Es un pájaro, es un avión; no, es…
Recobré la compostura a fuerza de voluntad. Necesitaba beber agua con urgencia; las piernas me temblaban tanto por la deshidratación como por la conmoción y el agotamiento. Volvió a tentarme el bourbon que llevaba en el bolsillo pero si en ese momento bebía whisky, en ayunas y a palo seco, sólo conseguiría marearme.
Me agaché junto a los cuerpos. El hombre era más alto y ancho de hombros que mi amante, o que Billy.
Piensa, Warshawski, reserva el melodrama para los culebrones. Romeo, supuse. Romeo Czernin. Parecía más que muerto, a mi juicio, pero aun así busqué su pulso en la carne amoratada que había sido su cuello. No percibí latido alguno, pero mis propios dedos estaban tan entumecidos que quizá simplemente no lo notaba. Su piel aún estaba caliente; si estaba muerto, no sería desde hacía mucho.
Mitch lamía ansiosamente la cara de Marcena. Lo aparté para palparle el cuello y esta vez sí noté una ligera palpitación irregular. Saqué el móvil pero al usarlo como linterna le había descargado la batería: estaba muerto.
Me puse de pie trabajosamente. Los camiones de basura debían de estar a casi un kilómetro, una buena caminata a través de aquel terreno, pero no había ningún otro lugar más próximo al que ir a pedir ayuda; desde luego no podía desandar lo andado con la esperanza de que el señor Contreras todavía me estuviera aguardando en el coche.
– ¿Te quedarás con ella, viejo? -dije a Mitch-. A lo mejor, si te acurrucas a su lado y le das calor, logrará sobrevivir.
Le hice una seña, la orden para que se tumbara y luego la de quedarse quieto. Gimoteaba y me miraba con incertidumbre, pero se acostó al lado de Marcena. Estaba comenzando a trepar por la pared del hoyo cuando oí que sonaba un teléfono. Fue tan inesperado que pensé que estaba alucinando otra vez, teléfonos en medio de ninguna parte, no tardarían en caer huevos fritos a mis pies.
El sonido de la llamada provenía del cuerpo de Romeo, no del de Marcena. Cesó, mensaje grabándose en el buzón de voz, pensé. Metí mi aprensiva mano en los bolsillos de su abrigo y encontré un manojo de llaves, una cajetilla de cigarrillos y un puñado de billetes de lotería. El teléfono se puso a sonar de nuevo. Los bolsillos de los vaqueros. Los vaqueros estaban desgarrados y pegados a su cuerpo a causa de la sangre medio seca. Me daba un repelús tremendo tocarlos, pero contuve el aliento y metí la mano en el bolsillo delantero izquierdo para extraer el teléfono.
– ¿Billy? -dijo una severa voz masculina.
– No. ¿Quién es? Necesitamos ayuda, necesitamos una ambulancia.
– ¿Con quién hablo? -el tono fue aún más cortante.
– V. I. Warshawski -dije con voz ronca-. ¿Quién es usted? Necesito que pida ayuda.
Intenté explicar dónde me encontraba: cerca del vertedero, cerca del agua, seguramente el lago Calumet, pero el hombre colgó. Llamé al 911 y facilité a la operadora mi nombre y la misma vaga descripción de nuestra ubicación. Dijo que haría lo posible para enviarme a alguien pero que no sabía cuánto iban a tardar.
– El hombre está muerto, me parece, pero la mujer todavía respira. Dense prisa, por favor.
Mi voz era un hilo tan ronco a esas alturas que no podía sonar apremiante o patética, pero no tenía otro modo de hacer llegar mi mensaje.
Después de colgar, me quité el abrigo y con él tapé la cabeza de Marcena. No quería moverla ni tampoco probar la reanimación cardiorrespiratoria. Desconocía la gravedad de sus lesiones internas y podría matarla empujando una costilla rota contra sus pulmones o haciendo alguna cosa igualmente horrible. Pero tenía la obstinada convicción de que su cabeza debía estar abrigada; perdemos la mayor parte de la temperatura corporal a través de la cabeza. La mía estaba helada. Me tapé las orejas con el jersey y permanecí sentada, meciéndome.
Había olvidado por completo al señor Contreras. Hacía dos horas que nos habíamos separado en la calle Cien. A lo mejor se las ingeniaba para encontrarme, para encontrarnos. Y Morrell… Tendría que haber pensado en él antes.
Cuando contestó al teléfono, me asombró que me pusiera a llorar.
– Estoy en medio de ninguna parte con Marcena, está a punto de morir -dije con la voz ahogada en llanto.
– Vic, ¿eres tú? No entiendo ni una palabra de lo que dices. ¿Dónde estás? ¿Qué está pasando?
– Marcena. Mitch la ha encontrado, me ha hecho cruzar toda la ciénaga, ahora no puedo explicarlo. Está casi muerta, y Romeo está junto a ella, está muerto, y como no venga alguien enseguida ella también se morirá, y quizás hasta yo misma. Tengo tanta sed y frío que no aguanto más. Tienes que encontrarme, Morrell.
– ¿Qué ha ocurrido? ¿Cómo has terminado con Marcena? ¿Os han atracado? ¿Estás bien?
– No puedo explicártelo, es muy complicado. Como no consigamos una ambulancia enseguida no saldrá de ésta.
Repetí la escasa información que podía dar sobre nuestra ubicación.
– Saldré de este agujero donde ellos están tirados para que se me vea, pero no creo que haya ningún camino cerca de aquí.
– Haré cuanto pueda, querida. Resiste, algo se me ocurrirá.
– Ah, me olvidaba. El señor Contreras. Lo dejamos atrás y seguramente estará loco de preocupación.
Traté de recordar el número de la matrícula de mi coche pero fue en vano. Morrell repitió que haría cuanto estuviera en su mano y colgó.
Mitch estaba tumbado junto a Marcena, con los ojos vidriosos de agotamiento. Había dejado de lamerla, simplemente yacía a su vera apoyando la cabeza encima de su pecho. Cuando empecé a trepar por la pared del hoyo otra vez, levantó la cabeza para mirarme pero no hizo ademán de levantarse.
– No te culpo, muchacho. Quédate ahí. Mantenla caliente.
Sólo había un par de metros y medio hasta el borde. Clavé los dedos en la arcilla fría y me di impulso. En condiciones normales habría subido en un periquete, pero ahora me parecía una altura insuperable. Esto no es el Everest, pensé con resolución, no tienes que ser Junko Tabei, la primera mujer que alcanzó la cima del Everest. O quizá sí: no sería la primera mujer en escalar el Everest pero sí un hoyo cerca del lago Calumet. La National Geographic Society me agasajaría con cenas y recepciones. Alcancé el borde del hoyo con las manos y me impulsé hasta el mullido herbazal. Miré abajo y vi que Mitch se había levantado y andaba nerviosamente entre Marcena y la pared que acababa de trepar.
Le hice otra seña para que se tumbara. No me obedeció, pero cuando estuvo seguro de que no iba a salir de su campo visual regresó junto a Marcena y se acurrucó pegado a ella.
Metí las manos en los bolsillos de los vaqueros y me quedé un rato observando el ejército de camiones azules que evolucionaban lentamente por el vertedero. Era curioso que pudiera oír los motores: los camiones parecían muy lejanos. Quizás estuviera lo bastante cerca como para ir caminando hasta ellos, en realidad. Quizá sólo pensaba que estaban fuera de mi alcance porque había perdido la noción del tiempo y del espacio. Cuando las personas ayunan durante mucho tiempo empiezan a ver visiones. Piensan que hay ángeles que bajan de los cielos hacia ellas, tal como me ocurría a mí en ese momento: veía a mi ángel cayendo de entre las nubes, una silueta gigantesca que venía hacia mí con un espantoso estruendo que anulaba cualquier pensamiento que hubiese tenido jamás.
Me tapé los oídos con las manos. Estaba perdiendo la cabeza: aquello no era un ángel, era un helicóptero. Alguien había tomado en serio mi SOS. Fui a trompicones hacia el aparato en cuanto un desconocido saltó a tierra agachándose para eludir el peligro de las aspas.
– ¿Qué está ocurriendo aquí? -inquirió cuando llegó a mi lado corriendo.
– Están ahí abajo. -Señalé hacia el hoyo-. Haga venir a los camilleros; no sé qué clase de heridas tiene la mujer.
– No la oigo -dijo el hombre irritado-. ¿Dónde demonios está Billy?
– ¿Billy? -grazné, y acerqué mis labios a su oreja-. ¿Se refiere a Billy el Niño? No le he visto desde el domingo en la iglesia. Ella es Marcena Love. Y él creo que Romeo-Bron Czernin. Hay que llevarlos a un hospital. ¿No tiene una camilla en ese trasto?
Hablaba con una lentitud angustiante. El hombre retrocedió cuando le alcanzó mi aliento fétido. Pertenecía a una especie distinta a la mía: estaba alerta, había desayunado, el aliento le olía a café y la piel a abundante loción para después del afeitado. Se había duchado y afeitado. Seguramente yo olía como el mismo vertedero ya que había pasado la noche caminando a través de la ciénaga llena de basura.
– Busco a Billy Bysen. No sé nada sobre estas personas. ¿Cómo es que contestó su teléfono?
– Estaba en el bolsillo del hombre muerto.
Le di la espalda y fui con paso vacilante hacia el helicóptero, recordando sólo en el último instante que debía agacharme debajo de la hélice. El gesto me hizo caer de bruces y el hombre recién afeitado me levantó gritándome que le dijera dónde estaba Billy. Se estaba poniendo realmente pesado, como los niños del patio de recreo coreando «Iffygenio» para burlarse de mí, y tuve ganas de sacar mi Smith & Wesson y pegarle un tiro, pero eso habría hecho enfadar mucho a mi padre.
– No puedes andar diciendo a tus compañeros de clase que soy policía y que los arrestaré -me había dicho-. No debes aprovecharte de mi placa. Resuelve tus problemas sin usar una porra contra la gente. Es la única manera correcta de actuar tanto para los buenos policías como para los hombres y mujeres honrados, ¿entendido, Pepperpot?
Me zafé del hombre afeitado y me abalancé hacia la puerta abierta del helicóptero. El piloto me miró sin interés y volvió a prestar atención a los instrumentos. No me veía capaz de subir al helicóptero sin ayuda y no conseguiría hacerme oír por encima del estrépito de los rotores. Me aferré desesperadamente a las riostras mientras el hombre recién afeitado me agarraba por el hombro herido empujando para que me soltara.
De súbito, el estrépito de los motores cesó. El piloto se estaba quitando los auriculares y bajando de su asiento. A mi alrededor el mundo se llenó de luces intermitentes azules y rojas. Miré en torno a mí y pestañeé ante el despliegue de coches patrulla y ambulancias.
El hombre me soltó el hombro y oí una voz conocida a mis espaldas.
– ¿Eres tú, señora W.? Creía haberte dicho que no pusieras un pie en South Chicago. ¿Qué has estado haciendo? ¿Darte un baño en el vertedero?