Extracción dolorosa
El semblante de Rose estaba aún más apagado que cuando había ido a visitarla dos noches antes. Igual que Sandra Czernin, no se había lavado el pelo ni peinado en los últimos días, y sus rizos rojos estaban enmarañados y apelmazados, pero se hizo a un lado para dejarme entrar en su apartamento. Betto y Samuel estaban en el sofá viendo Spider-Man. María Inés estaba recostada entre ambos, zureando y dando palmas con desgana. Iba envuelta en un retal a rayas rojas y blancas de la tela con que se confeccionaban las banderas. Otro retazo de las puñeteras banderas. Me quedé mirándolo mientras me preguntaba cuántas veces lo habría visto sin fijarme en él.
– ¿Qué pasa? -dijo Rose con tristeza-. ¿Ha encontrado a mi Josie? ¿Está muerta?
Negué con la cabeza.
– ¿Julia no le dio mi recado? Los Bysen tienen a un gran equipo buscando a Billy; quizá den con él. Lo bueno es que es casi seguro que Josie está con él. ¿Ha hablado con su hermana de Waco?
– ¿Lo bueno es que mi niña ande durmiendo por ahí con un chico? No necesito otro bebé en esta casa -incluso su enojo era displicente. Además, mi hermana no sabe nada de ellos. Los vecinos andan diciendo que usted encontró a Bron Czernin y a esa inglesa el lunes por la noche. Que iban en ese coche de lujo de Billy y que los encontró al lado del coche, tirados en el vertedero. Así que igual Billy y Josie también están allí, pero no los ha encontrado.
La historia se había embrollado lo suyo al ir de boca en boca por todo el barrio.
– Eso no se lo puedo garantizar, por supuesto -dije en voz baja-. Pero me consta que Billy le regaló su coche a Bron porque no quería que su familia lo localizara por la matrícula, así que no creo que estuviera con Bron. Además, cuando encontré el coche estaba debajo de la Skyway. Nadie sabe cómo es que Bron y Marcena terminaron en el vertedero.
– ¿Y dónde han ido entonces Billy y Josie? No han acudido al pastor, tampoco a usted, hasta fui a ver al padre de Josie; pensé que a lo mejor tenía razón, que a lo mejor había ido a verle, pero el muy zángano ni siquiera se acordaba de cuál de las niñas era.
Lo hablamos una y otra vez dándole tantos enfoques como se nos ocurrieron, que tampoco fueron muchos. Yo estaba convencida de que Billy se hallaba en South Chicago; fuera lo que fuese lo que le inquietaba acerca de su familia sucedía justo allí, en aquel barrio, y no lo veía capaz de dejarlo correr.
– Llamaré a todas las chicas del equipo -prometí finalmente-. El lunes por la noche sólo busqué cerca de sus casas el coche de Billy o cualquier otro indicio sobre su paradero. Pero antes de irme, Rose, quiero que me cuenten un par de cosas, tanto usted como Julia.
Había ido a preguntar a Julia acerca de la jabonera, pero luego quise saber más sobre el tejido para confeccionar banderas.
– Hábleme de las sábanas, las que hay en las camas de Josie y Julia, y ahora este retal con el que ha envuelto a María Inés. ¿Las fabricó Zamar en Fly the Flag?
– Ay, esas sábanas… -Medio encogió un hombro con apatía-. Como si eso importase ahora. Se le ocurrió, al pastor me refiero, se le ocurrió vender toallas, sábanas, agarradores, cosas así, a través de las iglesias. Algo bueno para la comunidad, hacer sábanas en la comunidad, comprar, vender, el sueño del pastor era que tuviésemos una cooperativa; pensaba que a lo mejor con el tiempo podríamos comprar y vender de todo, ropa, comida, incluso medicinas, y ahorrar y ganar dinero. Comenzó con el señor Zamar, y el señor Zamar lo intentó, de veras que lo intentó, incluso aunque el pastor le acusó diciendo que el señor Zamar no quería que la cooperativa funcionase. Pero yo estuve allí, estuve cosiendo, hicimos quinientas sábanas, mil toallas, pero sólo diecisiete personas las compraron, mayormente las madres de las chicas que juegan al baloncesto. ¿Cómo vas a ganarte la vida si sólo diecisiete personas compran lo que vendes?
– Entonces, ¿era ése el segundo taller donde usted trabajaba? -pregunté desconcertada-. ¿Haciendo sábanas para la cooperativa?
Soltó una carcajada histérica.
– No, no, no. El segundo taller estaba exactamente en el mismo sitio que el primero. Sólo que lo hacíamos en plena noche para que el pastor no nos viera. Como si no se enterase de todo lo que pasa en el barrio; es como Dios, el pastor, sabe hasta lo que no ve.
Me puse en cuclillas al lado de los niños que nos habían estado observando con inquietud.
– Betto, Samuel, vuestra mamá y yo tenemos que hablar. ¿Podéis iros al comedor?
Al parecer aún me recordaban como la mujer que podía carbonizarlos, pues saltaron del sofá y se escabulleron a la parte trasera del apartamento lanzando una única mirada asustada a su madre. Ojalá causara el mismo efecto sobre Pat Grobian o el pastor. Nos sentamos, con el bebé dormido entre nosotras.
– ¿Por qué no quería Zamar que el pastor Andrés viera el segundo taller?
– ¡Porque empleábamos a ilegales! -gritó Rose-. Gente que está tan necesitada de dinero que trabaja a cambio de nada. ¿Lo entiende ya?
– No. -Estaba absolutamente perpleja-. Usted necesita dinero; no puede ponerse a trabajar en una fábrica donde se explota a los trabajadores. ¿Qué hacía usted allí?
– Ay, ¿cómo es posible que fuera a una gran universidad siendo tan tonta? -Agitó las manos con impaciencia-. ¿Cómo quiere que crea que será capaz de encontrar a mi hija? Yo no estaba trabajando, o sea, sí que estaba trabajando, pero como supervisora; me pagaba para que supervisara, para que me asegurase de que la gente no abandonara su puesto en las máquinas, no robase nada, no se demorasen en las pausas, en fin, ¡lo que más odio!
Quizá fuese demasiado tonta para encontrar a Josie pero no lo bastante como para preguntarle por qué lo había hecho, no a una mujer que había estado alimentado seis bocas con veintiséis mil dólares anuales. En cambio pregunté cuánto tiempo había durado el negocio.
– Sólo dos días. Comenzamos dos días antes del incendio. El día que usted vino a la fábrica por lo del sabotaje, el señor Zamar me llamó a su despacho, estaba muy enfadado porque hubiese llevado un detective a la planta. «Pero el sabotaje, señor Zamar -dije yo-, las ratas, el pegamento y luego ese chavo rondando esta mañana para hacer algo malo otra vez», y me dijo, poniéndose así. -Se interrumpió para imitar a Zamar sentándose con la cara enterrada en las manos-. Dijo: «Rose, eso ya lo sé, pero un detective hará que nos cierren la fábrica.» Y al día siguiente va y me ofrece ese empleo, el de supervisora, y me dice que si acepto me da quinientos cincuenta dólares extra a la semana, y que si no, me despide por haberla llevado a usted a la fábrica. Sólo que el pastor no debe saber nada. El señor Zamar sabe que voy a la iglesia, sabe cuánto significa mi fe para mí, pero también sabe cuánto me importan mis hijos, y me pone entre la espada y la pared, entre mi amor por Jesús y mi amor por mi familia, ¿qué iba a hacer yo? Dios me perdone, cogí el empleo, y luego me cae un castigo de veras porque dos días después la fábrica se incendia; el señor Zamar muere. Sólo doy gracias a Dios de que ocurriera temprano, antes de que yo y los demás trabajadores llegáramos. Doy gracias a Dios por la advertencia, por no haber muerto en el incendio, por darme la oportunidad de arrepentirme, pero ¿por qué tienen que sufrir mis hijos también?
Horrorizada, la miré de hito en hito.
– ¿Me está diciendo que el pastor incendió el edificio porque Zamar explotaba a los trabajadores del turno de noche?
Se tapó la boca con la mano.
– No es lo que quería decir. No he dicho eso. Aunque cuando se enteró se enfadó muchísimo.
Andrés había amenazado a Zamar diciendo que si se llevaba el negocio fuera de Chicago el pastor se encargaría de que no le quedara ningún negocio que proteger. ¿Tan megalomaníaco era Andrés como para pensar que realmente era Dios en el South Side? La cabeza me daba vueltas y me flaqueaban las fuerzas hasta el punto de no mantenerme erguida en el sofá.
Finalmente pasé a una cuestión de orden menor, algo que pudiera manejar.
– ¿De dónde era esa gente, los que trabajaban en el turno de noche?
– De todas partes, pero sobre todo de Guatemala y de México. Yo hablo español; me crié en Waco pero mi familia era mexicana, así que el señor Zamar sabía que podía hablar con ellos. Pero lo peor, lo peor de todo es que le deben dinero a un jefe, y Zamar, pues bueno, la verdad es que recurrió a un jefe para conseguir trabajadores para su fábrica. Jamás pensé que alguna vez me vería haciendo algo así, de intérprete para él y esa clase de mierda.
Los jefes son intermediarios, coyotes que cobran tarifas exorbitantes a los inmigrantes ilegales para entrar clandestinamente en el país. Ningún inmigrante pobre está en condiciones de invertir mil dólares en cruzar la frontera con una tarjeta verde falsa y un número de la seguridad social también falso, así que los jefes les «prestan» el dinero. Cuando llegan aquí, los jefes venden personas a las empresas que buscan mano de obra barata. Los jefes se embolsan la mayor parte de los salarios, repartiendo sólo lo justo para comida y alojamiento. Es un sistema esclavista, en realidad, porque es casi imposible pagar la cancelación de uno de esos contratos. No me sorprendía que el pastor Andrés se enfureciera con cualquier negocio que comprara de ese modo el trabajo de la gente.
– Ese Freddy no será un jefe, ¿verdad? -solté.
– ¿Freddy Pacheco? Es demasiado vago para eso -dijo Rose con desdén-. Un jefe será todo lo malo que quiera, pero trabaja muy intensamente; tiene que hacerlo.
Rose y yo nos quedamos un rato calladas después de eso. Parecía aliviada de haber tenido ocasión de quitarse su historia de la cabeza: su rostro estaba más vivo, más animado de lo que había estado desde antes del incendio en la fábrica. Yo, en cambio, me sentía más apagada, como si realmente fuese demasiado tonta como para haber ido a la universidad, y, desde luego, para encontrar a su hija.
En la pantalla que tenía delante, Spider-Man estaba atando fácilmente al villano que había intentado robar el banco local, o quizás al banquero local que había intentado robar a sus clientes, pero en cualquier caso Spider-Man no había derramado ni una gota de sudor. Y no sólo eso, había tardado menos de media hora en identificar al villano y seguirle la pista. Me vi con la acuciante necesidad de tener superpoderes, aunque era bien cierto que en aquel momento me habría conformado con unos poderes humanos corrientes y molientes.
El bebé, que había dormido durante nuestra charla, comenzó a alborotar. Rose se levantó y dijo que iba a la cocina a calentar un biberón y que me traería una taza de café.
Cogí al bebé en brazos.
– ¿Julia está en casa? Tengo que hacerle unas preguntas sobre la jabonera, esa rana que les mostré el domingo después de la iglesia.
Rose fue a la parte trasera del apartamento; me puse a dar palmaditas a la pequeña María Inés. Le canté una canción infantil italiana que mi madre solía cantarme, la canción de la luciérnaga, la canción de la abuela con su olla de caldo sin fondo. Cantar me tranquiliza, me hace sentir próxima a mi madre. No sé por qué no lo hago más a menudo.
Rose regresó con un biberón y una taza de amargo café instantáneo justo cuando María Inés comenzaba a ponerse nerviosa de verdad. Julia vino detrás de su madre con paso cansino, mirándome recelosa: Rose le había dicho que íbamos a hablar de la jabonera, y la confianza que se hubiese generado durante el entrenamiento de la tarde no iba a prolongarse durante la velada.
Pasé el bebé a Rose y me levanté para mirar a Julia a los ojos, más o menos; era varios centímetros más alta que yo.
– Julia, estoy muy cansada para una noche de mentiras o medias verdades. Cuéntame lo de la jabonera. ¿Se la regalaste a Freddy o no?
Echó una mirada a su madre, pero Rose la miraba con el ceño fruncido.
– Ahora di la verdad, tal como ha dicho la entrenadora, Julia. Tu hermana ha desaparecido, no queremos hacer de dentista y arrancarte la historia poquito a poco con un torno.
– Se la regalé a él, ¿vale? No le dije ninguna mentira sobre eso.
Di un manotazo contra el respaldo del sofá.
– La historia entera, ahora mismo. Esto es más importante que tus sentimientos heridos. ¿Cuándo se la regalaste?
La cara de Julia se puso tan roja y redonda como la de su hijita, pero cuado vio que ni su madre ni yo nos íbamos a apiadar de ella dijo enfurruñada:
– Por Navidad. El año pasado. Y Freddy la miró y me dijo que para qué quería él un regalo de chica como aquél. Y luego me enteré de que se la había dado a Diego, y Diego se la dio a Sancia.
– ¿Y luego?
– ¿Qué quiere decir «y luego»?
Suspiré sonoramente.
– ¿Sancia se la quedó? ¿Todavía la tiene?
Julia titubeó, y su madre arremetió contra ella sin darme tiempo a abrir la boca.
– ¡Dilo ahora mismo, Julia Miranda Isabella!
– Sancia me la enseñó -chilló Julia-. Fanfarroneó con lo mucho que Diego la amaba, que le había regalado aquella cosa tan bonita, con una pastilla de jabón con forma de flor y todo, y que qué me había regalado a mí Freddy. Me puse furiosa. Dije, qué gracia, yo le regalé a Freddy una exactamente igual que ésa. Diego es primo de Freddy, así que Sancia le preguntó a Diego si había robado la jabonera de Freddy. Y Diego dijo que no, que Freddy se la había dado. Así que se hizo la ofendida, cosas de segunda mano, dijo, y como no quiso quedársela, ¡me la devolvió! ¡Como si yo fuese una desgraciada que necesitaba algo así, algo que había comprado yo misma con mi propio dinero y que mi novio no quería!
Las lágrimas empezaron a resbalarle por las mejillas en serio, pero Rose y yo seguíamos mirándola exasperadas.
– ¿Dónde está ahora? -pregunté.
Volvió a titubear y de nuevo fue su madre quien la obligó a hablar. Freddy había ido a verla; había cambiado de idea, quería la jabonera después de todo. Diego se lo había contado todo, que Sancia se la había dado a ella, ¿se la podía devolver?
– Me dijo cosas muy bonitas, como el año pasado, antes de hacer a María Inés dentro de mi vientre, como que era guapa, todas esas cosas. Así que la saqué de la caja de Sammy y se la di, y luego se marchó, ni siquiera un beso de despedida, ni siquiera «¿Qué tal está María Inés?».
– Enhorabuena, te libraste por los pelos -dije con acritud-. Cuanto más lejos estés de él, mejor para ti. ¿Cuándo fue eso?
– Hace tres semanas. Por la mañana, después de que madre se fuera a trabajar y los demás al colegio.
– ¿Te dijo para qué la quería?
– ¡Ya se lo he dicho! ¡Dijo que era porque quería algo mío, después de todo, y que lo sentía mucho, todo ese rollo!
– ¿Dónde está Freddy ahora? -inquirí.
Julia me miró nerviosa.
– No lo sé.
– Pues adivina. ¿Adónde suele ir? ¿A qué bar, dónde están sus otros hijos? Lo que sea.
– ¿Va a hacerle daño?
– ¿Por qué lo proteges? -le espetó Rose-. ¡Es un mal hombre; te dejó con un bebé, roba, siempre va a la suya! Su madre lo llevaba a la iglesia cada domingo y no hace otra cosa que haraganear con Diego y su camioneta, insultando a los músicos con su música. Dentro de cinco años, ya no tendrá esa cara de niño bonito y entonces no tendrá nada.
Rose se volvió hacia mí.
– A veces va al Cocodrilo, un bar que hay delante de la iglesia. La otra chica que tiene un bebé suyo, creo que tampoco la ve, pero vive en Buffalo. Si lo mata con sus propias manos, juraré a la policía que usted nunca lo vio ni le puso la mano encima.
Se me escapó la risa.
– Espero no llegar tan lejos. Pero por si se diera el caso, ¡muchas gracias!