Muerte en la ciénaga
Detrás de mí, unos faros me alumbraron como si fuese un ciervo en una carretera rural. Me escondí detrás de un contenedor y el coche se detuvo. Me acurruqué en la oscuridad un momento hasta que caí en la cuenta de que era mi propio coche, de que el señor Contreras, con más sensatez de la que yo estaba haciendo gala en ese momento, lo había traído desde el lugar donde lo había dejado.
– ¿Dónde estás, encanto? -el anciano se había apeado del asiento del conductor y escrutaba la calle vacía-. Te he visto hace un momento. Ah… ¿Dónde está Mitch? Lo siento, de repente ha pegado un tirón y ha salido detrás de esos granujas. ¿Han tomado por esa calle?
– Sí. Pero podrían estar ya en cualquier parte, incluso en medio de la ciénaga.
– Lo siento mucho, encanto, ya veo por qué no quieres que me entrometa cuando estás trabajando, ni siquiera he sido capaz de sujetar al maldito perro.
Agachó la cabeza.
– Tranquilo, tranquilo -le di unas palmadas en el brazo-. Mitch es muy fuerte y quería pillar a esos tíos. Para empezar, si no me hubiese puesto en plan Annie Oakley, quizá Mitch no se habría excitado tanto. Y si hubiese cogido el coche en lugar de pensar que podía atrapar a dos veinteañeros a pie…
Me mordí la lengua: cuestionar a posteriori y culpabilizarse por meter la pata son lujos que un buen detective no debe permitirse jamás.
Mi vecino y yo llamamos al perro durante unos minutos aguzando el oído. La Skyway discurre en diagonal y en el lugar donde nos encontrábamos quedaba a nuestra izquierda, lo bastante cerca como para que el tráfico impidiera oír bien otros ruidos.
– Esto no va a servirnos de nada -dije bruscamente-. Peinaremos la zona con el coche. Si no le vemos pronto, regresaremos de día con Peppy; a lo mejor encuentra su rastro.
El señor Contreras estuvo de acuerdo, al menos con la primera parte de mi sugerencia. Cuando se hubo sentado en el asiento del pasajero dijo:
– Tú vete a casa, descansa un poco y regresa con Peppy, pero yo no voy a abandonar a Mitch a su suerte. Nunca ha pasado la noche fuera y no quiero que empiece a hacerlo ahora.
No intenté discutir con él; en cierto modo yo pensaba lo mismo. Avanzamos lentamente hacia el oeste por la calle Cien. El señor Contreras iba asomado a la ventanilla y lanzaba un penetrante silbido cada pocos metros. A medida que nos acercábamos al río, las casas destartaladas iban dando paso a almacenes y naves en ruinas. Los dos granujas podían haber buscado cobijo en cualquiera de ellos. Mitch podía estar tendido allí. Aparté ese pensamiento de mi cabeza.
Hicimos un concienzudo circuito peinando las cuatro manzanas que había entre la Skyway y el río. Sólo nos cruzamos con otro coche una vez, un bandido tuerto al que le faltaba el faro derecho. El conductor era un chaval flaco y nervioso que al vernos agachó la cabeza.
Al llegar al río bajé del coche. Guardo una linterna de verdad, de tipo profesional, en la guantera. Mientras el señor Contreras permanecía detrás de mí recorriendo la orilla con el foco, yo me interné entre los carrizos muertos.
Teníamos suerte de estar a finales de otoño, cuando la vegetación más fétida se ha congelado y disuelto y los carrizos ya no albergan un millón de insectos de los que pican. Aun así, el suelo era un fango pegajoso que me succionaba los zapatos; noté el agua filtrándose por las suelas.
Oí que algo patinaba y crujía bajo la maleza y me paré en seco.
– Mitch -llamé en voz baja.
El ruido cesó un instante y al cabo prosiguió. Apareció una especie de rata seguida por su familia y se deslizaron hasta el río. Seguí avanzando.
Encontré a un hombre tendido en la hierba, tan quieto que pensé que podía estar muerto. Con un estremecimiento de asco me aproximé lo suficiente como para oírle respirar; emitía un ruidito ronco y rasposo. El señor Contreras me siguió con la linterna y vi la reveladora jeringuilla apoyada sobre una lata abierta de cerveza. Dejé que siguiera soñando y volví a trepar por el terraplén hacia el puente.
Cruzamos el río sumidos en un tenso silencio e intenté repetir la maniobra en la otra orilla, mientras ambos llamábamos a Mitch. Eran más de las cinco, por el este el cielo estaba adquiriendo ese gris más pálido que presagia el alba a finales de año, cuando regresamos tambaleándonos al coche y nos desplomamos en los asientos.
Saqué mis planos de la ciudad. El marjal era inmenso en el West Side; una partida de rescate con perros adiestrados podría pasar una semana entera sin cubrir ni la mitad del terreno. Más allá de la extensa marisma comenzaba de nuevo la cuadrícula de calles, kilómetro tras kilómetro de casas abandonadas y depósitos de chatarra donde podía yacer un perro herido. En realidad no creía que nuestros dos matones hubiesen pasado al otro lado del río: la gente tiende a quedarse en el terreno que conoce. Aquellos tipos habían encontrado o robado o lo que le hubiesen hecho al Miata cerca de su base de operaciones.
– No sé qué más hacer ahora -dije sin ánimo.
Tenía los pies entumecidos por el frío y la humedad, los párpados me dolían de fatiga. El señor Contreras tiene ochenta y un años; no entendía cómo lograba mantenerse en pie.
– Yo tampoco, tesorito, yo tampoco. Nunca tendría que haber… -interrumpió su lamento antes de que yo lo hiciera-. ¿Estás viendo eso?
Señaló una silueta oscura calle abajo.
– Seguramente sólo será un ciervo o algo así pero enciende los faros, encanto, enciende los faros.
Encendí los faros, bajé del coche y me agaché.
– ¿Mitch?¿Mitch? ¡Ven aquí, chico, ven aquí!
Estaba cubierto de barro endurecido; agotado y sediento, la lengua le colgaba. Al verme soltó un ladrido sordo de alivio y comenzó a lamerme la cara. El señor Contreras bajó atropelladamente del coche y abrazó al perro sin parar de insultarlo, diciéndole que lo despellejaría vivo si volvía a gastarle una broma como aquélla.
A nuestra espalda apareció otro coche que nos tocó la bocina. Los tres nos llevamos un buen susto: habíamos estado solos en la calle durante tanto tiempo que habíamos olvidado que era una vía pública. La gruesa correa de cuero seguía sujeta al collar de Mitch. Traté de arrastrarlo de vuelta al coche, pero plantó las pezuñas en el suelo y gruñó.
– ¿Qué te pasa, chico? ¿Eh? ¿Tienes algo en las pezuñas?
Le palpé las garras pero, aunque tenía algunos cortes, no encontré nada clavado en ellas.
Se levantó, fue a recoger algo del suelo y lo soltó a mis pies. Se volvió para mirar hacia la calle, de vuelta al oeste, de donde había venido, agarró la cosa y la volvió a soltar.
– Quiere que vayamos en esa dirección -dijo el señor Contreras-. Ha encontrado algo, quiere que vayamos con él.
Alumbré con la linterna lo que nos había mostrado. Era alguna clase de tela, pero tan sucia de barro que no acerté a ver exactamente lo que era.
– ¿Quiere seguirnos con el coche mientras voy a ver adónde quiere que vayamos? -dije dubitativa. Quizás había matado a uno de los granujas y quería mostrarme el cadáver. Quizás había encontrado a Josie atraído por el olor de la camiseta que le habíamos dado, aunque aquel harapo era demasiado pequeño para ser una camiseta.
Encontré una botella de agua en el coche y vertí un poco en un vaso de plástico que había en la hierba. Mitch tenía tanta prisa por llevarme hacia el oeste que me costó convencerle para que bebiera un poco. Terminé la botella yo misma y le dejé que echara a andar. Insistió en llevarse el trozo de tela inmunda.
Ahora nos cruzábamos con más coches, gente que se dirigía al trabajo en la deprimente claridad del alba. Agarré la linterna con la mano derecha para que los coches que venían hacia nosotros nos vieran. Con el señor Contreras siguiéndonos de cerca, anduvimos con sigilo por la calle Cien. Mitch miraba el suelo y de vez en cuando se volvía inquieto hacia mí. En el cruce de Torrence, a cosa de un kilómetro, se quedó confundido un rato, corriendo como un loco calle arriba y abajo antes de decidir enfilar hacia el sur.
Giramos otra vez hacia el oeste en la calle Ciento tres y pasamos por delante del gigantesco almacén de By-Smart. El ininterrumpido tráfico de camiones iba y venía y un nutrido grupo de personas subían por la rampa de acceso desde la parada del autobús. El turno de mañana debía de estar a punto de comenzar. El cielo se había ido aclarando durante nuestra marcha: ya era casi de día.
Yo avanzaba como una estatua de plomo, un pie entumecido y pesado delante del otro. Estábamos cerca de la autovía y el tráfico era denso, pero todo se me antojaba remoto, los coches y los camiones, los carrizos muertos a ambos lados de la calle, incluso el perro. Mitch era un fantasma, un espectro negro al que seguía atontada. Los coches tocaban la bocina al señor Contreras, que circulaba a paso de tortuga detrás de nosotros, pero ni siquiera eso me sacaba de mi estupor.
De repente, Mitch soltó un solo ladrido y saltó de la calle a la ciénaga. Me di tal susto que perdí el equilibrio y caí pesadamente. Me quedé tumbada y aturdida sobre el frío barro, no quería hacer el esfuerzo de levantarme de nuevo, pero Mitch me mordisqueó hasta que no tuve más remedio que ponerme en pie. No intenté agarrarlo de nuevo por la correa.
El señor Contreras me llamaba desde la calle; quería saber qué estaba haciendo Mitch.
– No lo sé -le dije con voz ronca.
El señor Contreras gritó algo más pero no lo comprendí y me encogí de hombros. Mitch me tiraba de la manga; me volví para ver qué quería. Me ladró y se puso a cruzar el marjal, alejándose de la calle.
– Intente seguirnos por arriba -grité con voz ronca haciendo señas.
Al cabo de un par de minutos ya no veía al señor Contreras. Los carrizos muertos con sus barbas grises se cerraban sobre mi cabeza. La ciudad era tan remota como si sólo fuese un sueño; lo único que veía era el barro, las ratas de descampado que huían despavoridas al oírnos, los pájaros que emprendían el vuelo desgañitándose. El cielo plomizo hacía imposible orientarse: no sabía en qué dirección avanzábamos. Quizás estuviésemos describiendo círculos, quizá moriríamos allí, pero estaba tan cansada que la idea no me despertó ninguna sensación de urgencia.
El perro también estaba agotado y sólo por eso podía seguirle el ritmo. Permanecía unos diez pasos por delante de mí, con el hocico pegado al suelo, levantándolo sólo para asegurarse de que aún iba tras él antes de seguir husmeando. Seguía las rodadas que un camión había dejado en el fango, huellas nuevas tan recientes que las plantas aún estaban chafadas a ambos lados.
Yo no llevaba guantes y tenía las manos hinchadas a causa del frío. Las observé mientras avanzaba a trompicones. Eran grandes salchichas moradas. Habría sido maravilloso comerse una salchicha frita en ese momento pero no iba a comerme los dedos, era una estupidez. Las metí en los bolsillos del chaquetón. La mano izquierda golpeó el termo de metal. Pensé, soñadora, en el bourbon que contenía. Era de otra persona, era de Morrell, pero no le importaría que tomara un poco, lo justo para entrar en calor. Había un motivo por el que no debía beberlo, pero no se me ocurría cuál era. ¿Estaba envenenado el bourbon? Un demonio lo había hurtado de la cocina de Morrell. Un demonio fornido muy gracioso que movía sin cesar sus pobladas cejas y que se había llevado el termo al coche de Billy para luego observarme cuando lo encontré. Un quejido bajo mi nariz me dio un sobresalto. Me había quedado dormida de pie pero el cálido aliento de Mitch y su inquieto lloriqueo me devolvieron al presente, al marjal, al lóbrego cielo de otoño, a la búsqueda sin sentido.
Me golpeé el pecho con los dedos salchicha apretados dentro de las mangas del abrigo. Sí, el dolor era un buen acicate. Los dedos me palpitaban y eso era bueno: me mantenían despierta. Dudaba de que pudiera volver a disparar una pistola pero ¿contra quién iba a disparar en medio de la ciénaga?
El carrizal se volvió menos espeso y las latas oxidadas comenzaron a reemplazar a las ratas. Una de ellas cruzó el camino delante de mí. Miré a Mitch como desafiándole a pelear pero el perro no le hizo caso. Ahora gañía constantemente, preocupado, y apretó el paso, instándome a continuar dándome golpes con su pesada cabeza cuando consideraba que me rezagaba.
Salimos del marjal sin que me diera ni cuenta, pero de pronto nos estábamos abriendo camino a través de un vertedero. Latas, bolsas de plástico, ropa hecha jirones, asientos de coche, cosas que prefería no identificar, todo ello aplastado por el camión cuyas rodadas seguíamos. Tropecé con un neumático pero continué caminando penosamente.
Los desperdicios se terminaban en una valla de alambre de espino pero el camión la había derribado dejando una abertura de más de dos metros de ancho. Mitch olfateaba un retal carmesí prendido a las púas gimiendo y ladrándome. Fui a inspeccionarlo. Era nuevo, nuevo en el lugar, quiero decir, porque el color aún era vivo. Todos los demás trozos de tela se habían vuelto de un gris sucio. Intenté tocarlo pero mis dedos hinchados estaban demasiado cuarteados como para identificar nada.
– Parece de seda -dije a Mitch-. Josie no tiene ropa de seda. Así que, ¿qué es esto, chico?
Buscó un sitio por donde cruzar la valla rota y fui tras él. Cuando la hubimos atravesado, Mitch echó a correr. Como no podía seguirle el ritmo, regresó para mordisquearme las pantorrillas. Deshidratada, hambrienta, helada, corrí con él a través de un camino asfaltado y subimos una empinada colina hasta una meseta cubierta de hierba muerta, mullida y lisa bajo mis pies. Quizá me había vuelto a dormir porque aquello se parecía demasiado a un cuento de hadas en el que atraviesas bosques llenos de demonios y llegas a un castillo encantado; o al menos a los jardines de un castillo encantado.
Tenía flato y unas manchas negras bailaban ante mis ojos, unas manchas que confundía constantemente con Mitch. Sólo sus roncos ladridos me obligaban a ir en la dirección correcta, o al menos en la dirección que él seguía. Tenía la sensación de ir flotando, con el prado a un metro o más de mis pies. Podía volar, era la magia del castillo encantado, un pesado pie lleno de barro se levantaba del suelo, el otro saltaba detrás de él, sólo tenía que mover un poco los brazos, y me catapulté de cabeza colina abajo, dando vueltas y más vueltas hasta quedar tendida casi dentro de un lago.
Apareció un sabueso gigante, el consabido sabueso de la bruja cuyo castillo había invadido. Me agarró por la manga del abrigo e intentó arrastrarme por el suelo pero no pudo moverme. Me mordió el brazo y me incorporé.
Mitch. Sí, mi perro. Conduciéndome hacia una misión imposible. Una misión a ninguna parte. Me mordió de nuevo, tan fuerte que me atravesó el chaquetón. Chillé y me puse de pie otra vez.
– ¡Caray! ¿Eres un sargento de los marines o qué? -le dije con voz ronca.
Me miró torvamente: nunca había visto a nadie menos digno de llamarse recluta en todos los años que había servido en el cuerpo. Fue trotando por la orilla del agua, deteniéndose un momento a beber. Salvamos una curva y a lo lejos divisé una pequeña flota de camiones azules y, delante de mí, montañas de basura marrón. El vertedero municipal. ¿Estábamos en el vertedero municipal? ¿Aquel sabueso me había conducido a través del infierno para llegar al mayor depósito de basura del mundo?
– Cuando encuentre a alguien que nos lleve a casa te vas a enterar de lo que vale…
Interrumpí mi áspera e inútil amenaza. Mitch había desaparecido tragado por un hoyo. Caminé con cautela hasta el borde. Lo habían excavado y abandonado: las malas hierbas estaban comenzando a crecer por las paredes.
Dos cuerpos yacían en el fondo. Bajé gateando por la arcilla pedregosa olvidando mi agotamiento. Los cuerpos habían sido brutalmente apaleados, tan apaleados que estaban negros y morados, con grandes desolladuras. Uno de los cuerpos parecía el de un hombre, pero era a la mujer a quien Mitch tocaba nervioso con la pata. Tenía una masa de pelo leonado alrededor de la cara hinchada por los golpes. Reconocí aquel pelo, reconocí el abrigo negro de piel. Y el retal carmesí de la valla había sido su pañuelo. Había visto a Marcena Love atarse aquel pañuelo un puñado de veces. Mi pañuelo de la suerte, lo llamaba, siempre me lo pongo en las zonas de guerra.
El hombre… Miré y aparté la vista. Morrell no, ¿cómo iba a serlo? Las manchas negras que me enturbiaban la vista crecieron y bailaron, tapando el cielo gris y los cuerpos destrozados. Me vinieron náuseas y di una arcada. Me volví y vomité un hilillo de bilis.