¿Sindicatos? ¡Ni mentarlos!
– Padre que estás en los cielos, Tu poder nos intimida y sin embargo te dignas amarnos. Derramas Tu amor sobre nosotros y como prueba de ello nos enviaste a Tu amado Hijo como una valiosa ofrenda para que nos acercáramos a Ti.
La voz del pastor Andrés era grave y hosca; amplificada en exceso por el micrófono y con su leve acento hispano resultaba difícil de entender. Al principio me esforcé por seguirlo, pero al cabo de un rato dejé de prestarle atención.
Cuando Andrés apareció en la sala de reuniones con Billy el Niño me llevé tal sobresalto que me desperté en el acto: el pastor era el hombre con quien había chocado la mañana anterior en Fly the Flag, el mismo que me había preguntado si estaba borracha a las nueve de la mañana. Su iglesia, la Mount Ararat, era la de Rose Dorrado y sus hijos. Sabía que los ministros de esas iglesias fundamentalistas ejercían una tremenda autoridad sobre las vidas de sus feligreses, y cabía la posibilidad de que Rose le hubiese confiado a Andrés sus temores a propósito del sabotaje. Y que Andrés hubiera convencido al propietario de la planta de que le explicase por qué no quería que la policía investigara el caso.
Me resultó imposible abrirme paso entre el gentío que me rodeaba para hablar con él antes del oficio; lo intentaría antes de que se fuera, al terminar. Eso si alguna vez terminaba. Cada pocos minutos, lo que parecía el advenimiento del clímax me hacía recobrar la conciencia de golpe, pero la voz profunda del pastor, con su particular acento, constituía una nana perfecta que me adormilaba sin remedio.
– Con Tu Hijo, nos muestras el camino, la verdad y la luz; con Él guiando nuestros pasos venceremos todos los obstáculos de la vida para avanzar hacia ese lugar donde no habrá obstáculos ni aflicciones, donde Tú enjugarás todas nuestras lágrimas.
A mi alrededor otras cabezas asentían o miraban la hora en sus relojes de pulsera, tal como solíamos mirar a hurtadillas los exámenes de los compañeros de clase en el instituto, siempre convencidos de que nadie se daría cuenta de que no teníamos la vista puesta en nuestros respectivos pupitres.
En la primera fila, tía Jacqui tenía las manos piadosamente juntas, pero alcancé a ver que movía los pulgares. Llevaba un austero vestido negro que no acababa de casar con el ambiente evangélico de la reunión, a pesar del color: era una prenda ceñida que realzaba su esbelta cintura, y abotonada hasta la altura de los muslos, lo que permitía ver el calado de las medias que cubrían sus piernas.
A mi lado, Marcena parecía recogida en oración, pero en realidad estaba durmiendo; sin duda se trataba de una habilidad que había aprendido en su colegio de niñas bien, allá en Inglaterra.
Cuando a las seis y media salimos del piso de Morrell, Marcena tenía el rostro macilento, y al desplomarse en el asiento del acompañante, soltó un gemido.
– No puedo creerme que esté yendo a misa al alba tras dormir apenas tres horas. Esto es como regresar al Queen Margaret intentando que la directora no se enterara de que había vuelto al dormitorio a las tantas. Despiértame diez minutos antes de llegar a By-Smart para que mejore mi aspecto.
Yo sabía lo poco que había dormido porque estaba al corriente de la hora a que había regresado la noche anterior: las tres y cuarto. Y lo sabía porque Mitch se había puesto a ladrar. Peppy lo había secundado de inmediato, y Morrell y yo nos pusimos a discutir sobre quién tenía que levantarse y hacerlos callar.
– Son tus perros -dijo Morrell.
– Es tu amiga.
– Ya, pero ella no nos ha despertado con sus ladridos.
– Pero ha sido ella quien los ha provocado -rezongué, y aun así no pude evitar ir a calmarlos.
Marcena estaba en la cocina bebiéndose otra cerveza y dejando que Mitch jugara al tira y afloja con sus guantes. Peppy se mantenía alerta, bailando y gruñendo porque no participaba en el juego. Marcena se disculpó por despertarnos a todos.
– Deja de jugar con Mitch para que pueda ordenarles que se callen -espeté-. ¿Qué clase de reunión se ha prolongado hasta tan tarde?
Le quité los guantes a Mitch y obligué a ambos perros a tenderse y callar.
– Oh, estuvimos inspeccionando distintos lugares del barrio -contestó Marcena arqueando las cejas-. ¿A qué hora tenemos que salir? ¿Seguro que se tarda una hora? Si no me he levantado a las seis, llama a mi puerta, por favor.
– Lo haré si me acuerdo.
Regresé arrastrando los pies a la habitación donde Morrell volvía a dormir como un tronco. Me acurruqué pegada a él pero sólo gruñó y me abrazó sin despertarse.
De la insinuante sonrisa de Marcena deduje que «inspeccionando distintos lugares» significaba que había rondado por ahí en el vehículo de Romeo Czernin y que se había enrollado con él en el campo de golf o quizás en el estacionamiento del instituto. ¿A qué venía dárselas de lista por eso? ¿Era porque estaba casado o porque era un obrero? Era como si estuviera convencida de que yo era una mojigata a quien esa clase de burlas ofendía. Quizá fuese porque los chicos hablaban de su aventura o como se llamara.
– Déjalo correr -murmuré en la oscuridad-. Cálmate y déjalo correr.
Al cabo de un rato conseguí conciliar de nuevo el sueño.
Cuando a las cinco y media me levanté para sacar un rato a los perros, Morrell seguía durmiendo. Tras regresar de nuestra carrera hasta el lago, abrí la puerta del cuarto de invitados para que Mitch y Peppy despertasen a Marcena mientras yo me duchaba. Me puse el único conjunto formal que tenía en casa de Morrell. Era un estupendo traje de lana oscura, pero cuando Marcena apareció con una atrevida chaqueta a cuadros rojos sí que no pude evitar sentirme una mojigata a su lado.
No hay un trayecto fácil para ir desde casa de Morrell a orillas del lago hasta la vasta zona urbanizada, más allá de O'Hare, donde By-Smart tenía su oficina central. Con los ojos enrojecidos de fatiga, me abrí paso por calles secundarias que, aun a esas horas, estaban muy concurridas. Llevaba encendida la radio, que me mantenía despierta con Scarlatti y Copeland mezclados con cuñas publicitarias y alarmantes advertencias sobre los atascos de tráfico. Marcena durmió todo el tiempo, ajena a la radio, ajena a la mujer cuyo Explorer casi se estrella contra nosotras al salir de su garaje sin mirar, al hombre del Beeper que se saltó un semáforo en rojo en Golf Road para luego hacerme un gesto obsceno con el dedo por tocarle la bocina.
Incluso durmió, o fingió hábilmente dormir, cuando a las siete menos cuarto Rose Dorrado me llamó.
– ¡Rose! Le debo una disculpa. Lamento haber insinuado que usted tuviera algo que ver con los actos de sabotaje en la planta; estuvo muy mal de mi parte.
– No me importa, no se preocupe -dijo entre dientes, casi sin oírla debido al ruido del tráfico-. Me parece que me preocupo sin motivo por lo que está sucediendo. Unos pocos accidentes y ya me imagino lo peor.
Me quedé tan perpleja que desvié mi atención de la calle. Un tremendo bocinazo del coche que había a mi izquierda me hizo volver en mí de inmediato.
Me detuve junto a la acera.
– ¿Qué quiere decir? El pegamento no cae por accidente dentro de las cerraduras, y un saco lleno de ratas no entra así como así en un sistema de ventilación.
– No me explico cómo ocurrieron esas cosas, pero no puedo seguir preocupándome por ellas, así que gracias por las molestias, pero ahora es preciso que deje la fábrica en paz.
Me sonó como un guión ensayado, en el caso de que alguna vez hubiese oído alguno, pero colgó antes de que tuviera ocasión de presionarla un poco. De todos modos no podía permitirme llegar tarde a la cita; tendría que ocuparme de Rose y de Fly the Flag más tarde.
Di un toque a Marcena en el hombro. Volvió a gruñir pero se incorporó y comenzó a arreglarse, poniéndose un poco de maquillaje, rimel incluido, y sacando del bolso su característico pañuelo rojo de seda para anudárselo al cuello. Cuando enfilamos By-Smart Corporate Way presentaba un aspecto tan elegante como siempre. Eché un vistazo a mi cara en el retrovisor. Si me ponía rimel lo más probable era que acentuara el enrojecimiento de mis ojos.
La oficina central de By-Smart se había diseñado siguiendo los consabidos principios utilitarios de sus megatiendas, y se veía igual de grande: una especie de caja enorme rodeada de un parque diminuto. Y como tantos parques corporativos, aquél era una horterada. Habían arrasado los prados de la colina para cubrirla de hormigón y luego añadir una minúscula tira de césped como si fuese una ocurrencia de última hora. El paisajista de By-Smart también había incluido un estanque a modo de recordatorio del marjal que en un tiempo había habido allí. Al otro lado del parche de hierba marrón, el estacionamiento parecía extenderse varios kilómetros; su superficie gris se fundía en el horizonte con el plomizo cielo otoñal.
Tras caminar taconeando el buen trecho que mediaba hasta la entrada, comprobamos que el utilitarismo del edificio terminaba en su forma. Estaba construido con alguna clase de piedra de color oro pálido, quizás incluso fuese de mármol, puesto que de mármol parecía el suelo del vestíbulo, las paredes del cual estaban forradas de suntuosa madera rojiza con incrustaciones ambarinas. Pensé en las interminables hileras de palas, banderas, toallas y cajas de líquido para derretir hielo del almacén de Crandon y en Patrick Grobian esperando trasladarse allí desde su mugriento despachito. ¿Quién podía culparlo, aunque ello supusiera acostarse con tía Jacqui?
A tan temprana hora del día no había ningún recepcionista tras el gigantesco mostrador de teca, sólo un huraño vigilante que se levantó para averiguar qué queríamos.
– ¿Es usted Hermán? -pregunté-. Billy el Ni… el joven Billy Bysen me invitó a la plegaria matutina de hoy.
– Ah, sí. -Hermán se relajó y esbozó una sonrisa paternal-. Sí, me avisó de que una amiga suya vendría a las oraciones. Dijo que pasara directamente a la sala de reuniones. ¿La señora viene con usted? Aquí tienen, estos pases son válidos para todo el día.
Sin pedirnos una tarjeta de identificación, nos entregó un par de cartulinas rosas plastificadas con el rótulo de «visitante». Pensé que la repentina amabilidad de Hermán no se debía tanto a que conociéramos a un miembro de la familia sino a que Billy el Niño siempre conseguía que la gente con quien trataba se mostrase contenta y protectora; había presenciado la misma reacción entre los camioneros que le tomaban el pelo la noche del jueves.
Hermán también nos dio un plano sobre el que nos indicó el camino hasta la sala de reuniones. El edificio estaba construido como el Merchandise Mart o el Pentágono, con pasillos concéntricos que daban a un laberinto de cubículos. Aunque cada esquina tenía una placa de plástico negro que indicaba su ubicación, dimos un montón de vueltas y tuvimos que desandar lo andado. O más bien lo hice yo; Marcena iba dando traspiés detrás de mí.
– ¿Vas a recomponerte un poco antes de que nos presentemos ante Buffalo Bill? -le pregunté.
Me dedicó una sonrisa angelical.
– Siempre estoy a la altura de las circunstancias. Ésta todavía no necesita que ponga toda la carne en el asador.
Me mordí la lengua: seguro que a insolencias ella me ganaría siempre.
Supe que estábamos en el buen camino (o más bien corredor), cuando empezamos a encontrar a otras personas que iban en la misma dirección. Fuimos objeto de un sinfín de furtivas miradas: dos desconocidas entre ellos, mujeres por si fuera poco, en medio de un mar de hombres con trajes grises y marrones. Cuando comprobé que estábamos yendo en la dirección correcta, advertí que la gente nos tomaba por dos vendedoras ajenas a la empresa. Me pregunté si la oración matutina sería un ritual obligado para hacer negocios con By-Smart.
Mientras buscábamos dos asientos vacíos, una mujer me susurró que la primera fila estaba reservada para la familia y los altos cargos de la empresa. Marcena dijo que le parecía muy bien, que por ella cuanto más lejos del meollo mejor. Encontramos dos sillas contiguas a unas diez filas de la presidencia.
Cuando Billy el Niño me invitó a la plegaria matutina me imaginé algo así como la capilla de Nuestra Señora de una iglesia cuyo párroco es amigo mío: estatuas de la Virgen, velas, crucifijos y un altar. En cambio, nos hallábamos en una sala anodina en la cuarta planta sin más ventanas que unas claraboyas. Luego vi que era una especie de sala polivalente, más pequeña y mucho más informal que un auditorio, donde los empleados asistían a clases y otras actividades que no estaban directamente vinculadas al trabajo.
Aquella mañana habían dispuesto un semicírculo de sillas en torno a una mesa de madera clara. El viejo señor Bysen llegó justo antes de iniciarse el acto, cuando todos los demás asistentes ya estaban sentados. Se trataba de un hombre fornido, con un vientre que había ido creciendo con la edad, pero para nada gordo. A pesar de ayudarse con un bastón, caminaba con brío; de hecho, era como si se diese impulso con él. Un séquito compuesto principalmente por hombres trajeados con los ubicuos tonos grises se arremolinaba tras él. Billy el Niño, con pantalones vaqueros y camisa blanca, entró con Andrés al final del cortejo. Llevaba los rizos pelirrojos bien engominados. En aquella habitación de hombres de gris, la tez morena de Andrés destacaba como una rosa en un cuenco de cebollas.
Había un grupito de mujeres aparte de Marcena y yo, una de las cuales llegó con el séquito de Bysen. Se comportaba a un tiempo con deferencia y seguridad en sí misma: la perfecta secretaria personal. Tenía la cara plana como una sartén, y llevaba un delgado portafolio dorado cuya cremallera descorrió antes de dejarlo abierto sobre el pupitre de modo que tanto ella como Bysen pudieran verlo. Ella fue quien se sentó a la derecha de Bysen cuando el círculo de allegados ocupó las acolchadas sillas. Tía Jacqui, que llegó un momento después, por poco se queda sin asiento en la primera fila.
El oficio matutino parecía ser la ocasión en que Bysen recibía a la corte. Antes de que comenzaran las plegarias, varias personas se aproximaron a conversar en voz baja con él. La mujer con cara de sartén prestaba suma atención a todas ellas e iba tomando notas.
Junto al pastor y Billy el Niño, había otros cuatro hombres sentados a la mesa presidencial; las personas que aguardaban turno para departir con Bysen intercambiaban comentarios con una u otra de ellas, pero todas, reparé, dedicaban una sonrisa y una breve charla a Billy. En un momento dado, éste me localizó entre el público; me sonrió con timidez y un comedido ademán, lo que me levantó un poco el ánimo.
Tras unos quince minutos de atención a sus vasallos, Bysen asintió en dirección a la mujer de la cara de sartén, que guardó el portafolio. Aquélla era la señal para que todos regresaran a sus asientos. Billy, sonrojado por la importancia de su papel, se levantó para presentar al pastor del Mount Ararat añadiendo unas palabras sobre su implicación en South Chicago y lo importantes que la vida eclesiástica y el trabajo del pastor Andrés eran para dicha comunidad. Andrés hizo una invocación y Billy leyó un pasaje de la Biblia, el del hombre rico y el administrador desleal. Cuando hubo terminado, tomó asiento cerca de su abuelo.
Nos pusimos a rezar por todas las personas relacionadas con las sucursales de By-Smart, rogando sensatez para los directivos en su toma de decisiones, rogando por los obreros del país y el extranjero, para que no flaquearan a la hora de hacer lo que se esperaba de ellos. Mientras el pastor Andrés desgranaba su sermón y el resto de nosotros dormitaba, Bysen mantuvo su atención fija en el ministro sin parar de mover las cejas.
Yo misma dormité hasta que la voz del pastor cobró fuerza, aumentó de volumen, se volvió más declamatoria. Me incorporé para prestar atención a sus palabras.
– Cuando Jesús nos habla del administrador que ha hecho un mal uso de las dádivas de su amo, nos habla a todos nosotros. Todos somos sus administradores, y aquellos a quienes más les es dado, es de quienes más espera. Padre Celestial, Tú has hecho a esta empresa, y a la familia que está al frente de ella, grandes y generosos dones. Te rogamos en nombre de Tu Hijo que los ayudes a recordar que sólo son Tus administradores. Ayuda a cuantos forman parte de esta empresa a tenerlo presente. Ayúdalos a usar Tus dádivas con sensatez, para la mejora de cuantos trabajan para ellos. Tu Hijo nos enseñó a rezar «No nos dejes caer en la tentación y líbranos de todo mal». El éxito de By-Smart siembra mucha tentación a su paso, la tentación de olvidar que muchos de los que trabajan aquí soportan una gran carga, que se presentarán ante Tu Hijo con muchas lágrimas que Él tendrá que enjugar. Ayuda a cuantos trabajan aquí, en esta gran empresa, a recordar a los menos favorecidos entre nosotros, a recordar que tienen la misma llama divina, el mismo derecho a la vida, el mismo derecho a una justa retribución como fruto de su trabajo.
Un repentino estrépito me sobresaltó. El señor Bysen se había levantado de golpe corriendo la silla y dejando caer el bastón. Uno de los hombres de la mesa se puso de pie de un salto y lo sostuvo por un brazo, pero Bysen lo apartó con enojo y señaló el bastón. El hombre se agachó a recogerlo y se lo pasó a Bysen, que se dirigió pisando fuerte hacia la salida. La mujer con cara de sartén se colocó el portafolio dorado debajo del brazo y le siguió, alcanzándolo justo antes de que llegara a la puerta.
Todo el mundo se había despertado y estaba bien erguido en las incómodas sillas. Un murmullo cruzó la sala, como el viento entre la hierba de las praderas. Marcena, que se había despertado de golpe con el alboroto, me dio un codazo y preguntó qué estaba pasando.
Me encogí de hombros con cara de incomprensión, sin dejar de observar al hombre de gris que había entregado el bastón a Bysen: discutía muy enojado con Billy el Niño. El pastor Andrés permanecía de pie con los brazos cruzados, en actitud nerviosa pero beligerante. Billy, rojo como un tomate, dijo algo que hizo que el hombre mayor levantase los brazos con exasperación. Dio la espalda a Billy y anunció que el oficio se había prolongado más de lo habitual.
– Tenemos reuniones y otros asuntos importantes que atender, de modo que vamos a terminar guardando un minuto de silencio para pedir a Dios que nos bendiga y nos dé fuerzas para hacer frente a los numerosos desafíos con que tropezamos a diario. Tal como nos ha recordado el pastor Andrés, somos meros administradores de los grandes dones de Dios. Todos soportamos pesadas cargas, todos necesitamos la ayuda divina en cada paso de nuestro camino. Oremos.
Incliné la cabeza con el resto de la congregación pero miré a tía Jacqui con el rabillo del ojo. Tenía la cabeza gacha y las manos quietas, pero sonreía con disimulo. ¿Sería por ver a Billy a malas con su abuelo o porque se lo pasaba bien con el mero revuelo?
Guardamos silencio por espacio de unos veinte segundos hasta que el hombre de gris dijo «Amén» y se fue a grandes zancadas hacia la salida. En cuanto se hubo marchado, el resto de asistentes se puso a conversar con excitación.
– ¿Quién era ese hombre? -pregunté a la mujer de mi izquierda, que estaba comprobando si tenía mensajes en su móvil mientras se levantaba para irse.
– El señor Bysen -contestó, tan asombrada de que no lo supiera que volvió a sentarse.
– No, él no. Me refiero al hombre que ha finalizado el servicio ahora mismo, el que ha discutido con Billy el Ni… con el joven Billy Bysen.
– Ah, ése es el señor William. El padre de Billy. Supongo que no estaba muy contento con el pastor que Billy ha traído del South Side. Veo que usted está de visita: ¿es una de nuestras proveedoras?
Sonreí y negué con la cabeza.
– Sólo una conocida del joven Billy de South Chicago. Me invitó a venir hoy. ¿Por qué se ha ofendido tanto el señor Bysen con las observaciones del pastor Andrés?
Me miró con recelo.
– ¿Es usted periodista?
– No. Soy entrenadora de baloncesto en un instituto del South Side.
Marcena se había arrimado a mí para escuchar la conversación, con la ingeniosa pluma grabadora en la mano; al oír la pregunta de si era periodista, esgrimió una sonrisa astuta y dijo:
– Sólo soy una turista inglesa, así que todo esto me resulta un poco extraño. Y me ha costado lo mío entender el acento del pastor.
La mujer asintió con condescendencia.
– Seguramente no tienen muchos mexicanos indocumentados en Inglaterra, pero aquí los hay a montones. Cualquiera podría haberle dicho al joven Billy que a su abuelo no le iba a gustar oír esa clase de mensaje, ni siquiera aunque el pastor hubiese dado el sermón en perfecto inglés.
– ¿Es mexicano? -pregunté-. No he sabido distinguir el acento.
Marcena me dio una patada en el tobillo, queriendo decir que la mujer nos estaba dando información, que no la irritara.
Nuestra informante soltó una carcajada de significado indescifrable.
– México, El Salvador, todo es lo mismo: todos vienen a este país pensando que tienen derecho a una comida gratis.
Un hombre de la fila de delante se volvió hacia nosotras.
– Bah, Buffalo Bill no tardará en sacar todas esas tonterías de la cabeza de Billy el Niño. Por eso lo envió a South Chicago.
– ¿Qué tonterías? -preguntó Marcena, a quien sólo le faltaba pestañear como una boba. Menuda profesional estaba hecha.
– ¿No le ha oído hablar de los obreros y los frutos de su trabajo? -dijo el hombre-. A mí me ha sonado a movimiento sindical, y eso no lo consentimos en By-Smart. Billy lo sabe tan bien como el resto de nosotros.
Miré hacia el extremo opuesto de la habitación, donde Andrés seguía hablando con Billy. Bajo y macizo como era, parecía más un obrero de la construcción que un ministro de Dios. Me figuré que podría ser un líder sindical: muchas de las pequeñas iglesias del South Side no pueden mantener a un pastor y éstos deben trabajar en empleos ordinarios durante la semana.
Pero ¿cabía concebir que Billy realmente hubiese tratado de colar a un sindicalista en el oficio religioso de Buffalo Bill? La impresión que me había dado el jueves anterior era que Billy quería a su abuelo, que le tenía en muy alta consideración.
También era obvio que Billy estaba muy unido al pastor Andrés, y su actitud denotaba vergüenza y arrepentimiento. Mientras los observaba, el pastor apoyó una mano en el hombro del muchacho y ambos se encaminaron hacia la salida.
De repente recordé mi propia misión con Andrés. Avisando de que volvería enseguida, me abrí paso entre las sillas y corrí tras ellos, pero para cuando llegué a la salida ya habían desaparecido en el laberinto de pasillos. Fui en su busca, doblé varias esquinas; los había perdido.
Cuando regresé a la sala de reuniones dos conserjes estaban plegando las sillas y amontonándolas contra la pared. Una vez hubieron terminado, abrieron una puerta y comenzaron a sacar colchonetas de gimnasia. Una mujer en leotardos trajo un aparato de música muy grande; tía Jacqui, que se había esfumado mientras yo buscaba a Andrés, volvió a la sala con su atuendo de gimnasia y se puso a hacer estiramientos que realzaron la suave curva de sus nalgas.
El hombre que nos había explicado que By-Smart no toleraba los sindicatos siguió mi asombrada mirada, deteniendo la suya en el trasero de Jacqui mientras ésta se inclinaba hasta el suelo.
– Ahora comenzará la clase de aerobic. Si usted y su amiga tienen ganas de hacer ejercicio, están invitadas a quedarse.
– Así que By-Smart se encarga de todo -dijo Marcena entre risas-. Oraciones, flexiones, cualquier cosa que los empleados necesiten. ¿Qué me dice del sustento vital? ¿Se puede desayunar? Estoy desfallecida.
– Vengan a la cafetería conmigo -repuso el hombre-. Todos acabamos un tanto hambrientos las mañanas de plegaria.
Mientras seguíamos a nuestro guía por aquel laberinto, oíamos el insistente ritmo que emitía el equipo de música.