Capítulo 36

De patitas en la calle otra vez

Mis esperanzas de interceptar a Freddy se vieron frustradas por el personal de seguridad. Cuando hube regresado sigilosamente a las lámparas de rayos uva para recoger mi parka y mi casco y llegué a la puerta principal, los vigilantes ya habían metido a Freddy en una camioneta Dodge y lo habían mandado a la calle. Sólo tuve tiempo de ver cómo desaparecían las luces de posición cuando salí corriendo. Tuve que perder un momento hablando con la mujer que montaba guardia en la entrada.

– ¿Usted es la detective? ¿Puedo ver su tarjeta de identidad? Le hemos perdido la pista durante unos minutos, voy a tener que cachearla.

– ¿Para ver si me llevo alguna rana jabonera? -dije, pero permití que me palpara de arriba abajo y que comprobara el contenido de mi bolso. Menos mal que había decidido desprenderme del casco de By-Smart, aunque había tenido la tentación de conservarlo; tal vez necesitara regresar al almacén.

Sólo alcancé a ver fugazmente la matrícula de la Dodge, las primeras letras, VBC, pero aun así me pareció que era la misma camioneta que había visto frente al apartamento de los Dorrado la primera vez que visité a la familia de Josie. ¿Sólo hacía dos semanas? Más bien parecían dos años, un recuerdo muy remoto, en cualquier caso. Se oían los altavoces a todo volumen; Josie había chillado algo a los tipos de la camioneta, algo importante, me pareció ahora, pero no conseguía recordarlo.

Caminé penosamente cuesta abajo por la rampa de acceso hasta la calle Ciento tres, esquivando los camiones y coches que iban dando tumbos por culpa de las profundas rodadas. Una vez en mi coche, me quité la parka y conecté la calefacción. Con David Schrader tocando las Variaciones Goldberg en mi CD, me recosté en el asiento y procuré pensar en todo lo que había descubierto aquella tarde. El documento que April juraba que tenía su padre, con la demostración de que Grobian había prometido proporcionar el dinero para su atención médica. Los Bysen querían que encontrara a Billy porque se había fugado con un documento. ¿Sería el mismo? ¿Qué era? ¿La riña a propósito de éste entre Bron Czernin y Patrick Grobian había conducido a la muerte de Bron?

Luego estaba la explicación que el pastor Andrés había dado sobre sus reuniones con Frank Zamar en Fly the Flag. Que le hubiese convencido para volver a ver a Jacqui Bysen y decirle que no podía fabricar las sábanas por ese precio había sonado bastante convincente. Zamar debía de haber hecho unas cuantas sábanas para el barrio, porque April y Josie las habían comprado a través de sus iglesias. ¿Eso había enojado tanto a los Bysen que le habían incendiado la fábrica? Al fin y al cabo, «Nosotros jamás renegociamos; es la primera ley de Papá Bysen».

Tal vez Bron y Marcena, besuqueándose en una calle secundaria, habían visto a Jacqui y William, o a Grobian, colocar el dispositivo que había prendido fuego a Fly the Flag, y los habían agredido para evitar que hablaran de ello. Pero eso no tenía sentido: Marcena se había encontrado con Conrad el día después de que la planta fuese pasto de las llamas. Si hubiese visto a alguien provocar el incendio, se lo habría dicho entonces. Creo que se lo habría dicho; ¿qué podía ganar reservándose esa información para sí?

La sonrisita de Jacqui al decirme que me encontraría en un callejón sin salida si investigaba esas sábanas me aseguraba, como mínimo, que sabía que Zamar las había fabricado. Pero todavía pensaban que tenían un acuerdo con Zamar; había dicho que llevaban cinco días de retraso a causa de su muerte.

Y qué pasaba con Freddy, el… bueno, no exactamente el novio de Julia, más bien el tipo que la había dejado preñada. Tenía ganas de hablar con aquel chavo pero no tenía claro cómo hacerle salir de su madriguera. Quizá visitara a Julia, o al pastor, o… me di cuenta de que ni siquiera sabía su apellido y mucho menos su dirección. En fin, parecía crucial, quizás incluso urgente, encontrar primero a Billy, encontrarlo antes de que lo hicieran los sabuesos de Carnifice.

Cerré los ojos y escuché la música. Las Variaciones Goldberg eran tan precisas, tan completamente equilibradas y sin embargo tan sonoras que me hacían estremecer. ¿Acaso Bach se sentaría alguna vez a solas y a oscuras preguntándose si era apto para su trabajo, o su música fluía de él con tan poco esfuerzo que jamás conoció un instante de duda?

Finalmente, me erguí y puse el coche en marcha. Pese a que estaba a tan sólo dos manzanas de la autovía Dan Ryan que conecta el centro de Chicago con los barrios del sur, no me sentía capaz de enfrentarme al tráfico pesado aquella tarde. Deshice mi camino a través del lago Calumet y tomé la Route 41. Se trata de una carretera sinuosa flanqueada por los consabidos solares vacíos y garitos de comida rápida del South Side, pero discurre por la orilla del lago Michigan y es más apacible que la autovía.

Mientras conducía hacia el norte procuré bosquejar una estrategia para enfrentarme a los Bysen, pero no se me ocurrió nada. Me imaginaba borrando la sonrisita de la cara de Jacqui o arreglándomelas para derribar a Grobian, pero no sabía qué hacer para que todos ellos me confesaran la verdad.

Dejé atrás la esquina que solía doblar cuando iba a ver a Mary Ann. Hacía más de una semana desde mi última visita y me sentí culpable por pasar de largo.

– Mañana -dije en voz alta, mañana, después del entrenamiento, después de la pizza que había prometido al equipo.

Tenía la molesta sensación de que podía haber hecho algo más mientras estaba en el sur, pero renuncié a darle más vueltas, renuncié al South Side en general, y me regalé con un CD de divas, cantando a dúo con Rosa Ponselle «Tu che invoco», una de las arias favoritas de mi madre.

Incluso parando en mi casa para pasear a los perros y coger algo de vino, conseguí llegar a casa de Morrell a las seis en punto. Se me antojaba todo un lujo disponer de una velada entera para nosotros. Morrell había prometido que prepararía la cena. Holgazanearíamos repantigados ante el fuego sin permitir que el robo o las heridas de Marcena nos preocuparan. Quizás incluso tostaríamos malvaviscos.

Mis fantasías románticas se hicieron añicos contra el suelo cuando llegué a casa de Morrell: el editor de Marcena había volado desde Nueva York para verla. Cuando Don Strzepek y Morrell se conocieron en el Cuerpo de Paz, Marcena también estaba presente, una estudiante universitaria dando la vuelta al mundo en busca de lugares peligrosos con la idea de escribir un libro. Al parecer, Morrell había llamado la víspera a Don para contarle lo de las heridas de Marcena, y Don quiso verla en persona; hacía diez minutos que había llegado.

– Perdona que no te haya avisado, cariño.

Morrell parecía muy arrepentido.

Don me besó en la mejilla.

– Ya sabes lo que dicen: es más fácil obtener el perdón que el permiso.

Me obligué a reír: Don y yo chocamos un par de años atrás, y todavía nos tratamos con mucha cautela.

Después de cenar, él y Morrell iban a ir al Cook County, aunque Morrell había pasado toda la tarde en el hospital. Marcena seguía en coma, pero los médicos estaban animados por sus constantes vitales y pensaban que podía comenzar a despertarse durante el fin de semana.

– ¿Dónde están sus padres? -preguntó Don.

– Los llamé -dijo Morrell-. Están en la India, de vacaciones. La secretaria de su padre prometió seguirles la pista; seguro que vendrán en cuanto se enteren.

Me alegró que las constantes vitales de Marcena fueran alentadoras.

– ¿No te ha molestado nadie mientras estabas fuera? -pregunté a Morrell.

– ¿Molestado? -repitió Don con extrañeza.

Morrell le explicó lo del robo del ordenador de Marcena.

– Así que me viene muy bien que te quedes aquí, Strzepek, pues en esta casa conviene que haya alguien que no esté discapacitado.

– Vic es capaz de parar la embestida de un rinoceronte que pese dos veces lo que ella -dijo Don.

– Cuando está en forma; últimamente se ha llevado unos cuantos golpes también.

Bromearon un poco más sobre ello. Don es un tipo enclenque, fumador empedernido, que no parece capaz de pelear con una almohada que pese lo mismo que él. Luego Morrell dijo en serio:

– Me parece que esta tarde me han seguido. He tenido que coger un taxi para ir al hospital, claro, y el propio taxista me ha dicho que un LeSabre verde no se había separado de nosotros en toda la carrera desde Evanston.

Sonrió forzadamente.

– Quizá tendría que haber prestado más atención, pero cuando no conduces te olvidas de cosas como mirar por el retrovisor. En el trayecto de regreso sí que he estado vigilando, y me ha parecido que llevábamos a alguien detrás, un coche diferente; no he reconocido el modelo, quizás un Toyota, aunque cuando he abierto la puerta de abajo se ha largado.

– Pero eso no tiene sentido -objeté-. A no ser, puede que tengan un dispositivo de escucha a distancia, supongo, para saber cuándo vas a salir y también lo que dices mientras estás aquí.

Se mostró perplejo, y acto seguido enojado.

– ¿Cómo se atreven? Y, por cierto, ¿quiénes son?

– No lo sé. ¿La policía? ¿Carnifice Security, comprobando si sabemos dónde está Billy? -bajé la voz hasta el susurro por si acaso-. ¿Has sacado algo en claro de los vecinos?

– La señora Jamison vio a un desconocido que entraba en el edificio mientras paseaba a Tosca. Eso fue hacia las seis de la mañana. -Tosca era el sealyham de la señora Jamison. -Un hombre blanco, bien vestido, entre los treinta y cinco y cuarenta, supuso que era amigo mío porque tenía la llave de mi cerradura.

Morrell tiene prácticamente una pensión para sus amigos periodistas trotamundos; Marcena no era la primera persona con quien yo había compartido su tiempo y su espacio. Otra razón para plantearse lo de vivir juntos. Aparte del pecado, pensé recordando las serias advertencias del pastor Andrés sobre Josie y Billy.

Morrell seguía especulando sobre quién podía haber conseguido una llave de la portería de su casa, pero lo interrumpí diciendo que el universo era demasiado grande.

– El administrador, el agente inmobiliario, uno de tus viejos amigos. Quizás incluso Don, si lleva un traje planchado en su equipaje. Aunque, en realidad, lo más probable es que el tipo tuviera alguna clase de llave maestra que la señora Jamison no le vio utilizar, una sofisticada llave electrónica. Esos dispositivos no caben en mi presupuesto pero una organización como Carnifice seguramente los regala en el sorteo del picnic anual de la empresa. El FBI los tiene, o… bueno, cualquier agencia importante. La verdadera cuestión es por qué no hacen más que limitarse a vigilar. Quizás estén esperando a que descubramos lo que sabía Marcena; quizá si empezamos a actuar, les demostraremos que hemos averiguado lo que ella sabía y entonces pasarán al ataque.

– Victoria, me resulta imposible seguir esa lógica -dijo Morrell-. ¿Por qué no lo aparcamos mientras cenamos?

Había preparado un guiso de pollo que había aprendido a hacer en Afganistán, con pasas, cilantro y yogur, y nos apañamos bastante bien para dejar todos nuestros conflictos y preocupaciones a un lado durante la cena. Procuré que no me importara que Don se bebiera casi todo el Torgiano; un vino tinto de la región italiana donde se crió mi madre y que cuesta lo suyo de encontrar en Chicago. De haber sabido que Don iba a atizárselo, habría llevado un vino francés más fácil de reponer.

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