Cuentos para dormir
Eran casi las once cuando paramos delante del apartamento de los Dorrado en Escanaba. El señor Contreras iba conmigo y también nos habíamos llevado a Mitch. Quién sabe, su linaje de cazador quizá le hubiese provisto de un buen olfato para rastrear.
Como era de prever, mi vecino se había mostrado molesto al saber que volvía a salir, pero acallé sus protestas con el sencillo recurso de invitarlo a acompañarme.
– Sé que es tarde y estoy de acuerdo en que no debería conducir. Si quisiera venir conmigo y ayudarme a permanecer alerta, sería estupendo.
– Claro, tesorito, faltaría más.
Estaba enternecedoramente extasiado.
Fui a mi dormitorio y me puse unos vaqueros y dos holgados jerséis de punto debajo del chaquetón marinero. Saqué la pistola de la caja fuerte de la pared. No esperaba un enfrentamiento con Billy si, en efecto, él y Josie habían huido juntos. Pero por desgracia los tiroteos desde coches en marcha eran cosa común en el viejo barrio y yo no quería terminar tumbada en el suelo de un almacén abandonado con la bala perdida de un granuja cualquiera en la espalda, sólo por no haber ido preparada. Aquélla era la verdadera razón por la que llevábamos a Mitch, además: no abundan los pandilleros que le falten al respeto a un perro grande.
Antes de marcharnos de Lakeview llamé a la madre de Billy. Contestó el teléfono un hombre que era una especie de mayordomo o secretario; en cualquier caso, alguien que filtraba las llamadas. Se mostró muy reacio a molestar a la esposa de William, y cuando finalmente conseguí que me pusiera con ella enseguida entendí por qué: Annie Lisa iba colocada hasta las cejas. Tanto si había tomado algo moderno y respetable, como Xanax, o anticuado y fiable, como Old Overholt, hacía una pausa, como un eco de satélite, al contestar a mis palabras.
Hablé despacio y con paciencia, como si lo hiciera con un niño, recordándole que era la detective encargada de buscar a Billy.
– ¿Cuándo supo de él por última vez, señora Bysen?
– ¿Saber de él? -repitió el eco.
– ¿Ha hablado con Billy hoy?
– ¿Billy? Billy no está aquí. William, William está enfadado.
– ¿Y por qué está enfadado William, señora?
– No lo sé, la verdad -estaba desconcertada y se extendió considerablemente-. Billy fue a trabajar. Fue al almacén, eso es lo que hace un buen muchacho, trabajar duro para ganarse la vida, así que ¿por qué eso hace que William se enfade? A no ser que sea porque Billy está haciendo lo que dice Papá Bysen; a William siempre le irrita que Billy obedezca las órdenes de Papá Bysen, pero a William también le gustan los chicos que trabajan en serio. A los chicos que hacen el vago, toman drogas y tienen hijos los desprecia, así que debería estar contento de que Billy volviera a ir al almacén.
– Sí, señora -dije-. Seguro que en el fondo está contentísimo, sólo que se lo oculta a usted.
La ironía fue una equivocación: creyó que le estaba diciendo que William le estaba escondiendo a Billy. Interrumpí sus preguntas y le pedí el número de teléfono de la hermana de Billy.
– Candace está en Corea. Trabaja en las misiones y estamos muy orgullosos de que esté enderezando su vida.
Annie Lisa decía las frases como un reportero inexperto leyendo el texto de una pantalla.
– Eso está muy bien. Pero por si Billy ha llamado a su hermana para comentarle sus planes, ¿podría darme su número de teléfono?
– Él no haría eso; sabe que William se enfadaría muchísimo.
– ¿Y su dirección de e-mail?
La desconocía, o no quiso dármela. Insistí hasta donde podía hacerlo sin despertar su encono, pero no dio su brazo a torcer: prohibido ponerse en contacto con Candace hasta que hubiese cumplido su condena.
– ¿ Cree que Billy recurriría a alguno de sus tíos o tías?
Me lo imaginé confiándose a tía Jacqui mientras ella se sonreía con suficiencia.
– Nadie entiende a Billy como yo. Es muy sensible, igual que yo; no se parece a los Bysen. Ninguno de ellos ha llegado a comprenderle jamás.
Aquello parecía ser el límite, tanto de lo que yo iba a sacar de ella como de lo que ella iba a darme. El señor Contreras, que había bajado a su casa a buscar una parka y una llave inglesa, me aguardaba al pie de la escalera con Mitch. Al marcharnos oímos los tristes ladridos de Peppy detrás de la puerta.
El edificio de los Dorrado rebosaba vida tal como siempre parecen hacerlo los apartamentos urbanos. Mientras subíamos los tres tramos de escalones oímos a bebés berreando, estéreos a todo volumen que hacían vibrar las barandillas, gritos de adultos en un sinfín de idiomas e incluso a una pareja en pleno orgasmo. Mitch tenía erizado el pelo del lomo; el señor Contreras agarraba con fuerza la correa.
Me sentí un poco tonta llegando con un hombre, un perro y una pistola, aunque al menos la pistola la llevaba bien escondida en el chaleco. El perro y el hombre resultaban mucho más evidentes para cualquiera que nos viera. Desde luego dejaron a Rose anonadada.
– ¿Un perro? Ni hablar, se comerá al bebé. ¿Y éste quien es? ¿Su padre? ¿Qué pintan aquí?
Detrás de ella se oían los alaridos de María Inés.
– Dejaré al perro atado aquí, en el rellano. Hemos pensado que podría ayudarnos a seguirle la pista a Josie, si es que tenemos algún indicio sobre dónde haya podido ir.
A continuación, le presenté al señor Contreras sin explicarle qué relación tenía conmigo; era tan complicada que no me vi capaz de resumirla en una frase. Mi vecino me dejó pasmada adentrándose en el apartamento haciendo oídos sordos a Rose para coger en brazos al bebé que lloraba. Quizá fuese su voz grave hablando bajito o simplemente su serenidad: Rose estaba tan encendida que podría haber dado luz al South Side entero y aún le sobraría para toda Indiana, pero en cuestión de minutos el señor Contreras tuvo al bebé callado, apoyado contra su camisa de franela y pestañeando con cara de sueño. Sabía que había criado a una hija y que tenía dos nietos, pero nunca le había visto en acción con algún bebé.
El sofá donde Julia solía matar el tiempo viendo la televisión se había convertido en la cama de Rose. Más allá, en el comedor, vi a Betto y Sammy tumbados en sus colchones hinchables debajo de la mesa. Permanecían inmóviles, pero al mirarlos vi el reflejo de la lámpara de la sala de estar en sus ojos: estaban despiertos y vigilantes. Rose no paraba de dar vueltas en el minúsculo espacio que quedaba entre la cama y la puerta retorciéndose las manos, gimoteando frases inconexas y contradictorias.
La cogí del brazo y la obligué a sentarse en la cama.
– Siéntese y procure pensar con calma. ¿Cuándo ha visto a Josie por última vez?
– Esta mañana. Se estaba vistiendo para ir al colegio y yo me marchaba, iba a la oficina del concejal, es una buena persona, pensaba que a lo mejor sabría de un empleo para mí, algo mejor pagado que By-Smart, y estuve en dos sitios, pero no están contratando, y regresé para preparar el almuerzo de Betto y Sammy, que vienen a comer, pero Josie come en el colegio, y ya está, no he vuelto a verla desde entonces, desde esta mañana.
– ¿Discutieron a propósito de algo? ¿Sobre Billy, tal vez?
– Me había enojado mucho que hubiese traído a ese chico a pasar la noche aquí. Me hubiese enojado igual con cualquier chico, pero ése, con su familia tan rica, ¿en qué estaba pensando? Podrían hacernos daño. Todo el mundo sabe que no quieren que su hijo salga con chicas mexicanas; todo el mundo sabe que se presentaron en la iglesia y que amenazaron al pastor Andrés.
La inquietud hizo que Rose se pusiera de pie como movida por un resorte. El sobresalto hizo que el bebé volviera a gimotear; el señor Contreras interrumpió para pedir el biberón de María Inés.
Rose lo recogió del suelo, al lado de la cama, y siguió hablando:
– Le pregunté si creía que la había educado para que metiera a un chico en su cuarto a pasar la noche. ¿Es que quiere un bebé, como Julia? ¿Arruinarse la vida por un chico, sobre todo por un chico rico que no tiene que preocuparse por nada? Dice que es buen cristiano, pero a la primera señal de problemas salen pitando, esos anglos ricos. Se supone que va a ir a la universidad, le dije, y ella quiere ir, con April. Así no tendrá que vivir como yo, yendo por ahí suplicando trabajo sin que nadie me contrate.
– ¿Cómo reaccionó, la amenazó con escaparse o alguna otra cosa por el estilo?
Negó con la cabeza.
– Todo esto, todo esto lo dijimos después de que viniera la familia del chico. La acusaron, la insultaron, y, que Dios me perdone, todas mentimos, todas dijimos que no, que Billy no había estado aquí. El abuelo era como un policía, no escuchaba nada, nada de lo que yo decía, y se metió en el dormitorio, en el baño, mirando a ver si había algo de Billy. Y va y dice que si Billy viene aquí, que si lo escondo, hará que me deporten. Ni lo intente, le digo, porque soy tan ciudadana de Estados Unidos como usted, este país es tan mío como suyo. Y el hijo, el padre de Billy, es aún peor, registrando mi Biblia, los libros de los niños, como si escondiéramos dinero que le hubiésemos robado a él; hasta agarró mi Biblia y la sacudió desparramando todos mis puntos y estampas por el suelo, pero cuando se fueron, Dios, menuda pelea tuvimos Josie y yo, entonces. Cómo puede ponernos en peligro de esta manera, y todo por un chico. Son como autobuses, le digo, siempre vendrá otro, no arruines tu vida, no hagas como Julia.
Pelea, discute, llora, pero no dice que piensa escaparse. Luego, por la tarde, ese chico, ese Billy, aparece con una caja de comestibles y Josie se porta como si fuese san Miguel bajando del cielo, sólo que entonces se vuelve a ir, y ella se quedó sentada todo el día como Julia, delante del televisor, mirando telenovelas.
Me rasqué la cabeza tratando de asimilar el torrente de información.
– ¿Y qué dice Julia?
– Dice que no sabe nada. Esas dos se pelean día y noche, no como antes, como antes de María Inés. Entonces estaban tan unidas que a veces pensabas que eran una sola persona. Si Josie tiene un secreto, no le dice ni pío a Julia.
– Me gustaría preguntárselo yo misma.
Rose protestó con poca energía: Julia estaría dormida y estaba demasiado enojada con Josie como para contestar nada.
El señor Contreras le dio unas palmaditas en la mano.
– Victoria no dirá nada que disguste a su niña. Está acostumbrada a tratar con las chicas. Usted siéntese y hábleme de esta pequeña tan linda. Es su nieta, ¿verdad? Tiene los mismos ojos que usted, ¿no le parece?
Su tranquilizador murmullo me siguió mientras me abría paso por el atestado comedor hacia el dormitorio de las chicas. Se me erizó la nuca al pensar que los niños estaban debajo de la mesa observándome.
El dormitorio daba a un patio interior y las luces de los apartamentos vecinos se colaban por la cortina. Al agacharme para pasar por debajo de la ropa colgada en la cuerda vi la cara de Julia con sus largas pestañas aleteando sobre las mejillas. Sus apretados párpados me dijeron que, igual que sus hermanos, sólo fingía dormir. Me senté en el borde de la cama; en el minúsculo cuarto no había sitio para una silla.
Julia respiraba con cortas bocanadas pero yacía perfectamente inmóvil, deseando que la creyera dormida.
– Llevas enfadada con Josie desde que nació María Inés -dije con total naturalidad-. Va al instituto, juega al baloncesto, hace todas las cosas que tú solías hacer antes de que tuvieras a María Inés. No parece justo, ¿verdad?
Permaneció tensa, en enojado silencio, pero al cabo de varios minutos, viendo que yo no decía nada, de repente soltó:
– Sólo lo hice una vez, una vez que mamá estaba trabajando y Josie y los chicos estaban en clase. Me dijo que una virgen no podía quedarse embarazada, ni siquiera lo supe hasta que… pensé que me estaba muriendo, pensé que tenía un cáncer dentro de mí. Yo no quería un bebé, quería deshacerme de él, sólo que el pastor, él y mamá dijeron que eso es pecado, que vas al infierno. Y entonces, el día que me lo hizo, Josie vino a casa, vino del colegio temprano, me vio, y se puso a decir: ¿cómo has podido?, eres una puta. Antes éramos íntimas, hasta cuando Sancia y yo éramos amigas, y ahora, cada vez que me quejo de María Inés ella va y me suelta que no tendría que haber sido una puta. Ella y April dicen que van a ir a la universidad, dicen que el baloncesto va a llevarlas a la universidad. Pues bueno, eso es lo que la entrenadora McFarlane me decía a mí. Así que cuando Billy vino el jueves y suplicó un sitio para dormir, lo invité; pensé, a ver si se lo haces a Josie, haz que tenga un bebé, ¡a ver qué dice entonces!
Estaba jadeando, como si esperara a que la criticase, pero la historia era tan triste que yo sólo tenía ganas de llorar. Busqué bajo el cobertor una de sus manos cerradas en un puño y se la apreté con ternura.
– Julia, me encantaría verte jugar al baloncesto. Diga lo que diga tu hermana, o tu madre, o incluso tu pastor, no hay nada vergonzoso en lo que hiciste, en acostarte con un chico, en quedarte embarazada. La vergüenza es que ese chico te mintiera y que tú no estuvieras mejor informada. Y sería otra vergüenza que dejaras que tu hija te impidiera estudiar. Si te encierras en casa sin hacer nada, enojada con el mundo, echarás a perder tu vida.
– ¿Y quién cuidará de María Inés? Mamá tiene que trabajar, y ahora dice que si no voy a clase he de buscarme un trabajo.
– Haré unas cuantas llamadas, Julia, a ver qué clase de ayudas puedo encontrar. Mientras tanto, quiero que vengas al entrenamiento del jueves. Lleva a María Inés. Vente con Sammy y Betto: pueden vigilar a María Inés en el gimnasio mientras tú entrenas. ¿Lo harás?
Sus ojos eran oscuras lagunas en la media luz del dormitorio. Me agarró la mano con fuerza y masculló:
– Quizás.
– Y antes de salir con otro chico tienes que aprender un par de cosas sobre tu cuerpo, sobre cómo se queda una embarazada y sobre lo que puedes hacer para evitarlo. Tú y yo también hablaremos de eso. ¿Sigues viendo a… al padre de María Inés?
Me costó llamar así al individuo que la había dejado preñada y que no se comportaba como padre del bebé.
– A veces. Sólo para decirle: «Eh, mira, es tu hija». No dejo que me haga nada, si se refiere a eso. Con un bebé tengo bastante.
– ¿No te ayuda a mantener a María Inés?
– Tiene otros dos hijos desperdigados por el barrio -protestó Julia-. Y no tiene trabajo. Por más que se lo pida no echa un palo al agua, y ahora cambia de acera si me ve por la calle.
– ¿Se trata de ese Freddy que tú y Josie mencionasteis ayer?
Asintió otra vez con la cabeza, despeinando su pelo sedoso sobre la almohada de nailon.
– ¿Quién es?
– Sólo un tío. Lo conocí en la iglesia, no hay más.
Me pregunté si el pastor Andrés, con sus serias conferencias sobre sexo, alguna vez había hablado con Freddy sobre lo de esparcir hijos que no podía mantener por el South Side, pero cuando lo dije en voz alta Julia me dio la espalda. Caí en la cuenta de que no sólo la estaba violentando, sino que me estaba alejando demasiado de la desaparición de Josie.
– Cuando Billy se quedó a dormir el viernes y el sábado ¿tuvieron contacto sexual él y Josie?
– No -dijo hoscamente-. Dijo que ella y yo teníamos que dormir juntas, que no quería caer en la tentación con Josie. Citó un puñado de versículos de la Biblia. Fue casi tan malo como tener al pastor Andrés en mi mismo cuarto.
Faltó poco para que se me escapara la risa, pero me imaginé el cuartito lleno de religión y hormonas. Una combinación asfixiante.
– ¿Piensas que tu hermana se ha escapado con Billy?
Se volvió para mirarme.
– No estoy segura, pero salió para el colegio y luego, al cabo de una hora, volvió. Metió el cepillo de dientes en la mochila y algunas otras cosas, ya sabe, un pijama, cosas de ese estilo. Cuando le pregunté que adónde iba me dijo que a casa de April pero, bueno, después de tantos años, siempre sé de sobra si Josie me está diciendo una mentira. Y además, April salía hoy del hospital. La señora Czernin no invitaría a Josie a quedarse en su casa estando April tan enferma.
– ¿Alguna idea de dónde han podido ir ella y Billy?
Negó con la cabeza.
– Lo único que sé es que no la llevaría a su casa, ya sabe, ese sitio de ricos donde vive con sus padres, porque, bueno, ellos no quieren que salga con chicas mexicanas.
Hablé con ella un ratito más pero estaba claro que me había dicho cuanto sabía. Volví a estrecharle la mano, con firmeza; el apretujón de despedida.
– Nos veremos el jueves a las tres, Julia. ¿Entendido?
Susurró algo que bien podía ser asentimiento. Al levantarme para irme vi que una sombra cruzaba la ropa de bebé tendida en medio de la habitación: Rose había estado escuchando. Tanto mejor. Tal vez fuese el único modo de que se enterara de unas cuantas cosas acerca de sus propias hijas.