El hospitalario señor Contreras
Dejé que Peppy volviera a salir del coche para que persiguiera ardillas por el campus mientras me sentaba en la escalinata de la Bond Chapel, el oratorio de la universidad, con el mentón apoyado en las rodillas y la dolorida espalda contra la puerta roja. Unos copos dispersos de nieve caían con desgana del cielo plomizo; los alumnos habían abandonado los patios interiores. Me subí el cuello del chaquetón para taparme las orejas, pero el frío se colaba por el tajo del hombro.
Me pregunté qué señales de alarma debería haber percibido en April. ¿Acaso corría peligro alguna otra jugadora del equipo? Ni siquiera sabía si el instituto llevaba a cabo una revisión médica de los deportistas antes de permitirles competir, aunque una institución que carecía de fondos para pagar al entrenador y comprar pelotas seguramente tampoco tendría presupuesto para electrocardiogramas y radiografías.
Si Sandra decidía ponerme una demanda, bueno, ya lo resolvería llegado el momento, pero tenía que anotar unas cuantas cosas cuanto antes, mientras aún las tuviera frescas en la memoria: el desvanecimiento que había sufrido April el verano anterior, la historia de la propia Sandra. «Las chicas siempre se desmayan», había dicho; a ella le había ocurrido a menudo, aunque yo no lo recordaba. Quizá se había desvanecido entre los brazos de Boom-Boom. Aunque seguro que éste no se había acostado con ella. La idea me enfurecía. Pero ¿qué estaba haciendo, convirtiéndolo en un santo? Todos esos años había dado por supuesto que sólo la había llevado al baile para castigarme, pero eso se debía a que nunca había querido aceptar que tuviese una vida aparte de la mía. Sandra se acostaba con cualquiera, todos lo sabíamos, así que ¿por qué no iba a hacerlo con Boom-Boom? Y él era un as de los deportes, y no podía decirse que llevara una vida monacal, precisamente.
Peppy se acercó y me acarició con el hocico, preocupada por mi aletargamiento. Me levanté y le lancé un palo lo mejor que pude. Se dio por satisfecha; fue en busca del palo y se echó sobre la hierba a roerlo.
Me di cuenta de que estaba tan apaleada por las iras de Bron y Sandra como por mis dolencias físicas. ¿Alguna vez se habrían abrazado para mirarse a los ojos con ternura? Sandra tenía treinta años cuando April nació, de modo que no había sido un embarazo adolescente lo que los empujó al altar. Había sido alguna otra cosa, pero ya no tenía amistades en el barrio que pudieran contármelo. ¿Bron le era infiel porque ella lo desdeñaba? ¿Ella lo despreciaba a causa de sus infidelidades? ¿Cuál era el huevo y cuál la gallina ocultos detrás de tanta hostilidad?
Volví a ponerme de pie lentamente y llamé a Peppy. Acudió corriendo, con la lengua rosa colgando, como si sonriese de placer. Acaricié su sedoso pelo dorado procurando absorber parte de su pura alegría de vivir antes de poner mi cansado cuerpo en marcha otra vez.
En la oficina, llamé a un par de clientes a los que tendría que haber telefoneado el día anterior. En el contestador había tres mensajes del señor William reclamando a su hijo y dos de Murray Ryerson, del Herald Star, preguntando si había alguna historia importante acerca de Fly the Flag. Si algo abunda en South Chicago son los incendios; la noticia sólo había ocupado un párrafo en la sección metropolitana, y, que se supiera, Murray era el único periodista que había reparado en mi nombre en la breve nota (mal escrito y mal identificado como «sargento de policía I. V. Warshacky», aunque Murray supo deshacer el entuerto fácilmente).
Primero llamé a Morrell. El y el señor Contreras habían pedido comida tailandesa a domicilio y habían jugado unas partidas de gin rummy. Mi vecino se había marchado, pero Morrell no podía ponerse a trabajar en su libro; quizás había escrito demasiado esos últimos días. Cuando le expliqué que haría un poco de papeleo en la oficina y que luego intentaría ver a Lotty, Morrell me dijo que le encantaría acompañarme si la encontraba en casa; necesitaba tomar el aire.
Lotty estaba en casa; a diferencia de Murray, no había leído la sección de sucesos de los periódicos, de modo que se asustó y preocupó al enterarse de que había resultado herida.
– Claro que puedes venir, querida. Tengo que ir a comprar, pero espero haber llegado a casa a primera hora de la tarde. ¿Te parece que quedemos hacia las tres y media?
Tras dictar mis notas sobre mi encuentro con Sandra y Bron, hablé un momento con Murray: no había ninguna gran historia en Fly the Flag, a no ser que se tomara en consideración el desastre que suponía para las personas como Rose Dorrado. Escuchó mi apasionado relato sobre su vida durante unos minutos antes de interrumpirme para decir que vería si podía interesar al redactor jefe de ChicagoBeat como una historia de interés humano.
– ¿Quién era el hombre que hallaron muerto en el edificio? ¿Lo ha identificado el forense? ¿Era Frank Zamar?
Oí a Murray aporrear el teclado del ordenador.
– A ver…, sí, Zamar, exacto. El edificio contaba con alarma y sistema de rociadores. Los expertos en bombas e incendios provocados suponen que la alarma se disparó y que él bajó a ver qué ocurría. En la parte trasera del edificio hay una gran sala de secado, y en ella un gran calefactor que funciona con propano. La tela debió de arder sin producir llama y prendió el propano justo cuando Zamar llegó. Al parecer intentó huir pero las llamas lo alcanzaron.
Bajé el brazo en que sostenía el auricular. Yo había estado jugando a los espías, mientras Frank Zamar se metía en un infierno. Fui consciente de que la voz de Murray me llegaba débilmente, y volví a llevarme el auricular al oído.
– Perdona, Murray. Es que estuve allí, ¿sabes? Tendría que haber entrado para inspeccionar el lugar. Pocos días antes había visto a alguien merodear por allí. Tendría que haber entrado -repetí varias veces. El pánico hizo que mi voz sonase muy aguda.
– Oye, Warshawsky, tranquilízate. ¿Tú te piensas que ese tipo te habría dejado entrar? Me has dicho que cuando fuiste a verle la semana pasada te echó. ¿Dónde estás? ¿En tu oficina? ¿Quieres que pase por ahí?
Me tragué la histeria y dije con voz temblorosa:
– Creo que sólo necesito comer. Llevo demasiado tiempo sin probar bocado.
Tras reiterar su ofrecimiento de ayuda e instarme a comer y descansar, colgó no sin antes prometer que intentaría publicar algo sobre Rose y otros trabajadores de Fly the Flag.
Fui a pie a La Llorona, una cafetería mexicana que se mantiene aferrada con dientes y uñas a su contrato de arrendamiento: mi oficina está en un barrio que se está aburguesando tan deprisa que los alquileres parecen duplicarse a diario. Después de dos tazones de sopa de pollo, las tortitas de la señora Aguilar y una breve siesta en el catre del cuarto trasero de mi oficina, terminé de hacer las llamadas.
Dejé mensajes de voz a mis impacientes clientes sin explicarles que el motivo de mi retraso era que me habían herido; pareces poco de fiar si van y te pegan un tiro o te acuchillan mientras ellos suponen que estás pensando en sus problemas. Me limité a decir que tenía informes preliminares que darles, cosa que sería cierta al final del día siguiente si mi hombro me dejaba mecanografiarlos durante la tarde. Ni siquiera intenté ponerme en contacto con el señor William: no sabía qué mosca le habría picado, pero por el momento no me veía con ánimos de lidiar con la familia Bysen.
Mitch ladró desde detrás de la puerta del señor Contreras cuando llegué, pero o bien mi vecino estaba atareado o aún seguía picado conmigo por no hacer caso de sus consejos aquella mañana. Puesto que no salió a saludarme, me llevé a Peppy conmigo.
Morrell me dio la bienvenida aliviado; estaba harto de su libro, harto de la estrechez de mi apartamento, cansado de estar en lo alto de tres tramos de escalera que le costaban tanto de subir, cansado de estar casi prisionero. Bajó cojeando lentamente para ir conmigo en coche a casa de Lotty.
En un tiempo, Lotty vivía en un dúplex cerca de su clínica, pero pocos años antes se había mudado a uno de los elegantes edificios antiguos de Lake Shore Drive. En verano es imposible aparcar cerca del edificio, pero en una fría tarde de noviembre, el temprano anochecer de un día que había sido gris, de un gris casi negro, fue bastante fácil encontrar un sitio para dejar el coche.
Lotty nos dispensó una calurosa acogida, pero no perdió tiempo con cháchara vacua. En un cuarto con vistas al lago Michigan me quitó el vendaje con destreza y rapidez. Chasqueó la lengua un tanto molesta, en parte conmigo por haber dejado que la herida se mojara en la ducha, en parte con el médico que me había puesto los puntos. Era un trabajo descuidado, dijo, y añadió que iríamos a la clínica para curarme como era debido; de lo contrario, habría adherencias que costaría quitar una vez cicatrizadas.
Tuvimos una breve discusión sobre quién iba a conducir: Lotty opinaba que yo no era de fiar sólo con un brazo sano, y yo pensaba que ella no era de fiar en general, y punto. Se creía que era Stirling Moss conduciendo en un gran premio, pero sólo se parecían en la velocidad a la que circulaban y en su convicción de que nadie debería ir por delante. Morrell rió mientras discutíamos, pero votó por Lotty: si no me sentía en condiciones de conducir después de la cura, nos veríamos atrapados en la clínica, sin coche.
Al final, ni el trayecto ni los nuevos puntos fueron una experiencia tan terrible como me temía; el primero porque el tráfico del sábado por la tarde era tan denso en las calles principales que incluso Lotty tuvo que ir despacio. En la clínica, situada a un par de kilómetros de mí casa, en un vecindario políglota de la periferia de North Side, porque me puso una inyección de Novocaína en el hombro. Noté sólo unos leves tirones mientras cortaba los puntos viejos y ponía los nuevos, pero ya fuera por su destreza o por la anestesia, lo cierto es que, cuando hubo terminado, podía mover el brazo bastante mejor que antes.
Lotty se acomodó en una butaca de su consulta y finalmente abordamos los problemas de April Czernin. Lotty escuchó con atención y sacudió la cabeza con sincero pesar por la escasa ayuda que podían obtener los Czernin.
– ¿El seguro sólo cubre diez mil dólares de tratamiento? Es escandaloso. Aunque muy típico de los problemas a los que se enfrentan nuestros pacientes últimamente, forzados a tomar estas decisiones de vida o muerte en función de lo que el seguro paga o deja de pagar.
En lo que atañe a tu chica, no podemos admitirla como paciente de Medicaid porque no es indigente; en cuanto el departamento de contabilidad descubra que tiene un seguro, hará exactamente lo mismo que hizo la universidad, llamar a la aseguradora que le dirá que la póliza no cubre el desfibrilador. La única salida que se me ocurre es que intenten incluirla en un ensayo clínico, aunque a estas alturas el tratamiento para el QT largo ya está bastante extendido y quizá resulte difícil dar con un grupo de ensayo en un lugar al que puedan desplazarse.
– Creo que Sandra Czernin iría a cualquier parte si creyera que así le daba a April una posibilidad de salir adelante. Lotty, no dejo de pensar que tendría que haber notado algo antes de que sufriera el colapso.
Sacudió la cabeza.
– A veces puede darse un desmayo, y me has dicho que según la madre tuvo uno en verano, pero estos colapsos suelen producirse de repente, sin previo aviso.
– Me da miedo ir al instituto el lunes -confesé-. Me da miedo pedir a esas chicas que corran por la cancha. ¿Y si hay otra con una bomba de relojería en el pecho… o en el cerebro?
Morrell me estrechó la mano.
– Di a la dirección que es imprescindible que hagan pruebas a las chicas antes de seguir con los entrenamientos. Seguro que las madres estarán de acuerdo, al menos en número suficiente para obligar al instituto a tomar medidas.
– Tráelas a la clínica y les haré unos electrocardiogramas, y si no lo hago yo, lo hará Lucy -ofreció Lotty.
Había quedado con Max Loewenthal para cenar; nos había invitado a Morrell y a mí, cosa que a ambos nos pareció un sugerente cambio de rutina. Fuimos a uno de los pequeños restaurantes que han surgido como hongos en el North Side, uno que tenía una carta de vinos muy del agrado de Max, y demoramos la sobremesa dando buena cuenta de una botella de Cote du Rhóne. Pese a mi herida y a mis preocupaciones, fue la velada más agradable que había pasado desde la llegada de Marcena.
En el taxi de regreso, me dormí apoyada en el hombro de Morrell. Una vez en casa, aguardé amodorrada en la acera sosteniendo su bastón mientras él pagaba al conductor. De ese modo en que uno no se fija realmente en las cosas cuando está adormilado, vi un Bentley al otro lado de la calle con un chófer de uniforme al volante. Vi luces en mi sala de estar y no le di mayor importancia, pero cuando hubimos subido lentamente los tres tramos de escalera y descubrí la puerta del apartamento entreabierta, desperté de golpe.
Miré a Morrell y susurré:
– Voy a entrar. Si no he salido en dos minutos llama a la policía.
Pretendió discutir quién de nosotros tenía que ser el héroe o el idiota, pero tuvo que aceptar que entre mis heridas y las suyas, yo era quien estaba en mejor forma; además, también era quien conocía mejor las tácticas de pelea callejera.
Antes de que ninguno de los dos pudiera hacer nada heroico ni estúpido, Peppy y Mitch se pusieron a ladrar y gemir desde el otro lado de la puerta. La abrí de una patada y me arrimé a la pared. Los dos perros salieron a recibirnos. Apreté los labios, con más irritación que miedo, y entré.