Con el ánimo por el suelo
Mi padre estaba cortando el césped. No paraba de pasarme la segadora por encima. Yo llevaba los ojos vendados, de modo que no podía verle, pero oía el ruido sordo de las ruedas atravesando la hierba. Iban a alcanzarme, me pasarían justo por encima y luego volverían a retroceder. Hacía mucho frío, ¿por qué cortaba la hierba con el frío que hacía, y por qué no me veía? El jardín apestaba, olía a pipí, a vómito y a sangre.
Le chillé que parara.
– Pepaiola, cara mia. -Era lo único que decía en italiano, tanto a mi madre como a mí, sus dos pimenteros-. ¿Por qué estás tumbada en mi sendero? Levántate, apártate de mi camino.
Intenté levantarme pero la hierba alta me había envuelto y atado, y ahí venía el ruido de la segadora hacia mí otra vez. El me adoraba, ¿por qué me atormentaba de aquella manera?
– ¡Papá, basta! -grité otra vez.
Hizo una pausa e intenté incorporarme. Llevaba las manos atadas a la espalda. Me froté la cara contra el hombro intentando apartar la venda que me tapaba los ojos. No conseguía deshacerme de ella y seguí frotando hasta que me di cuenta de que me estaba restregando los ojos. No iba vendada; me hallaba en un lugar oscuro, tan oscuro que no veía siquiera el rojo de mi parka.
Oí un rugido, sentí una sacudida terrible y entonces la segadora me pasó por encima otra vez dejándome sin aliento, de modo que no pude gritar. La mente se me encogió como una cabeza de alfiler en su intento por apartarse del dolor. Paró de nuevo, y esta vez me obligué a pensar.
Estaba en un camión. Estaba en la parte trasera de un tráiler y algo con ruedas corría adelante y atrás con las sacudidas del camión. Me acordé de Marcena, con una cuarta parte de su cuerpo desollado, y traté de cambiar de postura, pero el avance del camión y los asaltos de la carretilla, o de la cinta transportadora, o de lo que fuera, no me dejaba mover.
Tenía las manos atadas a la espalda, y las piernas, sujetas. Además apestaba, apestaba igual que Freddy Pacheco cuando lo ataqué. Hacía ya un siglo. El vómito, la sangre y el pipí eran míos. Me dolía la cabeza, y la sangre seca me taponaba la nariz. Necesitaba agua con urgencia. Saqué la lengua y lamí la sangre. AB negativo, una buena cosecha, difícil de encontrar, mejor no perder mucha.
No quería estar allí, quería estar de vuelta en mi otro mundo, donde mi padre estaba conmigo, aunque fuese para hacerme daño. Quería tener a mi madre al otro lado de la puerta preparándome una taza de cacao.
La detective que siente pena de sí misma más vale que empiece a redactar el responso de su funeral. La siguiente vez que el camión se detuvo, hice un esfuerzo tremendo y me incorporé. Me retorcí para que los pies quedaran en ángulo recto respecto a su posición anterior. Ahora apoyaba la espalda contra la pared del camión. La siguiente vez que la cosa con ruedas se abalanzó sobre mí, chocó contra las suelas de mis zapatillas. Sentí que la sacudida me recorría todo el espinazo. Mal asunto, V. L, mal asunto, unos cuantos golpes más como ése y te quedarás paralítica.
Volvimos a pararnos. Adondequiera que estuviéramos yendo, deduje que atravesábamos las calles de la ciudad, con un montón de señales de stop, y que mis captores obedecían el reglamento de tráfico; no iban a arriesgarse a que los detuvieran por saltarse un semáforo en rojo.
Me dejé caer de rodillas y me las arreglé para moverlas, sólo un poco, justo lo suficiente para arrastrarme hasta topar con aquella máquina con ruedas. La parte alta me llegaba por el muslo y me arrojé encima de ella cuando el camión volvió a arrancar con una sacudida.
Fue como una victoria, una proeza tan grande como escalar el Everest. Sí, yo era Junko Tabei; lo que ella había hecho, escalar la gran montaña, no tenía punto de comparación con aquel encaramarse a lo alto de algo que no podía ver con las manos y los pies atados. Me tendí sobre el cacharro con ruedas, con la cabeza palpitante, y la satisfacción de haberme librado de los rodillos evitó que perdiera el conocimiento otra vez.
Hicimos un viraje abrupto y el camión comenzó a dar bandazos. El tráiler cabeceaba sobre sus muchas ruedas al tiempo que se balanceaba de un lado al otro. Yo iba arriba y abajo sobre la carretilla o lo que fuera, sin poder hacer nada, chocando contra ambos extremos del camión, tratando de mantener firme la cabeza para reducir en la medida de lo posible las sacudidas que soportaba con tanto meneo.
De pronto supe adónde íbamos. La verja derribada, el camino a través del marjal, podía imaginar nuestra ruta, el cielo gris, la hierba, y al final, al final un hoyo. Cerré los ojos con fuerza, no quería ver la oscuridad, no quería ver el final.
Cuando el camión se paró me tumbé boca abajo resollando, sintiendo el motor debajo de mí, demasiado agotada como para sujetarme y así evitar la sacudida de la nueva arrancada. Oí un estrépito a mi derecha y moví la cabeza despacio para mirar. Las puertas del remolque se abrieron de par en par y quedé deslumbrada. Pensé que era de día, pensé que la luz era del sol, pensé que iba a quedarme ciega.
Grobian daba grandes zancadas ante la parte trasera del camión. Cierra los ojos, V. L; estás inconsciente, los ojos se cierran cuando estás inconsciente. Grobian levantó una tapa dando un golpazo; parecía satisfecho. Me agarró por la cintura, me cargó sobre un hombro como si fuese un fardo y volvió a salir al exterior haciendo mucho ruido. Abrí los ojos de nuevo. Todavía era de noche; estar encerrada en total oscuridad había hecho que al principio incluso el cielo nocturno me resultara deslumbrante.
– Esta vez estamos en el sitio bueno -dijo Grobian-. ¡Carajo! Sólo a un pijo gilipollas como tú se le ocurriría arrojar a Czernin y a la Love en el campo de golf y no en el vertedero. Esta hija de puta polaca estará enterrada bajo tres metros de basura cuando salga el sol.
– No me hables así, Grobian -dijo el señor William.
– Bysen, de ahora en adelante te hablaré como me de la real gana. Quiero ese empleo en Singapur para dirigir las operaciones de By-Smart en Asia, aunque tomaré en consideración Suramérica. O me das uno de esos dos puestos, o hablaré con el viejo. Si Buffalo Bill se entera de lo que has estado haciendo con su querida empresa.
– Si la impresión le provoca un derrame cerebral y la palma, bailaré sobre su tumba -dijo William-. Me importa un bledo lo que puedas decirle.
– Fanfarronadas, Bysen, fanfarronadas. Si dieras la talla de lo que dices, nunca te habrías visto envuelto en una mierda como ésta. Los hombres como tu padre, si no pueden hacer el trabajo sucio por sí mismos, son lo bastante listos como para encargárselo a amigos de amigos de amigos de manera que nunca puedan señalarlos con el dedo. ¿Quieres saber por qué Buffalo Bill no te confiará más responsabilidad en su empresa? No porque seas un hijoputa mentiroso y estafador; él respeta a los hijoputas mentirosos y estafadores. Es porque eres una rata mentirosa y negada, Bysen. Si no fueses hijo de Buffalo Bill, tendrías suerte de trabajar de contable en tu propio almacén.
Grobian me meció como una hamaca y me lanzó. Caí boca abajo en la inmundicia. Le oí sacudirse el polvo de las manos y luego oí que él y William emprendían el regreso al camión, discutiendo todo el camino, sin volverse a mirarme, sin siquiera hablar de mí.
Levanté la cabeza en cuanto el camión arrancó bruscamente otra vez. Los faros me alumbraron un instante mostrando dónde me encontraba, la ladera de uno de los gigantescos montones de tierra donde Chicago sepulta su basura. Más allá del tráiler de By-Smart vi las luces de otros camiones, camiones de basura, una hilera de escarabajos que avanzaba hacia mí. Cada día traen otras diez mil toneladas, se vacían y se cubren con más tierra. Los camiones de la basura trabajan veinticuatro horas al día transportando nuestros desperdicios.
El miedo me heló la sangre en las venas. Grobian daba marcha atrás al tráiler de By-Smart comenzando a girarlo sin destreza, describiendo un círculo muy amplio. Cuando dejara libre el camino, la hilera de escarabajos treparía por la colina y arrojaría su cargamento encima de mí. Me puse a frotar frenéticamente el pie izquierdo contra el derecho, torciendo los dedos de los pies dentro de las zapatilias, hundiendo la cabeza en el lodo para apuntalarme. No podía perder tiempo vigilando el avance del tráiler. Apreté tan fuerte que el dolor que me recorrió el espinazo me hizo gritar.
El pie derecho salió de la zapatilla de deporte. Liberé el pie de las tiras de tela que me amarraban las piernas. Doblé las rodillas bajo el vientre y me puse de pie. Era libre, podía dar saltos, los conductores me verían. Los muslos me temblaban de fatiga, los brazos seguían sujetos a mi espalda y los hombros parecían a punto de dislocarse, pero tenía ganas de cantar y bailar y dar volteretas.
Los camiones de la basura aún no estaban encima de mí: el tráiler de By-Smart seguía bloqueando el camino dando bandazos en un círculo. Dejé de saltar. Ahorra energías, Warshawski, resérvalas para cuando las necesites. El tráiler seguía girando en lugar de enfilar derecho hacia la calle. La hilera de escarabajos se había detenido y le tocaba la bocina al tráiler. Daba la impresión de que Grobian hubiese olvidado cómo se conducía un camión. ¿O era que William intentaba demostrarle que no era una rata inútil de remate poniéndose él mismo al volante? El tractor dio un giro demasiado amplio y llevó el remolque hasta el borde de la colina. El tráiler se tambaleó un momento sobre las ruedas interiores, perdió el equilibrio y cayó por la vertiente. El tractor fue arrastrado hacia atrás sobre las ruedas traseras, quedó en suspenso un instante y luego se desplomó de costado.