Capítulo 32

Hora de crucificar al pastor

Los obreros habían avanzado bastante en la construcción de las cuatro casitas donde estaba trabajando el pastor. Una parecía terminada, mientras que la segunda, en la que había encontrado a Andrés dos semanas antes, ahora lucía una puerta principal recién pintada de rojo. Las dos restantes todavía eran esqueletos de hormigón sostenidos por unos cuantos tablones que bosquejaban su forma final.

Mientras conducía a través del South Side, mi inquietud por el robo en casa de Morrell había ido en aumento. Traté de imaginar qué sabría Marcena que alguien quisiera mantener oculto. Había advertido a Morrell que tomara precauciones por si sus agresores iban a por él, pero en algún lugar entre Torrence, donde había torcido hacia el norte, y la Ochenta y cinco, que me condujo hacia el este hasta el solar de la obra, me di cuenta de que esas mismas personas también podían pensar que yo conocía los secretos de Marcena. Al fin y al cabo, ambas dormíamos en casa de Morrell, y yo le había presentado a Bron. Volví a ver su cuerpo hinchado y sangrante y me puse tan nerviosa que comencé a mirar por el retrovisor cada dos por tres. Sería muy fácil seguir la pista de mi Mustang dorado.

Cuando llegué a la obra, pasé de largo sin aminorar y aparqué a dos manzanas. Las calles desiertas harían difícil mi seguimiento, si alguien lo estaba haciendo. Para cuando llegué a las casitas tenía la certeza de estar sola.

Me puse el casco y entré por la puerta roja sin llamar. El consabido ruido de sierras y martillos y los gritos en español resonaban en las habitaciones vacías. Los tabiques de la entrada ya estaban terminados, pero la caja de la escalera seguía desnuda. Pregunté por Andrés al primer hombre que vi; señaló hacia atrás con el pulgar por encima del hombro.

Crucé el minúsculo vestíbulo y encontré a Andrés en lo que iba a ser la cocina. Estaba tratando de pasar unos cables por un tramo de tubo flexible, gritando en español a través de una abertura del suelo a un hombre que le iba dando cable desde abajo. No levantó la vista cuando entré en la habitación.

Aguardé a que hubiese acabado de forcejear con el tubo antes de dirigirme a él.

– Pastor Andrés, tenemos que hablar.

– Vino al oficio del domingo, doña Detective. ¿Acaso hoy viene a sellar su compromiso con Jesús? Estaré encantado de interrumpir el trabajo para semejante acontecimiento.

Me puse en cuclillas a su lado sobre el entarimado sin pulir.

– El lunes por la noche mataron a Bron Czernin.

– Siempre me entristece la muerte innecesaria de una criatura de Dios -la voz de Andrés era serena, pero sus ojos traslucían pesadumbre-. Sobre todo cuando mueren sin haber abrazado a Jesús.

– Dudo mucho de que su párroco le niegue cristiana sepultura.

– Un entierro católico -me corrigió el pastor Andrés-, no uno cristiano; Bron Czernin murió en compañía de la mujer que había estado metiendo cizaña en su matrimonio.

– ¿Bron era un espectador inocente, o quizá debería decir una víctima inocente, mientras la señorita Love metía cizaña en su matrimonio?

Andrés frunció el ceño.

– El también era responsable, por supuesto, pero una mujer suele ser más…

– Impotente, por lo general -le corté-, aunque concedo que seguramente no fuese así en este caso en concreto. Y ya que hablamos de mujeres impotentes, hablemos de Josie Dorrado. Desapareció el lunes por la noche, creo que con Billy el Niño, Billy Bysen. ¿Dónde están?

– No lo sé. Y aunque lo supiera, no entiendo por qué le interesa.

– Porque Rose me pidió que la buscara. Y, puesto que usted sabe que Bron acabó muerto en un hoyo, tendido al lado de Marcena Love, sin duda tiene que saber que la señora Love estaba en el coche de Billy cuando se estrelló contra los pilares de la Skyway. Me gustaría saber dónde estaban Billy y Josie cuando eso ocurrió.

Mientras yo iba hablando, él iba negando con la cabeza.

– No lo sé. Billy fue a verme el domingo por la noche y me suplicó que volviera a darle cobijo. Se había instalado en casa de Rose pero luego pensó que no era seguro, no supe si para él o para Rose, y quería que también acogiera a Josie con él. Le dije que no podía, que el primer sitio donde le buscarían los detectives de su padre sería en mi casa. Ya han venido a verme dos veces, y ahora, cuando me asomo a la ventana por la noche, siempre veo un coche aparcado delante. También le dije que, de todos modos, él y Josie tendrían que estar casados para que yo les dejara dormir en la misma cama.

– No sé de ningún estado de la Unión en el que sea legal casarse tan joven -dije con aspereza-. Afortunadamente. ¿Adonde le envió?

– Si va a juzgar lo que no le atañe juzgar, tendremos que poner fin a esta conversación.

Noté que mis ojos sacaban chispas. Me tragué el enojo tan bien como pude: discutir con Andrés sobre moralidad no iba a servirme para conseguir la información que quería.

– Ese coche que dice, ¿estaba vigilando su casa cuando Billy fue a suplicarle?

Lo pensó un momento.

– Me parece que no. La primera vez que lo vi fue el lunes, cuando llegué a casa a almorzar. Pero si estuvieron el domingo y buscaban a Billy, se lo habrían llevado entonces, y usted dice que el lunes estaba con Josie.

– ¿Y adónde le sugirió que fuera? -pregunté.

– Le propuse que volviera a su casa, con su familia, y que llevara a Josie con él, que así la verían por sí mismos en lugar de juzgarla basándose en rumores. Pero se negó a ir.

– Ésa es la verdadera cuestión -dije-. ¿Qué le está pasando para que no quiera ir a su casa? Me dijo que tenía que aclarar ciertas cosas sobre su familia y que usted era la única persona en quien confiaba. ¿Qué ha ocurrido para que desconfíe tanto de su familia?

– Cualquier confidencia que me hiciera me la hizo a mí, no para que fuera contándolo a otras personas. Y eso la incluye a usted, Doña Detective.

– Pero el problema está relacionado con su trabajo en el almacén, ¿verdad?

– Siempre es posible, puesto que trabajaba allí.

– Y con Fly the Flag.

Lo dije al azar, pero Andrés miró nervioso por encima del hombro. El hombre que le había estado dando cable le observaba con cara de preocupación.

– No voy a dejar que me engatuse para que le cuente secretos. ¿Qué sabe sobre Fly the Flag?

– Frank Zamar acababa de firmar un suculento contrato para suministrar sábanas y toallas a By-Smart poco antes de que su fábrica se incendiara. Eso parece una buena noticia, no la situación desesperada que haría que un hombre quemara su propia fábrica con él dentro. De modo que alguien estaba molesto con él.

Me di un pescozón, la caricatura de alguien a quien se le ocurre una idea.

– Ahora que lo pienso, usted estuvo en Fly the Flag dos días antes del incendio. Tenía algún asunto con Zamar. Y es electricista. Sabría cómo montar algo que pudiera causar un incendio mucho después de haberse marchado de allí. A lo mejor lo puso en el lugar adecuado ese martes en que le vi en la fábrica.

– Debería tener mucho cuidado en hacer tales acusaciones. -Procuró mostrarse enojado pero tenía los labios muy tensos; me dio la impresión de que si los relajaba le empezarían a temblar-. Yo nunca haría nada que pusiera en peligro la vida de un hombre, y menos la de Frank Zamar, pues no era malvado, sólo estaba atribulado.

– Pero Roberto -dijo su compañero de trabajo-, todos sabemos…

Andrés le interrumpió diciéndole en español que vigilase lo que decía, que yo no era una amiga.

– No soy su enemiga -dije en inglés-. ¿Qué es lo que todos sabemos?

Con otra mirada reprobatoria a su compañero, Andrés dijo fríamente:

– Como bien ha dicho, Zamar firmó un nuevo contrato para hacer sábanas para los Bysen, sábanas y toallas con la bandera americana. Sólo que lo firmó presa del pánico porque había perdido muchos clientes y las facturas de las máquinas nuevas no paraban de llegar aunque las máquinas estuvieran paradas. Y Zamar dijo que haría esas sábanas, pero por tan poco dinero que no podía pagar a sus trabajadores de Chicago. Así que tenía que hacerlo en Nicaragua, o en China, o en cualquier otra parte donde la gente trabaje por un dólar al día, no por trece a la hora. Y fui a advertirle que podría perderlo todo si se llevaba el trabajo fuera del barrio, y no sólo se lo llevaba sino que pagaba tan mal a la gente que los trataba como si fuesen esclavos.

– ¿Y no se avino a razones? -dije yo-. ¿Por eso metió ratas en los conductos de la calefacción, y como ni así dio su brazo a torcer le prendió fuego a la fábrica?

– ¡No! -rugió Andrés, y luego agregó con la voz más serena-: Me prometió que volvería a ir a By-Smart y les diría que había cambiado de parecer, y yo incluso le dije que le ayudaría si realmente lo hacía. Y el joven Billy me dijo que Frank había ido, que había visto a la mujer encargada de las sábanas, y también a Patrick Grobian, a quien todos conocemos, pero luego, creo que volvió a cambiar de opinión.

– ¿Le dijo a usted que había abierto una segunda planta? ¿Le contó Rose Dorrado que estaba supervisando el turno de noche en esa planta?

– ¿Qué? -Se quedó estupefacto-. ¿Estaba haciendo eso y no me dijo nada a mí, a su pastor, sobre algo tan importante en la vida del vecindario?

– Pero ¿eso no era bueno? -Ahora fui yo quien se mostró sinceramente perpleja-. Eso significaba que Zamar conservaba empleos en la comunidad.

– ¡Zamar me mintió! -Andrés se sonrojó-. Y ella también. O peor aún, ¡me mintió mirándome a la cara!

– ¿Sobre qué?

– Sobre la situación económica de Frank Zamar.

Me dio la impresión de que no era aquello lo que había querido decir, y a juzgar por la expresión del otro electricista éste tampoco lo creía, pero no conseguí que Andrés cediera ni tampoco que su compañero hablara. Llevábamos unos diez minutos de charla cuando entró un hombre que se dirigió a Andrés en español; tenían que trabajar en la cocina terminada para poder hacer algo con el suelo, cerrarlo, creo. Andrés me dijo que tenía que marcharme, no tenía nada más que añadir.

Me puse otra vez de pie. Tenía los ligamentos de las corvas entumecidos después de tanto rato en cuclillas.

– Muy bien. Sólo para que lo sepa, esta mañana han entrado en el apartamento donde se alojaba la señora Love. Se han llevado su ordenador: no quieren que se haga público lo que sea que ella hubiera averiguado sobre el South Side. A Bron Czernin le mataron de una manera horrible. Si sobrevive, la señora Love tendrá que someterse a muchas operaciones antes de recobrarse. Quienquiera que los atacó es despiadado. Si piensan que usted está enterado de los secretos que ella y Bron compartían, podría ser el próximo objetivo.

Andrés se irguió; su rostro adquirió una expresión de arrobo.

– Jesús se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte. Jesús fue obediente hasta su muerte en la cruz. No voy a tener miedo de ir a donde mi Maestro fue antes que yo.

– ¿Y también le parecerá bien que ataquen a Billy y a Josie?

Andrés frunció el ceño.

– No me ha dado ninguna razón para creer que la muerte de Bron Czernin tenga alguna relación con Billy Bysen y su familia. A lo mejor la propia señora Czernin organizó la agresión. ¿Ha hablado con ella? Una mujer traicionada y enojada puede muy bien cometer un asesinato, sobre todo una mujer como la señora Czernin, que ahora tiene una hija gravemente enferma y no será la persona más razonable del mundo. Resulta plausible que hubiera hecho algo terrible a su esposo y a su amante llevada por la ira y la aflicción.

– No es imposible -concedí-. Pero se necesitó mucha fuerza para levantar esos cuerpos. Si la señora Czernin los derribó, pudo haberlos movido con un toro elevador, si es que tenía uno, para cargarlos en el camión que los llevó hasta el hoyo. Todo es posible, aunque resulta poco verosímil.

El hombre que había dicho a Andrés que acabara la cocina hizo un gesto muy ostensible mirando la hora en su reloj.

– Me marcho -dije-. Pero, pastor, si Billy vuelve a llamarlo, dígale que hable conmigo, o con Conrad Rawlings en el Distrito Cuarto, si la preocupación por su familia incluye el conocimiento de algún delito. Hay un tigre espantosamente grande ahí fuera para que un chaval de diecinueve años lo agarre por la cola. Gracias, por cierto, por la información sobre Fly the Flag.

Esto lo desconcertó haciéndole perder su aire indiferente.

– ¡No le he dicho nada! Y como diga lo contrario estará cometiendo un terrible pecado al levantar un falso testimonio.

– Hasta luego.

Sonreí y di media vuelta.

Salí de la casa sin prisa, esperando que cambiase de opinión y viniera en mi busca con más información. Un par de hombres que hacían una pausa fumando un cigarrillo apoyados en la fachada me soltaron un piropo al verme, pero Andrés se quedó en la cocina.

Desde la obra fui a pie a casa de los Czernin ya que sólo quedaba a tres manzanas de allí. Seguía haciendo frío, el cielo estaba cuajado de nubes que giraban y se retorcían encima del lago. Pese a lo desapacible del tiempo, iba despacio, con pocas ganas de enfrentarme a Sandra Czernin y a sus impredecibles arrebatos de ira. Y por el camino fui haciéndome preguntas acerca de Andrés.

Deseaba colgarlo boca abajo de una viga del tejado y sacudirlo hasta que lo que supiera sobre Billy y su familia y Fly the Flag le cayera de la cabeza. Me resultaba imposible creer que Andrés hubiese prendido fuego a la fábrica, pero era electricista. Sabría por dónde entraban los cables a la planta y cómo utilizarlos para que causaran la máxima devastación. Pero en cambio dudaba mucho de que tramara la muerte de un hombre, y no concebía ningún motivo plausible para que hiciera cerrar un negocio que proporcionaba buenos empleos a la comunidad.

Como no podía hacer hablar a Andrés, aún era más importante que encontrara a Billy. El Niño había huido justo después de que su abuelo hubiese insultado al pastor Andrés en la iglesia, de modo que nada daba pie a suponer que la pelea con su familia tuviera algo que ver con Bron y Marcena. Al día siguiente había ido a trabajar como de costumbre: no fue hasta después del trabajo que sucedió lo que le llevó a desaparecer sin dejar rastro. Eso me indujo a pensar que los problemas de Billy residían en el almacén, no en Fly the Flag. Y significaba, probablemente, que se trataba de algo que andaba haciendo su tía Jacqui, pues ella era el único miembro de la familia que acudía regularmente al almacén. De modo que el almacén tendría que ser mi siguiente objetivo, una vez que hubiese resuelto las cosas con Sandy Zoltak. Sandra Czernin.

Pese a mis trabajosos andares conseguí llegar al domicilio de los Czernin, una planta baja cerca de la esquina de la Noventa y uno y Green Bay Avenue, frente a las trescientas hectáreas de erial donde antaño se alzaba la acería USX South Works.

Contemplé los escombros. Cuando yo era niña y teníamos que limpiar las ventanas a diario por culpa de las gruesas manchas de hollín que se les adherían, anhelaba pasar veinticuatro horas lejos de las acerías, pero jamás hubiese imaginado que desaparecerían aquellas gigantescas naves, los kilómetros de cintas transportadoras acarreando carbón y mineral de hierro, las chispas naranja que llenaban el cielo nocturno diciéndote que estaban vertiendo la colada. ¿Cómo era posible que algo tan grande desapareciera convirtiéndose en un descampado lleno de escombros y malas hierbas? Era un misterio insondable.

Mi madre insistía en la necesidad de plantar cara a las tareas desagradables, ya se tratara de limpiar cristales o de hablar con personas como Sandra Czernin. Yo pensaba que era mejor jugar primero y ver si luego, al final del día, quedaba tiempo libre para hacer el trabajo sucio, pero aún oía la voz de Gabriella: cuanto más tiempo pierdas pasándolo bien mirando esa acería, más te costará luego hacer el trabajo que tienes que hacer.

Me erguí y fui decidida hasta la puerta principal. En una calle de casas tristes y descuidadas, la de los Czernin estaba muy bien pintada, el revestimiento exterior intacto, el pequeño patio inmaculado, con el césped segado para el invierno y unos cuantos crisantemos flanqueando el breve camino de acceso. Al menos la ira de Sandra tomaba un giro constructivo, si la empujaba a mantener así su morada o a obligar a Bron a hacerlo también.

Sandra me abrió la puerta segundos después de que llamara al timbre. Me miró fijamente como si no me reconociera. No se había lavado la cabeza ni peinado recientemente y llevaba el cabello, hirsuto y descolorido, completamente alborotado. Tenía los ojos azules inyectados en sangre y el semblante desdibujado, como si los huesos se le hubiesen disuelto debajo de la piel.

– Hola, Sandra. Siento lo de Bron.

– ¡Tori Warshawski! Hace falta valor para presentarse aquí ahora, con dos días de retraso. Tu compasión me importa una mierda. Tú lo encontraste, me lo dijo ese policía. ¿Y ni se te ocurrió que me tenías que llamar? ¿He encontrado a tu marido, Sandra, ve encargando un ataúd porque ahora eres viuda?

Su enojo sonaba forzado, como si estuviese tratando de provocarse algún sentimiento, el que fuera, y la ira fuese la única emoción que se le ocurriera cuando no podía contener su aflicción. A punto estuve de empezar a justificarme, mi noche en la ciénaga, mi día en el hospital, pero me lo tragué todo.

– Tienes razón. Tendría que haberte llamado enseguida. Si me dejas entrar, te contaré lo que sé.

Avancé sin aguardar a que decidiera si soportaba la idea de verme en su casa y se hizo a un lado de modo instintivo, como suele hacer la gente.

– Estaba con esa puta inglesa, ¿verdad? -dijo cuando estuvimos en la entrada-. ¿También ha muerto ella?

– No. Está muy malherida, tanto que no puede hablar y decir a los polis quién los atacó.

– Ya, sécate las lágrimas mientras me pongo a tocar «Mi corazón llora por ti» al violín. -Para mi consternación, se puso a frotar la yema del dedo corazón sobre el índice, tal como lo hacíamos de niñas cuando nos poníamos sarcásticas; una pulga tocando con el violín más pequeño del mundo, solíamos decir.

– ¿Cómo lo está llevando April? -pregunté.

– Oh, era la niña de los ojos de papá, no se cree que haya muerto, no se cree que estuviera con esa periodista inglesa aunque todos los críos del colegio lo sabían y se lo habían dicho.

– Bron pensaba que podría conseguir dinero para el desfibrilador. ¿Sabes si había conseguido algo?

– Bron y sus ideas. -Torció el gesto con un desdén espantoso-. Seguramente pensó que podía robar un cargamento de teles en By-Smart. Si alguna vez tuvo una buena idea por encima de la cintura, nunca me enteré. Sólo hay una cosa que podría ayudarnos y es que se hubiese muerto trabajando para la empresa.

Resultaba tan duro escuchar su amargura que tardé un momento en entender lo que quería decir.

– Ah. Así podrías cobrar la indemnización de Workers Compensation. ¿No tenía un seguro de vida?

– Diez mil dólares. Cuando lo haya enterrado, quedarán unos siete mil. -Se le saltaron las lágrimas-. Ay, maldito sea, ¿qué voy a hacer sin él? Me engañaba cada cinco segundos, pero ¿qué voy a hacer? No puedo conservar la casa, no puedo cuidar de April, maldito sea, maldito sea, maldito sea.

Comenzó a sollozar con tal aspereza que las sacudidas de su cuerpo enjuto la obligaron a apoyarse contra la pared. La tomé del brazo y la hice pasar a la sala de estar, donde el mobiliario estaba cubierto con fundas de plástico. Quité la que tapaba el sofá y la hice sentar.

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