscar algo?
No sólo estaba en condiciones de salir, sino que tenía ganas de hacerlo: hacía mucho tiempo que no pasábamos una velada a solas.
Mientras me duchaba y cambiaba, Marcena regresó. Cuando salí estaba sentada en un sillón, con un botellín de cerveza, acariciando las orejas de Mitch. Cuando entré en el salón el perro meneó la cola para demostrar que me conocía, pero seguía mirando a Marcena con una expresión de arrobo idiota. Tendría que haberme dado cuenta de que era tan buena con los perros como con todo lo demás.
Alzó la cerveza a modo de brindis.
– ¿Qué tal las atletas en ciernes?
– Van mejorando -respondí-. De hecho, el lunes hablaron de ti: te echaron de menos. ¿Volverás a visitarnos pronto?
– Intentaré acercarme al instituto una de estas tardes. Estos últimos días he ido haciendo pesquisas por el vecindario -esbozó una sonrisa provocadora.
– Y así echas leña al fuego en la cancha -añadí con aspereza-. Sólo para tu información, South Chicago es una comunidad muy pequeña donde todo el mundo mete las narices en los asuntos ajenos.
Me dedicó una burlona reverencia de agradecimiento.
– La verdad, Marci -dijo Morrell-, si quieres escribir sobre esas personas, no puedes provocarlas y generar una historia sólo para tener algo espectacular que explicar.
– Por supuesto que no, querido, pero ¿es culpa mía que me presten demasiada atención? Lo que intento es conocer los entresijos de la comunidad. Aunque también hago otras cosas: voy a intentar que la oficina central me permita entrevistar al viejo señor Bysen. Su secretaria me ha dicho que nunca habla con la prensa, así que estoy intentando conseguirlo de otro modo. Pensaba utilizar tu programa de baloncesto para acercarme, Vic.
– Creo que me he adelantado a ti -dije con displicencia-. Mañana asistiré a la plegaria matutina.
Su teléfono móvil empezó a sonar. Lo sacó de entre los cojines. Mitch le tocó la pierna con una pata, enfadado al verse abandonado, pero ella no le hizo ningún caso.
– ¿Sí? ¿En serio? ¡No me digas! ¡Qué divertido! ¿Y qué hizo él?… Vaya, qué mala suerte. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Seguro que es una buena idea? ¿Cómo? ¿Ahora mismo? Vale, de acuerdo, ¿por qué no? En tres cuartos de hora, entonces.
Cuando cortó la comunicación, le brillaban los ojos.
– Hablando de South Chicago, ése era uno de mis contactos en el barrio. Hay una reunión a la que quiero acudir, así que os dejaré para que disfrutéis de una velada íntima. Pero antes, Vic… Quiero ir contigo a lo de mañana.
– Ya me lo figuro -dije sin convicción-, pero voy a marcharme a las seis y media. Me han dicho que tengo que llegar antes de las siete y cuarto y no quiero dejar pasar la oportunidad de hablar con Buffalo Bill.
– ¿Buffalo Bill? ¿Así es como le llaman? Ah, claro, porque es un bisonte. No hay problema. ¿A qué hora vas a levantarte, dices? ¿Tan pronto? Si no estoy levantada a las seis, despiértame, ¿vale?
– El despertador está al lado de la cama -dije sin poder ocultar mi enfado.
Sonrió de oreja a oreja.
– Si vuelvo muy tarde puede que no lo oiga.
Cinco minutos después se marchó. Morrell y yo fuimos a comer sarnosas y curry a un restaurante de Devon Avenue, pero me costó lo mío recuperar el buen humor.