Capítulo 12

Prácticas empresariales

En la sala de juntas el grupo se distribuyó prácticamente igual que lo había hecho para las oraciones, con Bysen en la cabecera de la mesa y Mildred a su derecha. Los hijos y Linus Rankin se sentaron a los lados. La ayudante de Mildred, la mujer nerviosa del rincón de la antecámara, entró con un pliego de mensajes telefónicos, que Mildred repartió entre los hombres.

Entregué a Mildred el informe que había redactado para mi reunión en el almacén; cuando le dije que sólo había llevado dos copias, envió a su ayudante a fotocopiarlo a toda prisa. La ayudante no tardó en regresar haciendo malabarismos con una pila de copias y una bandeja con café, latas de refrescos y agua.

Durante la espera todos los hombres estuvieron pendientes de sus móviles. Linus pidió a alguien que investigara acerca de mí, y William comenzó su ronda de llamadas, hablando con miembros del consejo de administración para asegurarles que By-Smart no estaba cediendo ante los sindicatos. Roger mantuvo una animada conversación sobre un problema en una tienda donde el personal de noche se había quedado encerrado: alguien había sufrido un ataque epiléptico, según me pareció entender de lo que escuché sin reservas, y se había mordido la lengua hasta partirla porque nadie había podido abrir la puerta al servicio médico de urgencia.

– ¿Encerrados? -solté cuando colgó, olvidando que estaba intentando ser de lo más almibarado ante la plana mayor de los Bysen.

– Eso no es de su incumbencia, jovencita -espetó Buffalo Bill-. Pero cuando una tienda está en un barrio peligroso, no pongo en peligro la vida de nuestros empleados dejándolos expuestos a que los atraquen todos los drogadictos que vagan por la calle. Gary, habla con el gerente: tiene que montar un sistema de seguridad adicional para dejar que la gente salga en caso de emergencia. Linus, ¿corremos algún riesgo legal con esto?

Me mordí la lengua para no agregar nada más mientras Rankin tomaba notas. Al parecer era el abogado de la empresa.

Roger, asqueado, dejó a un lado su teléfono móvil y se volvió hacia William.

– Ahora, gracias al idiota de tu hijo, tenemos a tres proveedores que piensan que pueden cancelar sus contratos porque nuestros costes laborales van a subir, ¿qué te parece?, y saben que comprenderemos que a no ser que cierren y se larguen a Birmania o a Nicaragua no pueden satisfacer nuestras exigencias de precio.

– Tonterías -terció el viejo-. No tiene nada que ver con Billy, quieren escabullirse con el lloriqueo habitual. Para algunas personas es como un juego, quieren ver si tenemos agallas. Sois un hatajo de inútiles. No sé qué será de esta empresa cuando yo ya no pueda estar todos los días al pie del cañón.

Mildred murmuró algo al oído de Bysen, que me miró y dijo:

– Muy bien, jovencita, vayamos al grano.

Crucé las manos encima de la mesa y lo miré a los ojos.

– Tal como he dicho, señor Bysen -comencé-, me crié en South Chicago y estudié en el Bertha Palmer. De allí fui a la Universidad de Chicago tras jugar en el campeonato de institutos; eso me valió una beca por méritos deportivos que hizo posible que siguiera mis estudios superiores. Cuando usted era alumno del Bertha Palmer, y cuando años después lo fui yo, el instituto ofrecía programas de…

– Todos conocemos la triste historia del deterioro del barrio -me interrumpió William-. Y sabemos también que usted ha venido aquí esperando que demos limosna a gente que no trabaja para ganarse la vida.

Noté que me sonrojaba y olvidé mi necesidad de comportarme lo mejor posible.

– No sé si en verdad piensa eso o si no para de repetirlo para no tener que reflexionar sobre lo que realmente significa mantener a una familia cobrando siete dólares a la hora. No estaría de más que todos los que están sentados a esta mesa intentaran hacer eso durante un mes antes de juzgar tan deprisa lo que ocurre en South Chicago.

– Muchas de las chicas de mi equipo pertenecen a familias en las que las madres trabajan sesenta horas semanales sin percibir horas extra. Quizás estén en su almacén o en su tienda de la Noventa y cinco, señor Bysen, o en McDonald's, pero le aseguro que trabajan de firme, más que yo, más que usted. No andan por las esquinas pidiendo limosna.

William intentó interrumpirme, pero lo fulminé con una mirada más fiera que la que jamás hubiese recibido de su padre.

– Déjeme terminar y luego escucharé sus objeciones. Esas mujeres desean que sus hijas dispongan de una oportunidad como Dios manda para labrarse un futuro mejor. Una buena educación es la mejor baza que esas chicas tendrán para conseguir esa clase de oportunidad, y el deporte es un factor clave para mantenerlas en la escuela; quizás incluso sirva para que algunas puedan acceder a la universidad. Para ustedes, financiar un programa que facilitara a mis dieciséis chicas un equipamiento decente, un entrenador competente y unas instalaciones donde no corran el riesgo de romperse una pierna cada vez que efectúan un lanzamiento rápido, sería una gran obra de beneficencia. Su coste sería una nimiedad hasta para su tienda de South Chicago; para el conjunto de la empresa, una nadería, pero en cambio les proporcionaría una publicidad magnífica.

– Acabo de oír al señor Roger convencer a un proveedor de que les suministre no sé qué a seis centavos menos de lo que pedía. El señor Gary Bysen está molesto porque una empleada se ha mordido la lengua tras pasarse toda una noche encerrada. Cuando estas cosas salen a la luz, hacen que ustedes parezcan el Scrooge de Norteamérica, pero si apoyaran un programa importante en el barrio del propio señor Bysen, en su propio instituto, podrían presentarse como héroes.

– Tiene usted mucho coraje, hay que reconocerlo -dijo William con su voz aflautada.

Bysen frunció el ceño.

– ¿Y usted cree que cincuenta y cinco mil dólares es «una nimiedad», señorita? Su negocio debe de ir viento en popa para que esa suma le resulte trivial.

Hice unos cálculos rápidos en la hoja de papel que tenía delante.

– Seguro que el señor Linus le dará las cifras exactas, así que no voy a entrar en detalles, pero si hubiese manera de cortar un dólar en cuarenta mil trozos, uno de esos cuarenta mil trozos sería el equivalente de lo que tendrían que invertir. Y eso sin contar las deducciones fiscales, ni intangibles como el beneficio publicitario.

Gary y William intentaron hablar a la vez; el teléfono móvil de Linus Rankin sonó al mismo tiempo y el propio Bysen se puso a rugir cuando Marcena abrió la puerta de la sala de juntas y entró la mar de contenta.

Me guiñó un ojo con la intención de que el gesto fuese tan sutil que nadie reparase en él, y se volvió hacia Bysen.

– He venido con la señora Warshawski; Marcena Love; su Pete Boyland me estaba hablando sobre el departamento de compras y me he retrasado. ¿Es usted el que está junto al Thunderbolt en la foto de ahí fuera? Mi padre fue piloto de Hurricanes en Wattisham.

Buffalo Bill resopló.

– ¿Wattisham? Pasé dieciocho meses allí. El Hurricane era un buen aparato; nunca se le otorgó el respeto que merecía. ¿Cómo se llamaba su padre?

– Julián Love. Escuadrón Tigre Setenta.

– Mmm… Usted y yo vamos a tener que hablar, señorita. ¿Trabaja con esta muchacha del baloncesto?

– No, señor. He venido de visita desde Londres. He recorrido South Chicago, de hecho con uno de sus conductores, perdón, quería decir camioneros. Lo siento, no acabo de pillar del todo la jerga norteamericana.

El acento de Marcena se iba haciendo más marcado a medida que hablaba. Bysen se estaba bañando en él pero sus hijos no mostraban tanto entusiasmo.

– ¿Quién le deja subir a la cabina de uno de nuestros camiones? -inquirió William-. Eso contraviene la ley además de la política de la empresa.

Marcena levantó la mano como dando el alto.

– Lo siento. ¿Usted está a cargo de los camiones? No sabía que estaba quebrantando la ley.

– Aun así quiero su nombre -dijo William.

Marcena adoptó una expresión compungida.

– He metido la pata, ¿verdad? No quiero causarle problemas a nadie, así que dejémoslo en que no volveré a hacerlo. Señor Bysen, ¿hay alguna posibilidad de que pueda reunirme con usted antes de regresar a Inglaterra? Crecí escuchando las batallas aéreas de mi padre; me encantaría oír su versión de esos años; mi padre estaría contentísimo de que hubiese conocido a uno de sus viejos camaradas.

Bysen se pavoneó y resopló un poco y le pidió a Mildred que le buscara un hueco durante la semana siguiente antes de volverse para fulminarme con la mirada.

– Y en cuanto a usted, jovencita, ya recibirá noticias nuestras.

Linus había estado hablando por su teléfono móvil durante la actuación de Marcena; se levantó para pasarle una hoja de papel a Bysen. El viejo le echó un vistazo y puso cara de pocos amigos.

– Veo que ha arruinado un buen puñado de negocios importantes, jovencita, y que se ha inmiscuido en asuntos que no eran de su incumbencia. ¿Siempre se mete donde no la llaman?

– El joven Billy quiere que me inmiscuya en el baloncesto de las chicas, señor Bysen, y con eso me basta. Me consta que estará ansioso por saber cómo ha ido nuestra conversación.

Bysen me sostuvo la mirada, como si sopesara los deseos de Billy contra mi entrometimiento.

– Aquí ya hemos terminado, jovencita. William, Roger, aseguraos de que se marcha.

William dijo a su hermano que se encargaría de mí. Cuando salimos de la sala de juntas, su mano apoyada en mi nuca, me dijo:

– Mi hijo es, en esencia, un buen chico.

– Le creo. Lo vi en el almacén y me impresionó el modo en que le respondían los empleados.

– El problema es que es demasiado confiado; la gente se aprovecha de él. Por añadidura, mi padre siempre ha sido tan indulgente con él que todavía no se hace cargo de cómo funciona en realidad el mundo.

No acababa de ver adonde estaba yendo aquello, de modo que dije cautamente:

– Es un problema frecuente en los hombres hechos a sí mismos como su padre: son demasiado estrictos con sus hijos pero la tercera generación no se ve sujeta a las mismas restricciones.

Se mostró sorprendido, como si hubiese revelado una inasible verdad sobre su vida.

– Así pues, ha reparado en el modo en que lo trata el viejo. Ha sido la misma historia desde que Billy nació: cada vez que intento, no ya establecer los mismos límites que papá fijó para nosotros, sino tan sólo orientarlo un poco, papá mete baza a la baja y luego me culpa por…, bueno, eso no viene al caso. Soy el director financiero de la empresa.

– Y salta a la vista que se le da muy bien, dadas las cifras que manejan.

Estábamos siendo tan acaramelados que me sentí como si nos estuviéramos bañando en melaza.

– Si dispusiese de verdadera autoridad, superaríamos a Wal-Mart, sé que podríamos, pero mis decisiones en la empresa son como las que tomo como padre; de todos modos, quiero saber cuándo tiene previsto ver a Billy y qué piensa decirle.

– Voy a transmitirle exactamente lo que se ha dicho en la reunión y a pedirle que me lo interprete: ustedes son perfectos desconocidos para mí, de manera que no siempre entiendo qué quieren decir con lo que dicen.

– Ése es el quid -apuntó William-. Todos decimos cosas, pero trabajamos juntos como una familia. Mis hermanos y yo, me refiero: crecimos peleando, el viejo pensó que eso nos haría fuertes, pero dirigimos esta empresa como una familia. Y como familia nos presentamos ante la competencia.

De modo que no debía hacerme eco de las desavenencias entre los hermanos ante un público más amplio. Ya había destruido algunos negocios importantes con mi entrometimiento; debía tener claro que By-Smart no me iba a dar cuartel si intentaba hacer algo contra ellos.

– ¿Billy vive en South Chicago?

– Por supuesto que no. Puede que esté encaprichado de ese predicador de tres al cuarto, pero al final de la jornada regresa a la casa de su madre. Tenga cuidado con lo que le dice y le hace, señora…, mmm…, porque la estaremos vigilando.

Nuestro paréntesis de estar a partir un piñón tocaba a su fin, al parecer.

– Warshawski. No me cabe la menor duda; me fijé en las cámaras espía que había en el almacén. Pondré mucho cuidado en lo que diga por si han instalado una en mi coche.

Soltó una risa forzada. ¿Así que seguíamos siendo amigos después de todo? Aguardé a que fuera al grano obligándome a adoptar la expresión insulsa que hacía que la gente creyese que sabía escuchar y ser discreta, no la mujer que había hundido a Gustav Humboldt.

– Necesito saber quién pasea a su amiga inglesa por el South Side. Podría ser perjudicial para nosotros, desde un punto de vista de responsabilidad civil, quiero decir, si resultara herida.

Negué con la cabeza.

– No me ha dicho a quién ha conocido allí ni tampoco cómo. Tiene muchos amigos, y hace amistades con suma facilidad, como habrá comprobado usted mismo con su padre hace un momento. Yo diría que puede ser cualquiera, quizás incluso el propio Patrick Grobian ya que a Marcena siempre le ha gustado que los altos cargos formen parte de su corte.

La mención del nombre de Grobian pareció molestarle, o por lo menos lo cogió desprevenido. Tamborileó con los dedos en la jamba de la puerta, deseoso de preguntar algo más pero indeciso sobre cómo formular la pregunta. Antes de que se le ocurriera el modo, la nerviosa ayudante de Mildred reclamó su atención: uno de sus directores le devolvía una llamada.

Fue al escritorio de Mildred para coger el teléfono. Me acerqué a la fotografía de Buffalo Bill y el avión. Si me ponía de puntillas y entornaba los ojos podía ver el nombre del estudio de un fotógrafo y una dirección de Wattisham en la parte inferior de la copia. Marcena no sólo era más hábil que yo al interrogar: también era una observadora más perspicaz. Resultaba deprimente.

William seguía al teléfono cuando Buffalo Bill acompañó a Marcena fuera de la sala de juntas apoyando una mano en su cintura. Frunció el ceño al verme aún allí, pero se dirigió a Marcena:

– No venga sin esas fotografías de su padre, jovencita, ¿me oye?

– Descuide; estará encantado cuando sepa que le he conocido.

Mientras efectuaban una intrincada danza de despedida, William tapó el auricular con la mano y me hizo una seña para que me aproximara a él.

– Averigüe con quién está saliendo esa chica, y llámeme por teléfono.

– ¿A cambio de financiar mi programa? -pregunté alegremente.

Se envaró.

– A cambio de tomarlo en consideración, desde luego.

Puse cara de profunda tristeza.

– Con esa oferta no conseguirá que me rompa los cuernos, señor William.

Los Bysen no estaban acostumbrados a que los mendigos fuesen difíciles de contentar.

– Y con esa clase de actitud no va a suscitar ningún esfuerzo por mi parte, joven.

– Me llamo Warshawski. Puede llamarme así.

Marcena se había despedido de Buffalo Bill; di la espalda al joven William y enfilé el pasillo con ella. En cuanto nos alejamos del despacho, dejó caer los hombros y se desprendió de su «desenfadada sonrisa».

– ¡Estoy hecha polvo! -dijo.

– No me extraña; entre Pete y Buffalo Bill, has hecho el trabajo de un día entero en esta última hora. Yo también estoy molida. ¿Existe de verdad un Julián Love que pilotara Hurricanes en la guerra?

Sonrió con malicia.

– No exactamente. Pero el tutor de mi padre en Cambridge lo hizo, y cuando yo vivía allí, solían tomar el té juntos una o dos veces por trimestre. Oí todas sus batallitas; creo que puedo reproducirlas.

– Me figuro que tampoco estuvo destinado en Wattisham.

– En Nacton; pero después de tantos años Buffalo Bill no se acordará de las diferencias entre un aeródromo y otro. O sea, ¡piensa que soy lo bastante mayor como para que mi padre fuese piloto en la guerra!

– Y supongo que las fotografías de tu padre se perderán en el correo. Una pena, realmente, porque fueron tomadas antes de la fotografía digital y ahora no hay modo de reemplazarlas.

Soltó una sonora carcajada que hizo que varias personas nos miraran.

– Algo en esa línea, Vic, algo muy en esa línea.

Загрузка...