Annie, coge la pistola
Me froté los ojos con las manos.
– Suponiendo que Billy y Josie estén escondidos por aquí, quizá los localicemos si encontramos su coche, siempre y cuando esté aparcado en la calle -hice un cálculo mental-. Seguramente habrá unos sesenta o sesenta y cinco kilómetros de calles a recorrer; podríamos hacerlo en cuatro horas, en menos si nos saltamos los callejones.
El señor Contreras y yo estábamos en el Mustang, en el que nos habíamos protegido huyendo de los acalorados sentimientos de Rose. Casi antes de que yo saliera del cuarto se había puesto a reprender a Julia por no haberle contado lo que me había dicho a mí:
– ¿Te he criado como a una mentirosa? -había gritado antes de girar en redondo y exigirme que no perdiera el tiempo y empezara a buscar a Josie.
– ¿Dónde me sugiere que busque, Rose? -pregunté cansinamente-. Es medianoche. Dice que no está en casa de April. ¿A qué otras amigas podría recurrir?
– No lo sé, no puedo pensar. ¿Sancia, quizá? Sólo que Sancia, en realidad, era amiga de Julia, aunque ella y Josie…
– Probaré con Sancia -interrumpí-, y con las demás chicas del equipo. ¿Y algún pariente? ¿Mantiene contacto con su padre?
– ¿Su padre? ¿Ese gamberro? No la ha visto desde que cumplió dos años. Ni siquiera sé dónde vive ahora.
– Pero ¿cómo se llama? Los hijos a veces se ven con sus padres a escondidas sin que las madres se enteren.
Cuando protestó contra esa idea (Josie nunca haría algo a sus espaldas) le señalé que Josie había desaparecido a sus espaldas. Rose desembuchó a regañadientes el nombre del padre, Benito Dorrado; la última vez que le había visto, ocho meses atrás, estaba en un Eldorado con una puta pintada como una mona. Detrás de ella, en la cama, Julia ahogó un grito al oír la palabrota.
– ¿Algún otro pariente? ¿Tiene algún hermano o hermana en Chicago?
– Mi hermano vive en Joliet. Ya lo he llamado y no sabía nada de ella. Mi hermana vive en Waco. No pensará…
– Rose, está usted angustiada y nos está haciendo dar vueltas en círculo. ¿Josie está muy unida a su tía? ¿Cree que sugeriría a Billy viajar mil quinientos kilómetros en coche para ir a su casa?
– No lo sé, no lo sé; sólo quiero que vuelva mi niña.
Se echó a llorar con los sollozos incontrolables de una persona que no suele permitirse desfallecer.
El señor Contreras la tranquilizó con un lenguaje muy parecido al que había empleado con el bebé.
– Denos algo que pertenezca a su niña, una camiseta u otra prenda que no haya lavado. Mitch la olerá y le seguirá la pista, ya verá.
Los niños estaban sentados en sus colchones hinchables mirando asustados a Rose con los ojos como platos. Una cosa era que su hermana desapareciera y otra muy distinta que su madre se viniera abajo. Para que todos se calmaran, dije que vería qué podía averiguar esa misma noche. Di a Rose el número de mi móvil y le pedí que me llamase si se enteraba de algo.
Ahora mi vecino y yo estábamos sentados en el coche, tratando de decidir qué hacer a continuación. Mitch ocupaba el angosto asiento de atrás con la camiseta sin lavar de Josie entre las patas. Nunca había pensado en él como perro rastreador, pero nunca se sabe.
– Deberías comenzar por las chicas del equipo -sugirió el señor Contreras.
– Una libreta de direcciones nos vendría muy bien, un listín telefónico, cualquier puñetera cosa.
No quería volver a subir al apartamento a pedir un directorio de Chicago. Finalmente, pese a que era muy tarde, llamé a Morrell para ver si se avenía a buscar las direcciones. Aún estaba levantado; de hecho, estaba viendo el partido.
– Últimos dos minutos, oportunidad de cinco yardas para los Chiefs -informé al señor Contreras, que se frotó las manos regodeándose con la idea del bote que le aguardaba en mi apartamento.
Oí los pasos desiguales de Morrell renqueando por el pasillo en busca de su ordenador portátil y sus listines telefónicos. En un par de minutos me leyó las direcciones de todas las chicas del equipo que tenían teléfono, incluida Celine Jackman, aunque no me imaginaba a Josie acudiendo a la archienemiga de April en el equipo. Hice un bosquejo del mapa del barrio y apunté las direcciones en la cuadrícula de calles. Las direcciones abarcaban unos dos kilómetros de norte a sur, pero no más de cuatro manzanas de este a oeste, salvo por la del padre de Josie. Benito Dorrado se había mudado del South Chicago al East Side, un barrio cercano relativamente estable y algo más próspero.
Tardamos bastante más de una hora en husmear por las calles y callejones próximos a los hogares de las chicas de mi equipo. Descarté despertarlas para preguntarles por Josie: una visita de la entrenadora a altas horas de la noche buscando a una jugadora descarriada sólo serviría para que todo el equipo flipara en colores. Llevando conmigo a Mitch con la correa bien corta, me iba asomando a todos los garajes que encontramos; casi todas las chicas vivían en las casas de una planta que predominan en el barrio, y éstas a menudo tienen garaje en los callejones de la parte trasera. En uno de los garajes sorprendimos una reunión de pandilleros, ocho o diez jóvenes cuya amenazadora mirada me puso la piel de gallina. Iban a acometernos, pero el grave gruñido de Mitch los hizo retroceder lo suficiente como para que pudiéramos batirnos en retirada.
A la una y media llamó Rose para preguntar cómo iban nuestras pesquisas. Ante mi respuesta negativa suspiró pero dijo que suponía que debía acostarse: tenía que seguir buscando trabajo por la mañana, aunque con aquel peso tan grande en el corazón le constaba que no causaría muy buena impresión.
El señor Contreras y yo enfilamos hacia el sur, por debajo de las pilastras de la Skyway, hasta la casita de madera de Benito Dorrado en la avenida J. Las luces estaban apagadas, cosa nada sorprendente puesto que ya habían dado las dos, pero no sentí los mismos escrúpulos de despertarlo que con las chicas del equipo; era el padre de Josie, bien podía prestar atención a algunos de los dramas de la vida de su hija. Llamé al timbre con insistencia durante un par de minutos y luego le llamé por el móvil. Cuando el teléfono hubo sonado unas doce veces detrás de la puerta principal, fuimos a la parte de atrás. El garaje para un solo coche estaba vacío; ni el Eldorado de Benito ni el Miata de Billy estaban a la vista. O se había mudado o estaba pasando la noche con la puta pintarrajeada.
– Me parece que ahora viene cuando nos vamos a la cama -bostecé abriendo tanto la boca que me crujió la mandíbula-. Estoy viendo manchas en lugar de señales de tráfico, y eso no es bueno para conducir.
– ¿Cansada tan temprano, encanto? -mi vecino sonrió con picardía-. Claro, tú nunca te acuestas tan tarde.
– Y eso que usted no me controla, ¿verdad?
Sonreí a mi vez.
– Ni hablar, encanto: me consta que no te gusta que me meta en tus asuntos.
Por lo general, cuando salgo hasta esas horas, estoy en un club con amigos, bailando, estimulada por la música y el movimiento. Estar sentada en un coche fisgando con ansia a través del parabrisas era otra historia. Conducir por South Chicago no es tarea fácil, además: calles que acaban en descampados de la ciénaga que hay debajo de la ciudad o en un canal; calles que acaban en la Skyway. Creía recordar que se podía cruzar hacia la autovía del oeste por la calle Ciento tres pero acabé en el río Calumet y tuve que dar media vuelta. En la otra orilla del río se hallaba el almacén de By-Smart. Me pregunté si Romeo Czernin estaría conduciendo para sus patronos esa noche, o si él y Marcena estaban aparcados en el patio de un colegio haciendo el amor tras los asientos de la cabina.
La calzada estaba llena de surcos y las casas muy separadas. Los amplios espacios que mediaban entre ellas no estaban vacíos en realidad: camas viejas, neumáticos y bastidores de coche oxidados asomaban sobre los montones de hierbajos en putrefacción y árboles muertos. Un par de ratas cruzaron la calle delante de mí y se metieron en la cuneta de la izquierda; Mitch empezó a gimotear y a revolverse en el estrecho asiento trasero; él también las había visto y estaba seguro de poder atraparlas si lo dejaba suelto.
Flexioné los agarrotados músculos del hombro y abrí la ventanilla para que me diera el aire fresco en la cara. El señor Contreras chasqueó la lengua preocupado y encendió la radio confiando en que el ruido me mantuviera alerta. Giré de nuevo hacia el norte tomando por una calle que debería conducirme a un carril de acceso a la autovía.
La temperatura se mantenía justo por encima de los cero grados, informó la emisora WBBM, y el tráfico era fluido en todas las autovías; estaba claro: las dos de la madrugada era el mejor momento para circular por Chicago. Las bolsas habían abierto perezosamente en Frankfurt y Londres. Los Chiefs habían marcado después del aviso de dos minutos pero aun así habían perdido por ocho tantos.
– Al final no te ha ido tan mal, tesorito -me consoló el señor Contreras-. Eso significa que sólo me debes otros siete dólares, dos por la puntuación del tercer cuarto, uno por el total de sacks de los Patriots, uno por…
– Espere un momento.
Frené en seco. Estábamos debajo de los pilotes de la Skyway. Los interminables desechos del South Side se extendían deprimentemente a ambos lados de la calzada. Conducía concentrada en los socavones que tenía delante cuando percibí un movimiento por el rabillo del ojo. Un par de tíos que se asomaban entre los escombros. Se pararon cuando me paré y se volvieron para fulminarme con la mirada. Las luces de la autopista elevada se filtraban por las junturas del pavimento y arrancaban destellos a sus palancas. Escruté el solar tratando de ver qué estaban despedazando: el guardabarros intacto de un coche nuevo.
Desenfundé la pistola y agarré la correa de Mitch.
– Quédese en el coche -ordené al señor Contreras. Abrí la portezuela de golpe y me bajé de un salto sin darle tiempo a protestar.
Sujetaba la correa de Mitch con la mano izquierda y la pistola con la derecha.
– ¡Soltad las armas! ¡Manos arriba!
Me gritaron obscenidades, pero Mitch estaba gruñendo y arremetía tirando del collar.
– No podré sujetarlo mucho más -advertí avanzando hacia ellos.
Los faros de los coches de arriba barrían nuestros cuerpos. Los dientes de Mitch destellaban con cada rayo de luz. Los dos sujetos soltaron las palancas y pusieron las manos detrás de la cabeza al tiempo que retrocedían. Cuando se apartaron vi el coche. Un Miata tan hundido en el montón de tablones y muelles de cama que sólo la cola era visible, con el maletero abierto y la matrícula: El Niño 1.
– ¿Dónde habéis encontrado este coche? -inquirí.
– Jódete, zorra. Hemos llegado primero.
El deslenguado bajó las manos y echó a caminar hacia mí.
Pegué un tiro desviando el arma lo bastante como para asegurarme de no darles pero lo suficientemente cerca de ellos como para que me hicieran caso. Mitch rugió de miedo: nunca había oído un disparo. Ladraba y saltaba tratando de zafarse de mí. Me quemé los dedos con el cañón caliente al cerrar el seguro a tientas mientras Mitch gruñía y me daba sacudidas. Cuando lo tuve más o menos controlado, estaba sudando y jadeando, y Mitch temblaba, pero los dos pandilleros se habían petrificado, las manos de nuevo encima de la cabeza.
El señor Contreras apareció a mi lado y agarró la correa. Yo también temblaba y le estuve agradecida pero no dije nada, sólo me aseguré de que no me fallara la voz cuando me dirigí a aquellos tipos.
– Oídme bien, desgraciados, a mí se me llama «señora». No «zorra» ni «puta» ni ninguna otra guarrada que os venga a la boca. Sólo «señora». Bien. ¿Cuál de vosotros ha conducido este coche hasta aquí?
No dijeron ni pío. Hice un gesto ostensible para quitar el seguro de mi Smith & Wesson.
– Lo encontramos aquí -dijo uno de ellos-. ¿A usted qué le importa?
– A usted qué le importa, señora -mascullé-. Me importa porque soy detective y este coche está implicado en un secuestro. Si encuentro un cadáver tendréis suerte de no acabar haciendo frente a una sentencia de muerte.
– Encontramos el coche aquí, ya estaba aquí.
Estaban casi gimiendo; me asqueaba mi propia capacidad de acosar: dale a una mujer una pistola y un perro y será capaz de hacer lo mismo que un hombre para humillar al prójimo.
– No puede demostrar nada, no sabemos nada, hemos…
– Manténgalos a raya -dije al señor Contreras.
Fui dando un rodeo hasta el coche sin dejar de apuntarlos. Mi vecino sujetaba a Mitch que seguía revolviéndose inquieto. El maletero, que aquel par de elementos habían forzado, sólo contenía una toalla y unos cuantos libros de Billy: «Cristianos ricos en una era de hambre» del profesor R. J. Sider, y «La violencia del amor» del arzobispo Osear Romero.
Los dos granujas seguían con las manos en alto. Me volví y me abrí paso entre los helechos para mirar dentro del coche. Ni Josie ni Billy. El parabrisas tenía una rotura con forma de tela de araña delante del asiento del conductor y la ventanilla del pasajero estaba hecha añicos. La capota estaba rajada. Quizá los daños se habían producido cuando el coche se estrelló de morro contra el montón de basura. Tal vez la habían emprendido contra el coche con palancas.
El tráfico en lo alto enviaba un constante e irregular zurriagazo que bajaba por las pilastras de la Skyway. Las luces de los coches caían en picado pero no penetraban lo bastante los helechos para que viera dentro del Miata. Encendí la pequeña linterna del móvil, metí la cabeza y los hombros por la raja de la capota y alumbré el interior. Había cristales rotos en el salpicadero y el asiento. Olía a whisky, quizá bourbon o rye. Moví la linterna despacio. Vi un termo abierto en el suelo con un charquito debajo.
Era un modelo de titanio, un Nissan. Morrell tenía uno igual; se lo regalé cuando se fue a Afganistán. Me había costado una fortuna pero nada lo abollaba, ni siquiera un disparo, aunque la i del logo se había desprendido, lo mismo que en aquél.
Salí del coche y abrí la portezuela del conductor de un tirón. Atontada, recogí el termo y lo metí en un bolsillo de mi chaquetón. ¿Cómo había acabado en el coche de Billy el termo de Morrell? Quizá Billy tuviera uno igual y la i del logo fuese propensa a desprenderse, tal como había ocurrido en aquél, aunque me costaba imaginar a Billy o a Josie bebiendo, y mucho menos bourbon.
Morrell estaba conmigo el sábado cuando encontré a Buffalo Bill en mi casa exigiendo que le entregara a su nieto, pero aun suponiendo que Morrell fuese la clase de tío que saldría a buscar a Billy sin decírmelo, no estaba en forma para esa tarea. Y tampoco le iba la bebida.
Abrí mi teléfono y pulsé la tecla de marcación rápida del número de Morrell pero acto seguido lo volví a cerrar: eran más de las dos y media. Carecía de sentido despertarlo por algo que podría preguntarle por la mañana. Además, tenía a los dos matones que habían forzado el maletero. Podrían contestar unas cuantas preguntas.
Justo en ese momento se armó un alboroto detrás de mí: el señor Contreras gritaba, Mitch ladraba desaforado y de pronto oí un chisporroteo de grava cuando nuestros cautivos echaron a correr. Salí de los helechos tan deprisa como pude dejando caer los dos libros en la carrera. Los jóvenes corrían por Swing. Mitch se liberó del señor Contreras y salió como una flecha tras ellos.
Ordené a Mitch que volviera, pero ni siquiera acortó el paso. Salí disparada tras él. Oí los pesados pasos del señor Contreras durante unos metros, pero el tráfico de arriba pronto se tragó el ruido. En la calle Cien los jóvenes giraron al oeste, hacia el río, con Mitch pisándoles los talones. Aún corrí una manzana más antes de admitir que los había perdido. Me quedé parada, tratando de discernir hacia dónde habían ido, pero lo único que oía era el traqueteo amortiguado de los camiones en la Skyway y el chapoteo del río en alguna parte a mi izquierda.
Regresé hacia Ewing. Si Mitch los atrapaba oiría el jaleo. Pero tendría que estar loca de remate para dejar la avenida principal y adentrarme a pie por aquellas calles sin salida y por los solares pantanosos que aquellos tipos consideraban su casa.