Desaparece otra chica
Por la mañana temprano fui a mi oficina, metí la jabonera en forma de rana metálica en una caja y la envié por mensajero a Cheviot, el laboratorio forense con el que trabajo. Dije a Sanford Rieff, el técnico con quien suelo tratar, que no sabía qué andaba buscando, de modo que le pedí que hiciera un informe completo sobre la jabonera: fabricante, huellas digitales, residuos químicos, todo. Cuando me llamó para preguntar cuánta prisa tenía vacilé al comprobar el estado de mis cuentas. Nadie me estaba pagando; ni siquiera sabía si la jabonera tenía relación con el incendio. Era lo que le había dicho a Billy el día anterior: mi única pista, por eso la seguía con tanto entusiasmo.
– No es un encargo urgente; no me lo puedo permitir.
Pasé casi todo lo que quedaba de mañana trabajando para las personas que me pagaban para que hiciera preguntas en su nombre, aunque dediqué un rato a comprobar qué información podía encontrar sobre la familia Bysen. Ya sabía que eran ricos, pero puse los ojos como platos cuando leí su historia en mi base de datos de la policía. Los dedos de manos y pies no bastaban para contar los ceros de sus bienes. Por supuesto, buena parte de esa fortuna estaba inmovilizada en diversos fondos de inversión. Había una fundación que apoyaba a toda una gama de programas evangélicos y hacía cuantiosas donaciones a grupos antiabortistas, pero también financiaba bibliotecas y museos.
Tres de los cuatro hijos de Buffalo Bill y una de las hijas vivían con él en una finca cercada de Barrington Hills. Eran casas independientes pero todas en el mismo feliz enclave patriarcal. La segunda hija vivía en Santiago con su marido, que dirigía las operaciones en Suramérica; el cuarto hijo estaba en Singapur y era el responsable para el Lejano Oriente. De modo que ninguno había abandonado a papá. Eso me pareció significativo, aunque no supe de qué.
Gary y Jacqui no tenían hijos, pero los demás habían engendrado un total de dieciséis. El compromiso de los Bysen con los valores familiares tradicionales sin duda se reflejaba en la distribución de sus activos: según pude averiguar, cada uno de los hijos y nietos era titular de un fondo que triplicaba el valor de los de las mujeres de la familia.
Me pregunté si eso sería lo que Billy se cuestionaba sobre su familia, aunque en el fondo lo dudaba. A nadie le importan demasiado los problemas de las mujeres hoy en día, ni siquiera a los jóvenes; me daba la impresión de que el hecho de que su hermana saliera perdiendo con el reparto de la herencia era algo que Billy aceptaría sin cuestionarlo. Jacqui era el único miembro de la familia que me constaba que pensaba de otro modo, aunque estaba casada con uno de los hombres, uno de los agraciados con el gordo, y no me la imaginaba preocupándose por la herencia de nadie que no fuese ella misma.
La hermana de Billy, Candace, tenía veintiún años. Cualquiera que fuese el motivo por el que su familia la había enviado a Corea, seguía figurando en el testamento, así que eran justos hasta en ese aspecto. Busqué información más concreta acerca de Candace pero no encontré nada. Imprimí algunos de los informes más interesantes y cerré la oficina: quería pasar por el hospital camino del instituto. Pensé que al equipo le gustaría ponerse al día sobre el estado de April Czernin.
Sin embargo, cuando llegué al hospital, me encontré con que a April le habían dado el alta por la mañana. Llamé a Sandra Czernin desde el coche pero me trató como un puerco espín trata a un perro, hincándole púas en la boca.
Repitió sus acusaciones de que el colapso de April era culpa mía.
– Has esperado todos estos años para vengarte de mí por lo de Boom-Boom, por eso trajiste a esa zorra inglesa y se la presentaste a Bron. De no haber sido por ti, habría estado en casa, que es donde tenía que estar.
– O por ahí con alguien del barrio -dije. Lo lamenté nada más decirlo, e incluso me disculpé, pero no fue de extrañar que ni siquiera me dejara hablar con April.
– ¿Tienes idea de cuándo podrá volver a clase? -insistí-. Las chicas querrán saberlo.
– Pues que me llamen sus madres.
– Aunque te guardase rencor después de todos estos años, nunca la tomaría con tu hija, Sandra -chillé, pero me colgó el teléfono.
Bah, al infierno con ella. Puse el coche en marcha pensando que el sentir celos de Marcena podría haberme unido a Sandra. La idea me hizo reír sin querer y enfilé hacia el sur de mejor humor.
Llegué con antelación suficiente al entreno como para pasar por el despacho de dirección a hablar con Natalie Gault. Cuando le pregunté qué clase de reconocimiento médico hacían las chicas antes de apuntarse a baloncesto puso los ojos en blanco como si me faltase un tornillo.
– No hacemos revisiones médicas. Tienen que traer un permiso de los padres por escrito. El documento dice que los padres conocen los riesgos que entraña la actividad deportiva y que su hijo está en condiciones físicas para jugar. Lo hacemos con el baloncesto, el fútbol, el béisbol, con todos los deportes. Ese documento dice que el instituto no es responsable de ninguna lesión o enfermedad contraída por causa del juego.
– Sandra Czernin está enojada y asustada. Para empezar necesita cien mil dólares para pagar la atención sanitaria de April. Si se le ocurre demandar al instituto, no le costará demasiado encontrar a un abogado que les lleve ante los tribunales: un permiso como ése les servirá de muy poco delante de un jurado. ¿Por qué no hacer electrocardiogramas al resto del equipo, levantar un poco los ánimos, demostrar que prestan atención?
No mencioné el ofrecimiento de Lotty de hacer los electros; que el instituto sudara un poco. Además, aún no sabía cómo resolver la logística del traslado de quince adolescentes hasta la clínica. Gault me dijo que lo comentaría con el director y que ya me diría algo.
Fui al gimnasio y allí me encontré con un equipo diezmado. Josie Dorrado no estaba, y tampoco Sancia, mi pívot. Celine Jackman, mi joven pandillera, estaba presente con sus adláteres, pero hasta ella parecía apagada.
Conté a las nueve jugadoras que se habían presentado lo que sabía sobre April.
– El hospital la ha enviado hoy a casa. No podrá volver a jugar al baloncesto; tiene algo mal en el corazón y el ejercicio físico que hay que hacer en un equipo deportivo es demasiado extenuante para ella. Pero podrá regresar a clase y por su aspecto no se le notará que tiene un problema de salud. ¿Dónde están Josie y Sancia?
– Josie no ha venido a clase hoy -dijo Laetisha-. Pensábamos que a lo mejor había cogido lo mismo que April porque siempre andan juntas.
– Lo que April tiene no se contagia: es una malformación, no una enfermedad infecciosa, se nace con ella.
Saqué mi pizarra de entrenadora e intenté dibujar un diagrama para explicar cómo se «cogía» una enfermedad causada por un virus, como la varicela o el sida, y diferenciarla de un defecto que puede ser de nacimiento.
– Entonces, una de nosotras podría tener lo mismo y no saberlo -soltó Delia, una de las chicas más calladas y que no solía esforzarse mucho a la hora de jugar.
– Tú no -dijo Celine-. Eres tan lenta que la gente piensa que no te va el corazón.
Pasé por alto la ofensa; quería que sintieran que la vida volvía a la normalidad, incluso si la normalidad conllevaba algún ataque verbal. Las puse a hacer una tanda corta de ejercicios y pasamos directamente al partidillo, cinco contra cuatro, con las peores jugadoras en el equipo más pequeño. Yo me sumé como base al equipo de las malas, alentándolas, dirigiendo las jugadas, dando algunos consejos al equipo contrario pero, sobre todo, marcando a Celine en un intenso cuerpo a cuerpo. Al cabo de un rato todas, incluso Delia, olvidaron que el corazón les podía fallar y empezaron a jugar de verdad. Yo hacía acrobacias, lanzaba la pelota entre las piernas hacia una jugadora del rincón, saltaba para interceptar lanzamientos, me pegaba a Celine como su ropa interior y las chicas reían, gritaban y corrían como no se lo había visto hacer jamás. Celine se aplicó en su juego y comenzó a hacer fintas y a meter canastas como si fuese la misma Tamika Williams.
Cuando a las cuatro puse fin al partido, tres de las chicas me rogaron que las dejara practicar sus tiros libres. Les dije que les concedía diez minutos y entonces una de ellas chilló:
– ¡Eh, entrenadora, la espalda! Celine, ¿qué le has hecho a la entrenadora?
Me llevé una mano a la espalda y noté que estaba mojada de algo más caliente que el sudor: se me había abierto la herida.
– Estoy bien -dije-. Sólo es una herida que me hice en la fábrica, ya sabéis, Fly the Flag, cuando se incendió la semana pasada. Hoy habéis jugado muy bien. Tengo que ir al médico para que me vuelva a coser esto, pero el jueves todas las que habéis jugado hoy estáis invitadas a pizza después del entrenamiento.
Cuando se hubieron duchado y eché la llave al gimnasio me fui a la clínica de Lotty, contenta por el éxito del entreno; era la primera vez que salía del instituto sintiéndome bien desde… Quizá desde siempre. Desde que mi equipo ganó el campeonato estatal hacía tantísimos años, aunque ni siquiera entonces me sentí bien: mi madre se estaba muriendo. Me emborraché con Sylvia y el resto de las chicas para no pensar en Gabriella postrada en la cama del hospital, cubierta de tubos y monitores como si fuese una mosca momificada en medio de una telaraña.
El recuerdo enfrió mi buen humor. Cuando llegué a la clínica hablé con la señora Coltrain, la recepcionista de Lotty. Había diez o doce personas en la sala de espera; tenía como mínimo para una hora. Al volverme, la señora Coltrain vio la sangre que me corría por la espalda y me hizo pasar al principio de la cola. Lotty estaba en el hospital pero su ayudante, Lucy, que está terminando sus prácticas de enfermería, me puso los puntos.
– No debería saltar llevando estos puntos, V. I. -dijo con la misma severidad con que lo habría dicho Lotty-. La herida necesita tiempo para curarse. Apesta a sudor, pero no puede volver a mojar esta herida en la ducha. Tendrá que arreglárselas con una esponja. Lávese el pelo en el fregadero de la cocina. ¿Entendido?
– Sí señora -dije mansamente.
Una vez en casa, saqué los perros a dar un paseo corto y seguí las instrucciones de Lucy a propósito del baño. Eso significó lavar los platos antes, ya que se habían vuelto a acumular en la pila. Ni siquiera había lavado las copas venecianas de mi madre que saqué para Morrell la semana anterior. Me dejó consternada tanto descuido: mi madre las había traído de Italia con ella, como único recuerdo del hogar del que había tenido que huir. Había roto dos varios años atrás; no soportaría perder ninguna más.
Las aclaré y sequé con cuidado, pero dejé una a punto para tomar una copa de Torgiano. Normalmente uso algo reemplazable para beber a diario, pero la rememoración de unas horas antes me seguía rondando, haciendo que necesitara sentirme de nuevo próxima a Grabriella.
Llamé a Morrell y le expliqué que estaba demasiado cansada para ir hasta Evanston.
– Marcena podrá entretenerte con sus ingeniosas bromas.
– Podría si estuviese aquí, querida, pero ha vuelto a desaparecer. Alguien la ha llamado esta tarde prometiéndole más aventuras en el South Side y se ha vuelto a marchar.
Recordé el amargo comentario de Sandra sobre Bron saliendo con la puta inglesa.
– Romeo Czernin.
– Puede ser. No he prestado mucha atención. ¿Cuándo volveré a verte? ¿Puedo invitarte a cenar fuera mañana? ¿Alimentarte con productos orgánicos y encandilarte con mi brillante ingenio? Sé que te molestó que ayer me marchara a casa.
Reí a regañadientes.
– Es verdad, ya me acuerdo: la sutileza no es mi punto fuerte. Cenar sería fantástico, pero sólo con ingenio.
Acordamos la hora y fui a la cocina a preparar la cena. Finalmente había ido a la compra al regresar de la clínica de Lotty, haciendo acopio de todo, desde yogur a detergente, así como pescado fresco y verduras.
Asé filetes de atún con ajos y aceitunas para el señor Contreras y para mí. Nos acomodamos amigablemente en la sala de estar para cenar viendo Monday Night Football juntos, los Patriots contra los Chiefs, yo con mi vino y mi vecino con una Bud. El señor Contreras, gran apostador, intentó convencerme de que pusiera dinero siguiendo mi instinto.
– Pero no en quién marca el primer gol o hace el mejor placaje -protesté-. Cinco pavos al resultado final, nada más.
– Vamos, encanto: un dólar si los Chiefs marcan primero, un dólar si consiguen el sack -enumeró una decena de cosas a las que podía apostar y luego agregó con aire burlón-: Pensaba que presumías de correr riesgos.
– Usted corre riesgos con una pensión del sindicato -rezongué-. Yo sólo tengo un plan de pensiones al que ni siquiera pude ingresar nada el año pasado.
Aun así, me avine a seguir su estrategia y puse quince billetes de un dólar en la mesa de café.
Rose Dorrado llamó justo cuando los Chiefs estaban culminando una ofensiva heroica al final del primer tiempo. Me llevé el teléfono al pasillo para alejarme del ruido del televisor.
– Josie todavía no ha vuelto del instituto -dijo Rose sin más preámbulos.
– Según las chicas del equipo, hoy no ha ido a clase.
– ¿No ha ido a clase? ¡Pero si se fue esta mañana a la hora de siempre! ¿Dónde ha ido? ¡Oh, no, Dios, no, alguien se ha llevado a mi hija! -exclamó levantando la voz.
Imágenes de los oscuros callejones y edificios abandonados del South Side, de las chicas de esta ciudad que habían sido violadas y asesinadas me pasaron fugazmente por la cabeza. Era posible, pero no pensaba que fuera eso lo que le había ocurrido a Josie.
– ¿Ha llamado a Sandra Czernin? A lo mejor ha ido a visitar a April.
– Yo pensé lo mismo. He llamado a Sandra, pero no sabía nada de mi niña, nada desde el sábado cuando Josie fue a ver a April al hospital. ¿Qué le dijo ayer? ¿La disgustó tanto que ha salido huyendo de mí?
– Le dije que no me parecía buena idea que ella y Billy pasaran la noche juntos. ¿Sabe dónde está él?
Ahogó un grito.
– ¿Piensa que ha huido con ella? Pero ¿por qué? ¿Y adónde?
– Ahora mismo no sé qué pensar, Rose, pero yo hablaría con Billy antes de llamar a la poli.
– Ay, yo que pensaba que nada podía ser peor que quedarme sin trabajo y ahora esto, ¡esto! ¿Cómo encuentro yo a ese Billy?
Traté de imaginar dónde podría estar. Dudaba mucho de que hubiese regresado a su casa, al menos de buen grado. Supuse que su abuelo podría haber hecho que le llevaran por la fuerza; desde luego Buffalo Bill era capaz de cualquier cosa. Billy había regalado su teléfono móvil, según Josie: obviamente, mi comentario sobre el chip GPS le había vuelto precavido. Me pregunté si también se habría deshecho del Miata.
– Llame al pastor Andrés -dije al fin-. Es la única persona con quien habla Billy ahora mismo. Si logra encontrar a Billy, creo que encontrará a Josie o, cuando menos, Billy sabrá dónde está.
Al cabo de diez minutos Rose me volvió a llamar.
– El pastor Andrés dice que no sabe dónde está Billy. No le ha visto desde ayer en la iglesia. Tiene que venir aquí y ayudarme a buscar a Josie. ¿A quién más puedo pedírselo? ¿A quién más puedo recurrir?
– A la policía -sugerí-. Saben cómo buscar a las personas desaparecidas.
– La policía -escupió-. Si consigo que contesten, ¿cree que se van a preocupar?
– Conozco al jefe del distrito -dije-. Podría llamarle.
– Usted se viene ahora mismo, señora V. I. War… War…
Comprendí que estaba leyendo una de las tarjetas que había dado a sus hijas y que en realidad no había sabido cómo me llamaba hasta entonces. Cuando pronuncié mi nombre, repitió su exigencia de que fuese a verla. La policía no le haría ningún caso, lo sabía de sobra; yo era detective, conocía el barrio, por favor, aquello era demasiado para ella, la fábrica incendiada, quedarse sin trabajo, todos esos niños, ¿y ahora aquello?
Yo estaba cansada y me había tomado dos copas de tinto italiano. Y ya había estado en South Chicago una vez ese día, y eran casi cuarenta kilómetros, y se me había abierto la herida por la tarde y… le dije que llegaría lo antes posible.