Capítulo 23

Amantes con mala estrella

Cuando salí a la calle había dejado de nevar. Las nevadas de noviembre suelen ser ligeras, una mera advertencia de lo que le espera a la ciudad, y aquella había dejado un manto de apenas dos centímetros. Era un polvo fino y seco que volaba por las aceras desilusionando a los chiquillos que intentaban hacer bolas de nieve en los solares de la vecindad.

Me senté en el coche con el motor en marcha y la calefacción encendida, e intenté tomar notas mientras aún tenía más o menos fresca mi conversación con las Dorrado, aunque era una tarea difícil tratar de dar sentido a lo que acababa de oír.

BILLY, escribí con mayúsculas en mi bloc, y luego me quedé mirando la palabra, incapaz de pensar qué añadir. ¿Qué le estaba pasando? Cuando hablamos el jueves, me pidió que le dijera a su padre que llamaría a los accionistas si la familia no le dejaba en paz. ¿Era por eso por lo que Buffalo Bill había ido a verme la noche anterior? Y, en tal caso, ¿qué era lo que los Bysen no querían que los accionistas supiesen? En mi opinión, la empresa hacía un montón de cosas vergonzosas: encerrar a los empleados toda la noche, pagar mal, prohibir los sindicatos, dejar a familias como los Czernin en la estacada en lo que a seguro médico se refería, pero sin duda los accionistas ya sabían todo eso. ¿Qué otra cosa podía ser tan horrible como para que los accionistas huyeran en desbandada?

Medité sobre la sesión de plegaria en la oficina central de By-Smart. El precio de las acciones había caído debido al rumor de que By-Smart iba a tolerar a los dirigentes sindicales. Quizá Billy sólo estuviese amenazando con decir que ese rumor era cierto. Pero ¿qué más podía haber?

¿Por qué Billy se había escapado de casa? ¿Era porque estaba enamorado de Josie, o ardientemente comprometido con el South Side, o atribulado por las prácticas empresariales de su familia? Desde luego, admiraba al pastor Andrés, pero ¿qué le empujaría a aliarse con éste en contra de su familia?

La pregunta me llevó a pensar en el propio predicador, a quien Buffalo Bill había amenazado con deportar. Por descontado, Buffalo Bill repartía amenazas a diestro y siniestro; la noche anterior había amenazado con hacer que el banco ejecutara mi hipoteca y con cerrar mi negocio si no hacía lo que él quería. Tal vez se tratara de una forma de incontinencia verbal; Mildred no había parado de acallarlo con deferencia y buenos modales.

Al mismo tiempo, los Bysen realmente ostentaban un inmenso poder, más del que yo era capaz de imaginar. Si manejabas un coloso como By-Smart, con su alcance global, con cifras de ventas anuales mayores que el PIB de la mayoría de países del mundo, conseguías que cualquier congresista o funcionario de Inmigración hiciera prácticamente lo que quisieras. Pongamos por caso que el pastor Andrés estuviera en el país con un permiso de residencia: los Bysen seguramente podrían conseguir que se lo revocaran con una simple llamada telefónica. A saber, si estaba nacionalizado, quizás hasta fueran capaces de despojarlo de su ciudadanía. Eso tal vez requiriese tres llamadas en lugar de una, pero no me sorprendería enterarme de que lo habían hecho.

En la página siguiente escribí ANDRÉS. Aunque no me interesaban demasiado sus vínculos con Billy, ¿qué sabía sobre el incendio en Fly the Flag? Se había reunido con Zamar diez días antes, cuando sorprendí a aquel granuja.

Aquel granuja. Entre el colapso de April y la visión de la fábrica ardiendo, me había olvidado del chavo. Andrés lo conocía. Era un chavo banda de esos que andan robando en las obras, había dicho, y lo había ahuyentado de la calle donde estábamos hablando. Quizás Andrés sólo intentaba proteger la obra, pero cabía la posibilidad de que supiese algo más acerca de aquel muchacho.

BUSCAR AL CHAVO, añadí, y al lado puse ¿FREDDY? ¿Pintaba algo en aquel asunto? Ver su nombre al lado de «Buscar al chavo» hizo que me preguntara si el chavo no sería él. Pero un granuja, ¿qué estaría haciendo en el despacho de Andrés para poder oír a Buffalo Bill amenazar al pastor? Ay, ay, ay. El cerebro no me funcionaba. A pesar de la calefacción, los pies se me estaban empezando a congelar y notaba un dolor sordo en el hombro. Volví a meter el bloc en el bolso.

Me disponía a arrancar cuando un Miata azul oscuro, con una matrícula que rezaba «El Niño 1», aparcó delante del edificio de las Dorrado. Nunca hubiese dicho que Billy pudiera tener tanta imaginación. Vacilé un momento y luego paré el motor del Mustang y me bajé, decidida a cruzar la calle.

Me apoyé en la puerta del conductor mientras Billy se apeaba.

– Tu coche es unas cien veces más fácil de rastrear que tu teléfono, Billy, sobre todo con esa matrícula tan ostentosa. Hasta yo podría seguirte la pista si quisiera. Será un juego de niños para las grandes agencias de investigación que tu padre y tu abuelo utilizan. ¿Quieres que vayan a por Josie y su familia?

Palideció.

– ¿Me está siguiendo? ¿La han mandado ellos?

– No. He venido a ver a Josie y a su madre. Y me he dado cuenta de que has estado durmiendo aquí. Creo que no es una buena idea por un montón de razones, una de las cuales es que no quiero que Josie tenga un bebé.

– Yo…, nosotros no haríamos…, nosotros no…, yo la respeto. Soy miembro de El Amor Verdadero Espera.

– Ya, claro, pero con dos adolescentes en un dormitorio toda la noche, el respeto sólo dura un cierto tiempo. Además, están sin un centavo. La señora Dorrado se ha quedado sin trabajo: supone una carga adicional para ella tener a otra persona aquí.

– No he tocado la comida. Pero tiene razón: debería comprarles algunas provisiones -se sonrojó-. Sólo que nunca he comprado comestibles, quiero decir para una familia, naturalmente he estado en una tienda algunas veces. No sé qué hay que comprar para preparar una comida. Hay muchas cosas corrientes de las que no tengo ni idea.

Su seriedad resultaba conmovedora.

– ¿Por qué no quieres volver a tu casa?

– Tengo que aclarar algunas cosas. Cosas sobre mi familia -Cerró la boca y apretó los labios.

– ¿A qué te referías con aquel mensaje para tu padre, cuando dijiste que llamarías a los accionistas si seguía buscándote? Deduzco que tanto él como tu abuelo se inquietaron.

– Es una de las cosas que tengo que aclarar.

– ¿Estabas amenazando con llamar a los principales accionistas para decir que By-Smart iba a permitir sindicatos?

La indignación endureció su tierno semblante.

– Eso sería una mentira: yo no digo mentiras, y menos una como ésa que haría daño a mi abuelo.

– ¿Pues qué, entonces? -procuré sonreír-. Estaría encantada de escucharte si crees que te haría bien hablar de ello con alguien.

Negó con la cabeza manteniendo la boca bien cerrada.

– No dudo de su buena intención, señora War… shas… ky, pero ahora mismo, no sé. No sé en quién puedo confiar, aparte del pastor Andrés, y él me está ayudando mucho, de modo que gracias, pero creo que ya me las arreglaré.

– Si cambias de parecer, llámame; me encantaría conversar contigo. Y créeme cuando digo que no te vendería a tu familia -le di una tarjeta-. Pero hazle un favor a Josie: busca otro sitio donde dormir. Aunque no te acuestes con ella, tu abuelo te encontrará fácilmente, sobre todo con un coche tan llamativo como el tuyo. La gente de este barrio está al quite de todo, y muchos vecinos estarán dispuestos a decirle a tu padre o a tu abuelo que te han visto por aquí. Buffalo Bill, tu abuelo está enojado; me consta que sabes que amenazó al pastor con deportarlo sólo porque tú y Josie tomasteis una Coca-Cola juntos. Podría causar muchos problemas a Rose Dorrado, y lo que ahora necesita ella es un empleo, no más problemas.

– Vaya. Ahora que Fly the Flag ya no existe. Ni lo había pensado -suspiró-. Lo único que pensé fue: ¿qué importancia tiene?, y, claro, para las personas que trabajaban allí tiene muchísima importancia. Gracias por recordármelo.

– ¿Lo único que pensaste fue «qué importancia tiene»? -repetí con aspereza-. ¿Qué significa eso?

Movió los brazos con un vago ademán que parecía significar el South Side, o quizás el mundo en que vivimos, y sacudió la cabeza con aire apenado.

Di la media vuelta para cruzar la calle y entonces me acordé de la jabonera. Saqué la bolsa de mi bolso una vez más y se la mostré.

Volvió a sacudir la cabeza.

– ¿Qué es?

– A mí me parece que es una jabonera con forma de rana. Julia Dorrado dice que la compró, o al menos una igual, en By-Smart la Navidad pasada.

– Vendemos muchísimas cosas, no estoy al corriente de todo el inventario. Y sólo conozco a Josie desde el verano pasado, cuando mi iglesia hizo el intercambio. ¿Dónde la encontró? Confío en que no esté insinuando que vendemos artículos así de sucios.

Estaba tan serio que tardé un instante en darme cuenta de que estaba bromeando. Primero la matrícula y ahora una broma: quizás estaba pasando por alto algunos aspectos de su personalidad. Sonreí y le expliqué dónde la había encontrado.

Se encogió de hombros.

– Se le caería a alguien. En esos edificios viejos siempre hay un montón de porquerías.

– Es posible -admití-. Pero a juzgar por el lugar donde estaba cuando la recogí, creo que salió despedida cuando estallaron las ventanas del cuarto de secado. Así que deduzco que estaba en el interior de la fábrica.

Hizo girar varias veces la bolsa entre las manos.

– Tal vez alguien la quería, no sé, como adorno para un asta de bandera. O quizás una de las mujeres que trabajaban allí la tenía como amuleto. Por aquí he visto mucha gente que tiene objetos divertidos como amuletos.

– No seas aguafiestas -dije-. Es mi única pista; tengo que seguirla con entusiasmo.

– ¿Y luego qué? ¿Y si la conduce a cualquier persona de por aquí que ya ha pasado toda la vida acosada por la policía?

Entorné los ojos.

– ¿Sabes quién metió esto en la fábrica o por qué?

– No, pero usted está tratando el asunto como si fuese un juego o algo por el estilo. Y la gente de por aquí…

– Deja de hablarme de «la gente de por aquí» -lo interrumpí-. Yo me crié en este barrio. Puede que para ti esto sí sea un juego, pero para las personas como yo, que nunca gastábamos un centavo que no hubiésemos ganado trabajando como esclavos, este vecindario no tiene nada de romántico. La desesperación y la pobreza empujan a la gente a hacer cosas mezquinas, maliciosas, sórdidas e incluso crueles. Frank Zamar murió en ese incendio. Si alguien lo provocó, estaré encantada de conducir a la policía hasta el responsable.

Endureció de nuevo el semblante.

– Bueno, las personas más ricas del mundo también hacen cosas mezquinas y maliciosas, y crueles -dijo-. Yo no estoy jugando a nada aquí. Esto es lo más serio que me ha pasado en la vida. Y si le cuenta a mi abuelo dónde me ha visto, eso también será mezquino y cruel. Y malicioso.

– Tranquilo, que no voy a chivarme. Pero ya te ha encontrado por su cuenta esta mañana en la iglesia, y no le costará mucho encontrarte aquí.

Asintió con la cabeza, disipando su enojo en la seriedad de sus buenos modales.

– Me está dando un buen consejo. Se lo agradezco. Y si pueden rastrear mi coche con tanta facilidad como asegura, me figuro que no debería perder más tiempo.

Miró con tristeza al destartalado edificio por un instante y luego subió al coche y se marchó. Levanté la vista hacia el apartamento preguntándome si Julieta había estado atenta a la espera de Romeo. Estuve tentada de subir y tranquilizarla: ha venido a verte, pero uno de los Capuleto andaba al acecho. Fue una tonta fantasía: con los apuros económicos de Rose, la familia Bysen, el pastor Andrés y todas aquellas hormonas adolescentes, más me valía no inmiscuirme en aquel asunto.

Estaba cruzando la calle de regreso a mi coche cuando un enorme Cadillac dobló la esquina y enfiló Escanaba. El conductor efectuó un lento giro en redondo y detuvo el vehículo delante del edificio de las Dorrado. El Niño se había escapado por los pelos.

El chófer se puso la gorra de plato y abrió la puerta para ayudar al señor Bysen a apearse. El señor William, que iba sentado en la tercera fila de asientos, bajó para ayudar a su madre.

Crucé de nuevo la calle hacia el Cadillac.

– Hola, señor Bysen. Un sermón fantástico, ¿no cree? El pastor Andrés es un predicador muy inspirado.

Buffalo Bill cogió su bastón del asiento, se aseguró de estar bien erguido y soltó un resoplido.

– ¿Qué hace usted aquí? -preguntó.

Sonreí.

– El domingo, después de la iglesia, visitamos a los pobres. ¿No es lo mismo que está haciendo usted?

Oí una risita maliciosa y miré al interior del Caddy. Jacqui iba sentada delante. Su marido, desde la tercera fila de asientos, la reprendió con brusquedad, pero ella se volvió a reír y añadió:

– Nunca imaginé que el culto cristiano pudiera ser tan dramático.

– ¿Quieres hacer el favor de controlar a tu esposa? -gruñó William a tío Gary.

– Ay, claro -dijo Jacqui-, «así como la iglesia se doblega ante Jesucristo, que las esposas se dobleguen en todo ante sus maridos». He oído citar ese versículo un par de veces, Willie, un par de veces. Que tú y tu padre queráis que sea cierto no lo convierte en una verdad absoluta.

Buffalo Bill me puso el mango del bastón en el hombro y tiró hacia sí para que me diera la vuelta.

– No haga caso de estas riñas. He venido en busca de mi chico. ¿Está aquí?

Agarré el bastón de mi hombro y se lo arranqué de la mano.

– Hay maneras más fáciles de conseguir mi atención y mi buena disposición, señor Bysen.

Me fulminó con la mirada.

– Le he hecho una pregunta y estoy esperando una respuesta.

– Vamos, Bill, déjate de sandeces -la señora Bysen había rodeado la parte trasera del Caddy hasta donde nos encontrábamos; habló a su marido pero mirándome a mí-. No nos han presentado, pero William me ha dicho que usted es la detective que contrató para buscar a nuestro Billy. ¿Sabe dónde está? ¿Es aquí donde vive la chica mexicana? Jacqui piensa que ella sabe algo, así que pidió a uno de nuestros empleados que averiguara su nombre y dirección.

– Soy V. I. Warshawsky, señora Bysen. Lo siento, pero no sé dónde está Billy. La familia Dorrado vive aquí; una de las chicas juega en mi equipo de baloncesto. Ahora mismo lo están pasando muy mal porque la fábrica donde trabajaba la madre se incendió la semana pasada y tiene cinco niños que mantener. Tienen problemas mucho más acuciantes que Billy, me temo.

– Billy no tiene sentido común -gruñó Bysen-. Si le vienen con historias desdichadas picará el anzuelo y se lo tragará.

– Billy es un buen muchacho -le reconvino su esposa-. Si ayuda a personas con dificultades, es un buen cristiano y me siento orgullosa de él.

– Bah, basta de paparruchas. Voy a subir a ver a esa chica en persona. Si hay que sobornarla, pues…

– No nos va a hacer chantaje ningún pordiosero -interrumpió William a su padre-. Bill tiene que aprender un par de cosas sobre la vida. Y si tiene que aprenderlas a las malas, se sabrá mejor la lección.

– Una actitud paterna digna de encomio -aplaudí-. No es de extrañar que sus dos hijos hayan huido de casa.

Jacqui se rió otra vez, encantada con el malévolo comentario. Buffalo Bill me quitó el bastón y se dirigió pisando fuerte hacia la puerta del inmueble. Su esposa me estrechó la mano antes de seguirlo, apoyada en el brazo de William. El chófer les abrió la puerta y se recostó contra la fachada para fumarse un cigarrillo.

Me subí a la fila central de asientos, detrás de Jacqui.

– ¿Así que llamó a Patrick Grobian al almacén para que diera con los Dorrado? ¿Cómo es que los conoce?

– No es que sea asunto suyo, pero debería darse cuenta de que cualquiera que quiera progresar en el imperio Bysen tiene que estar al tanto de lo que es importante para el gran búfalo. Pat vio a la chica tomando una Coca-Cola con Billy en septiembre; entendió que tarde o temprano el viejo querría esa información. Se encargó de averiguar quién era. De ahí que sepa dónde vive.

– Nadie puede esperar llegar muy alto en el escalafón de By-Smart si no es parte de la familia -dije.

– En una empresa tan grande, no es preciso ser el consejero delegado para tener un montón de poder y ganar un montón de dinero. Pat lo sabe y es ambicioso. Si fuese un Bysen, ya estaría al frente. Tanto es así, que cuando el viejo se retire seguro que consigue un buen puesto en la oficina central.

– Eso será si tú mandas -dijo su marido desde la última fila del Caddy-. Pero no será así, mi querida Jacqueline. Quien mandará será William, y tú no le caes bien.

– No estamos en la Inglaterra medieval -dijo Jacqui-. Que sea el mayor no significa que vaya a heredar el trono, aunque es como el pobre príncipe Carlos, ¿verdad?, esperando a que su madre se muera, sólo que en este caso se espera que sea papá quien fallezca. A veces me sorprende que no…

– Jacqui -la voz de Gary sonó como una advertencia-. No todo el mundo tiene tu sentido del humor. Si quieres seguir haciendo el trabajo que haces, tienes que aprender a llevarte bien con William, es todo lo que tengo que decirte.

Jacqui se volvió en el asiento delantero e hizo aletear unas pestañas de longitud inverosímil.

– Querido, estoy haciendo cuanto puedo por ayudar a William. Y no es poco. Pregúntale cuánto me debe de un tiempo a esta parte y te sorprenderá su cambio de actitud. Por fin se ha dado cuenta de lo increíblemente útil que puedo llegar a ser.

– Quizá -murmuró Gary-. Quizá.

Miré hacia el apartamento pensando que a lo mejor debía subir para echarle una mano a Rose. Le faltaban recursos para enfrentarse a solas a los Bysen. Antes de que llegara a la portería, no obstante, el trío reapareció.

– ¿Sabían algo sobre Billy? -pregunté a la señora Bysen.

Negó apesadumbrada con la cabeza.

– No estoy segura. He apelado a esa mujer como madre y abuela; he visto cuánto quiere a esos niños y lo mucho que trabaja para darles una vida digna; pero me ha dicho que sólo lo ve en el Mount Ararat, y las chicas dicen lo mismo. ¿Cree que están diciendo la verdad?

– Esta gente no distingue entre la verdad y la mentira, madre -dijo el señor William-. Salta a la vista de dónde ha sacado Billy su credulidad.

– No vuelvas a hablarle así a tu madre mientras yo siga con vida, Willie. No tiene nada de malo que Billy haya heredado el buen carácter de tu madre. El resto de vosotros, hatajo de hienas, sólo estáis esperando a que me muera para hincarle el diente a la empresa que he construido -me miró con el ceño fruncido-. Si descubro que sabe dónde está Billy y que no quiere decírmelo.

– Ya lo sé -dije cansinamente-. Me desmenuzará en su sopa como una galleta.

Volví a cruzar la calle con paso decidido, me subí al coche y giré en redondo para dirigirme a mi casa.

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