Vida industrial
Estreché mi cazadora contra el pecho y me colé por un agujero abierto en la alambrada. El pálido acero del alba otoñal apenas comenzaba a iluminar el cielo, y el aire era frío.
Cuando le dije a Rose Dorrado que esa mañana iría a Fly the Flag, mi plan inicial era llegar hacia las ocho y media para interrogar al personal. No obstante, la víspera, mientras le explicaba la situación a Morrell, me di cuenta de que debía ir temprano: si alguien estaba haciendo sabotaje antes de que llegaran los del turno de la mañana quizá consiguiera sorprenderlo in fraganti.
Esa noche volví a acostarme tarde: entre la demora en el instituto por la riña entre mis jugadoras, la visita a Rose y, por último, pasar a ver a Mary Ann McFarlane, cuando enfilé hacia el norte eran las tantas. Aunque una empresa de servicios domiciliarios enviaba a una persona cuatro veces por semana para que se encargara de la colada y otras tareas difíciles, había adquirido la costumbre de llevarle comida, a veces la cena, a veces algún capricho que ella echaba de menos y que a nadie se le ocurría comprar.
Mary Ann vivía al norte de mi antiguo barrio, en un apartamento como el mío: cuatro habitaciones a los lados de un estrecho pasillo en un edificio de ocho plantas. Cuando llegué estaba en la cama, pero me llamó con una voz aún lo bastante fuerte como para que se oyera desde la entrada. La saludé a gritos mientras me agachaba para acariciar a Scurry, su dachshund, que se alegraba mucho de verme.
Lo que haría con el perro cuando tuviese que mudarse de allí, si se veía obligada a hacerlo, era otra de mis preocupaciones. Yo ya tenía una golden retriever y a su gigantesco hijo mestizo de labrador. Un tercer perro haría que el departamento de sanidad se echara sobre mí, no por los perros sino para encerrarme a mí en un manicomio.
Cuando fui a su habitación, mi antigua entrenadora ya se había levantado de la cama y venido a mi encuentro. Se cogía del borde del tocador, pero rehusó con un ademán el brazo que le ofrecí y siguió jadeando hasta que recobró el aliento. A la tenue luz del dormitorio se la veía muy desmejorada, con las mejillas hundidas y la piel del cuello extraordinariamente flácida. Había sido una mujer baja y fornida; ahora el cáncer y la quimioterapia habían sorbido la vida de su cuerpo. A causa de la quimio había perdido el cabello, que le estaba volviendo a crecer, cubriéndole el cráneo de una pelusa pelirroja con mechones canos. Sin embargo, hasta cuando estaba tan calva como Michael Jordán se negaba a ponerse peluca.
La primera vez que la vi así quedé impresionada: estaba tan acostumbrada a su energía muscular que no podía imaginarla enferma ni anciana. Tampoco era que fuese anciana, sólo tenía sesenta y seis, según averigüé para mi sorpresa. Por alguna razón, cuando era mi entrenadora y mi profesora de latín me había parecido tan formidablemente vieja como un busto de César Augusto.
Guardó silencio hasta que hubo ido a la cocina y tomado asiento ante la vieja mesa esmaltada. Scurry saltó a su regazo. Conecté la pava eléctrica para preparar el té y saqué de la bolsa los comestibles que le había comprado.
– ¿Qué tal el entrenamiento de hoy? -preguntó.
Le conté lo de la pelea; asintió aprobando el modo en que lo había resuelto.
– A la escuela le trae sin cuidado que esas chicas jueguen o no. Ni siquiera que asistan a clase; con la normativa contra el fracaso escolar, Celine Jackman está haciendo bajar el nivel de exigencia de los exámenes, así que habrían estado la mar de contentos si la hubieses echado, pero el baloncesto es su tabla de salvación. No la expulses si puedes evitarlo. -Hizo una pausa para recobrar el aliento y añadió-: No estarás preparando esa bazofia con tofu, ¿verdad?
– No, señora.
Cuando empecé a cocinar para ella intenté prepararle sopa de miso con tofu pensando que le sería más fácil de digerir y que tal vez la ayudara a recobrar fuerzas, pero le pareció asquerosa. Era una mujer de carne con patatas hasta la médula, y aunque últimamente no podía comer mucho estofado, seguía gustándole mucho más que la «bazofia» con tofu.
La dejé comiendo y fui al dormitorio para cambiarle las sábanas. No soportaba que viera la cama manchada de sangre y pus, de modo que ambas fingíamos que yo no veía nada. Los días en que estaba demasiado débil para levantarse de la cama, su vergüenza por el estado de las sábanas era más dolorosa que el propio tumor.
Mientras lo metía todo en una bolsa para la lavandería, eché un vistazo a los libros que había estado leyendo: una novela de misterio de Lindsay Davis, el último volumen de la biografía de Lindon B. Johnson, una colección de crucigramas en latín, sin una sola palabra en inglés. A Mary Ann sólo le estaba fallando el cuerpo.
Al volver a la cocina le conté la historia de Rose Dorrado.
– Tú que conoces a todo el mundo en South Chicago, ¿qué puedes decirme de Zamar? ¿Crees que sabotearía su propia fábrica?
– ¿Frank Zamar? -Negó con la cabeza-. No puedo poner la mano en el fuego por nadie, Victoria. Aquí la gente se desespera y hace cosas propias de gente desesperada. Aunque no creo que sea capaz de hacerle daño al prójimo: si está intentando destruir su propio negocio, no lo hará mientras haya alguno de sus empleados en el local.
– ¿Tiene algún hijo en el instituto?
– No tiene familia, que yo sepa. Vive en el East Side. Antes vivía con su madre, pero murió hace tres o cuatro años. Es un hombre tranquilo, de cincuenta y tantos. El año pasado donó uniformes para nuestro programa. La idea seguramente se la dio la madre de Josie. Así fue como lo conocí. Rose Dorrado le pidió que fuese a ver cómo jugaba Julia. Es la hermana de Josie, como sabrás. Fue mi mejor jugadora, quizá desde que tú estabas en el instituto, hasta que tuvo el bebé. Ahora su vida es un desastre, ni siquiera va a clase.
Arrojé la esponja contra el fregadero con fuerza suficiente para que rebotara hasta el extremo opuesto de la cocina.
– ¡Esas chicas y sus bebés! Yo me crié en ese barrio, fui a ese mismo instituto. Siempre hubo alguna chica que se quedaba preñada, pero ni punto de comparación con lo que estoy viendo estos días.
Mary Ann suspiró.
– Ya lo sé. Si supiera cómo impedirlo, lo haría. Para empezar, las chicas de tu generación no erais tan promiscuas a esa edad, y teníais más posibilidades de futuro.
– No recuerdo que fueran muchos los compañeros de clase que terminaron en la universidad -repliqué.
Hizo una pausa para recobrar el aliento.
– No me refiero a eso -dijo-. Hasta las que sólo querían casarse y crear una familia sabían que sus maridos trabajarían, había buenos empleos. Ahora todos sienten que no tienen futuro. Hombres que antes ganaban treinta dólares a la hora en U.S. Steel han de trabajar por la cuarta parte en By-Smart, y eso si son afortunados.
– Intenté hablar con Sancia sobre control de natalidad; ya tiene dos hijos. Su novio la espera con los críos durante el entreno; aparenta veinticinco como mínimo, pero si la palabra «trabajo» le ha pasado alguna vez por la cabeza la ha descartado como si fuese una expresión, seguramente en desuso, en un idioma extranjero. En fin, que le sugerí a Sancia que si iba a seguir manteniendo relaciones sexuales sería bueno para su futuro en el instituto y en la vida que no tuviese más hijos, y al día siguiente su madre vino a verme y me dijo que le prohibiría a su hija que jugase al baloncesto si volvía a hablar de control de natalidad con el equipo, pero yo no puedo dejar que vayan dando bandazos sumidas en la ignorancia, ¿o tú crees que sí?
– Me encantaría que todas las chicas del instituto practicaran la abstinencia, créeme -dijo Mary Ann sin rodeos-, pero como eso es tan probable como que vuelva a haber dinosaurios, deberían disponer de información fiable sobre métodos anticonceptivos. Pero no puedes ir dando consejo sin que te lo pidan. El problema es que la madre de Sancia asiste a la iglesia pentecostal y allí creen que si usas anticonceptivos te vas de cabeza al infierno.
– Pero…
– No discutas sobre eso conmigo y, por lo que más quieras, no lo discutas con las chicas. En esas iglesias que se reúnen en establecimientos comerciales se toman su fe en serio. ¿No las has visto leyendo la Biblia antes del entrenamiento?
– Otro cambio respecto a mi juventud -dije en tono irónico-, la deserción en masa de los latinos de la misa. Había leído sobre eso, por supuesto, pero no lo había vivido hasta ahora. Y no parecen tener inconveniente en hacer prosélitos entre las demás chicas del equipo; he tenido que intervenir un par de veces.
Mary Ann sonrió mostrando su dentadura impecable.
– El de maestra es un trabajo muy duro hoy en día; has de ir con cuidado con lo que puedes decir y lo que no, lo que puede meteros a ti y al instituto en un pleito. Aun así, Rose Dorrado es una madre más práctica que la madre de Sancia. Desde que Julia tuvo el bebé, no le ha quitado los ojos de encima a Josie; comprueba con quién se ve después de clase y no la deja salir sola con ningún chico. Rose quiere que su hija vaya a la universidad. Los padres de April también están por la labor.
– ¡Vamos! -protesté-. Si Romeo Bron Czernin piensa en algo más que en su bragueta, es en sí mismo.
– Pues su madre, entonces -concedió Mary Ann-. Está empeñada en que su hija salga de South Chicago. Tolera el baloncesto por si puede ayudar a April a conseguir una beca, y te aseguro que sólo uno de cada doce padres de ese instituto hace lo que ella: bajarle los humos a su hija y obligarla a hacer los deberes cada día.
Tanta conversación acabó por agotar a mi Mary Ann. La ayudé a acostarse otra vez, saqué a Scurry a dar una vuelta a la manzana y luego regresé en mi coche al norte para ocuparme de mis perros. Mi vecino de abajo los había dejado salir pero fui con ellos hasta el lago para que pudieran correr. Después me llevé a Mitch y a Peppy a casa de Morrell, y allí los dejé cuando me levanté a las cinco de la mañana siguiente para regresar al South Side.
Pese a que la ciudad estaba aún envuelta en la oscuridad de la noche, la autovía ya iba cargada; aunque, ¿cuándo no? Camiones, gente nerviosa camino del primer turno, detectives buscando quién sabe qué, llenaban los diez carriles. No fue hasta salir en la Ochenta y siete y enfilar hacia el este que las calles se volvieron tranquilas.
Fly the Flag se encontraba junto al terraplén de la autopista en South Chicago Avenue. Supongo que hubo un tiempo en que la avenida estaba llena de prósperas fábricas y talleres en activo, pero no lo recordaba. A diferencia de la Skyway que pasaba por encima, donde el tráfico de personas que cubrían una considerable distancia entre su lugar de residencia y el de su trabajo era denso, la avenida estaba desierta. Había unos pocos coches estacionados, o mejor dicho, abandonados junto a las aceras; capós abiertos, ejes en ángulos imposibles. Dejé mi Mustang en una calle lateral para que no destacara demasiado entre tanta chatarra y anduve dos manzanas hasta Fly the Flag. Sólo me crucé con un autobús que traqueteaba lentamente hacia el norte como un oso avanzando contra el viento.
Salvo por una fundición cuyas vallas protegían una moderna planta en expansión, la mayor parte de los edificios parecían sostenerse de pie sólo gracias a una desafiante oposición a la gravedad. Vi ventanas sin vidrios o clausuradas con tablas; tiras de aluminio oscilando al viento. Que hubiese gente trabajando en aquellas construcciones a punto de desplomarse constituía una clara señal de la desesperada escasez de empleos que padecía el barrio.
Para mi sorpresa, Fly the Flag no compartía el deterioro general de la avenida. La historia de Rose Dorrado me había convencido a medias de que Frank Zamar estaba maquinando el final de su propia empresa, pero en tal caso me habría esperado que dejase que la planta se viniera abajo por sí misma: muchos incendios provocados son fruto de negligencias malintencionadas (sobrecarga eléctrica, no reparar cables pelados, permitir que la basura se acumule en rincones estratégicos) más que de una mano incendiaria. Al menos desde fuera, Fly the Flag parecía en buena forma.
Linterna en mano, recorrí el perímetro exterior. La explanada era pequeña, lo justo para que maniobrase un tráiler y poco más. Una rampa conducía al muelle de carga situado a nivel del sótano; había dos entradas en la planta baja.
Rodeé el edificio buscando agujeros en los cimientos y desperfectos en los cables eléctricos y en las tuberías de gas, además de huellas en el suelo húmedo, pero no descubrí nada fuera de lo común. Todas las entradas estaban cerradas; cuando probé con mis ganzúas no noté ninguna obstrucción.
Miré la hora: las seis y siete. Con la linterna apuntando a la cerradura, usé mi instrumental para abrir la puerta trasera. Desde la autopista podían verme, pero no creía que a alguien le importara tanto lo que ocurría en aquel submundo como para llamar a la poli.
La distribución interior de la fábrica era bastante sencilla: una planta enorme donde se erguían las gigantescas máquinas de cortar y planchar, largas mesas donde cosían los operarios, todo dominado por la bandera estadounidense más grande que había visto jamás. Cuando la alumbré con la linterna, las barras se vieron tan suaves y brillantes que tuve ganas de tocarlas. Encaramada a una mesa y extendiendo el brazo llegué justo a tocar la barra inferior. Tenía un tacto entre sedoso y aterciopelado, tan voluptuoso que tuve ganas de envolverme con ella. La esmerada costura entre las barras mostraba que los trabajadores creían en el eslogan que colgaba en lo alto: «Hacemos patria con orgullo».
Salté de la mesa y limpié las huellas que había dejado encima antes de seguir explorando. En un rincón se había cedido espacio, de mala gana, para una cantina diminuta, un aseo inmundo y un despacho minúsculo donde Frank Zamar debía de llevar el papeleo. En un hueco al lado de la cantina había una hilera de destartaladas taquillas metálicas. Eran suficientes, supuse, para que los empleados guardasen sus efectos personales durante la jornada.
Al otro lado de la habitación, un montacargas sin paredes conducía al sótano. Accioné la palanca manual para bajar. La parte delantera daba al muelle; la trasera, al almacén donde se guardaban las bobinas de tela. Había cientos de bobinas de colores diferentes y grandes carretes de galón y hasta una caja de tela metálica con astas de diversas longitudes. En definitiva, todo lo que precisaba un fabricante de banderas.
Ya habían dado las seis y media, no disponía de tiempo para indagar en el despacho de Zamar antes de que Rose Dorrado se presentase para mostrar su celo como empleada. Especulé con la idea de que hubiese sido ella quien había puesto la silicona, quizá con la intención de demostrar que era indispensable para proteger la planta de los saboteadores. Reunir suficientes ratas muertas a fin de que los conductos de ventilación apestaran parecía una tarea repugnante, pero supuse que todo dependía de lo resuelto que se estuviera.
Vi una escalera de hierro que ascendía a la planta baja, y al empezar a subirla oí un ruido por encima de mí, un golpe sordo semejante al de una puerta al cerrarse. Si era Rose Dorrado, todo estaba bien, pero si no… Apagué la linterna, la metí en la mochila y avancé a tientas con sigilo. Oía pasos; cuando mis ojos alcanzaron el nivel del suelo, me encontré con que una gigantesca máquina de coser me tapaba la vista, pero percibí un cono de luz que recorría las mesas: alguien se abría paso entre ellas. Si hubiese sido alguien con derecho a estar allí, habría encendido los fluorescentes que pendían del techo.
Un par de botas bajas asomaron por el borde de la máquina de coser arrastrando los cordones por el suelo. Era un aficionado: un profesional se habría atado bien los zapatos. Me agaché. Mis ganzúas golpearon contra la barandilla de hierro. Los pies que había arriba se pararon en seco, giraron y echaron a correr. Subí a toda prisa y vi al intruso justo cuando abría la puerta. Me arrojó la linterna contra mí. Me agaché un segundo demasiado tarde y me tambaleé cuando me alcanzó en la cabeza. Para cuando recobré el equilibrio y salí por la puerta de incendios, él ya había saltado la valla y subía dando traspiés por el terraplén hacia la autopista. Lo seguí, pero me llevaba demasiada ventaja como para molestarme en intentar saltar la valla; él ya estaba trepando al parapeto de hormigón de la autopista.
Oí el estruendo de las bocinas, los chirridos de neumáticos patinando y luego el rugido de los motores cuando el tráfico volvió a la vida.
Si no había logrado salvar los seis carriles, no tardaría en oír las sirenas. Dejé transcurrir un par de minutos, pero no aparecieron ni ambulancias ni policías en escena, así que me volví y desanduve lo andado. Ya eran casi las siete; los del turno de la mañana debían de estar llegando. Caminé con dificultad por el suelo embarrado frotándome el punto dolorido donde la linterna me había golpeado la cabeza.
Al doblar una esquina del edificio para dirigirme a la parte delantera vi a Rose Dorrado cruzar el patio; su pelo rojizo destacaba como una llamarada sobre el gris de la mañana nublada. Cuando llegué a la puerta principal, Rose ya la había abierto y estaba dentro. Algunas personas iban entrando al patio por la verja, hablando en voz baja. Me miraron sin demasiada curiosidad.
Encontré a Rose junto a las taquillas metálicas sacando una bata azul y colgando su abrigo. El interior de su armario estaba empapelado con versículos de la Biblia. Movía los labios, quizás estuviese rezando, y aguardé a que terminara antes de darle un toque en el hombro.
Me miró sorprendida y, al mismo tiempo, complacida.
– ¡Ha venido muy pronto! Bien, así podrá hablar con la gente antes de que se presente Zamar.
– He visto a alguien más llegar a primera hora, un hombre bastante joven. No he podido verle bien, pero tendría unos veinte años. Era alto, y llevaba la gorra muy calada, de modo que no le he visto la cara. Tenía un bigote fino.
Rosé frunció el entrecejo, preocupada.
– ¿Ha venido un hombre con intención de hacer algo? Si se trata de lo que le dije, es lo que quise advertirle al señor Zamar. ¿Por qué no lo ha detenido?
– Lo he intentado, pero era muy rápido para mí. Podríamos llamar a la policía, ver si ha dejado huellas.
– Sólo si el señor Zamar está de acuerdo. ¿Qué intentaba hacer ese hombre?
Sacudí la cabeza.
– Eso tampoco lo sé. Me ha oído y se ha pirado, pero me parece que se dirigía a las escaleras que bajan al sótano. ¿Qué hay allí, aparte de las telas?
Estaba demasiado alterada para preguntarse cómo sabía lo de las telas en el sótano o inquirir dónde estaba yo cuando el intruso me había oído.
– De todo. Ya sabe, la caldera, el cuarto de secado, el de limpieza en seco, todo lo necesario para que la fábrica funcione está ahí abajo. Dios, ¿no estamos a salvo? ¿Tenemos que preocuparnos de que entre alguien a poner una bomba?