He aquí la pluma desaparecida
La noche terminó para mí como habían terminado demasiadas, con mucho, aquel mes: en la sala de urgencias de un hospital bajo la escrutadora mirada de Conrad Rawlings.
– No sé qué tomas para desayunar, señora W., pero sea lo que sea quiero empezar a comerlo también yo: deberías estar muerta.
Lo miré pestañeando a través de la cortina de calmantes que me envolvía la mente.
– ¿Conrad? ¿Qué haces aquí?
– Hiciste que una enfermera de urgencias me llamara. ¿No te acuerdas? Según parece te dieron diez clases distintas de ataques cuando intentaron anestesiarte, insistías en que yo tenía que venir aquí para que dejaras que te tratasen.
Negué con la cabeza, intentando recordar los retazos de la noche que acababa de pasar, pero el movimiento hizo que me doliera. Levanté una mano para tocarla y palpé una tira de esparadrapo.
– No me acuerdo. ¿Y a mí qué me pasa? ¿Qué tengo en la cabeza?
Sonrió de oreja a oreja y su diente de oro destelló bajo la luz cenital.
– Señora W., pareces el cabecilla de los zombis de La noche de los muertos vivientes. Alguien te pegó un tiro en la cabeza, cosa que aplaudiría si pensara que iba a meterte un poco de sentido en la sesera.
– Ah. En el almacén, justo antes de noquearme. Grobian me disparó. No lo noté, sólo la sangre que me caía por la cara. ¿Dónde está? ¿Dónde está William Bysen?
– En principio, ambos están detenidos, aunque la maquinaria legal de los Bysen ya se ha puesto en marcha, así que no sé cuánto tiempo podré retenerlos. Cuando he llegado aquí probaban suerte con una historia que le estaban largando al agente de servicio en la sala de urgencias, según la cual secuestraste uno de los tráilers de By-Smart y tuvieron que pelear contigo para recuperarlo, y que por eso el camión volcó. Los bomberos que os trajeron a los tres objetaron que tenías las manos y los pies atados, y Grobian dijo que lo habían hecho para evitar que volvieras a tomar el control. ¿Algún comentario?
Cerré los ojos; el resplandor de la luz cenital me dolía demasiado.
– Vivimos en un mundo en el que la gente parece dispuesta a creerse casi cualquier mentira que le cuenten, por más absurda que sea, siempre y cuando la cuente alguien que defienda los valores de la familia. Los Bysen cotorrean tanto sobre los valores de la familia que supongo que pueden conseguir que la fiscalía del Estado y un juez se crean semejante patraña.
– Eh, señora W., no seas tan cínica: ahora me tienes a mí en el caso. Y los basureros de la ciudad tienen pruebas de que la historia de los Bysen no se sostiene.
Le sonreí, embotada y grogui.
– Qué bien, Conrad, gracias.
Los calmantes seguían arrastrándome en su corriente pero en mis salidas a la superficie le conté lo de Billy y Josie, así como todo lo que fui capaz de recordar de la noche en el almacén, y él me refirió mi rescate.
A parecer, cuando el tráiler se despeñó por el terraplén, los basureros habían saltado de sus camiones y acudieron corriendo a la escena del accidente, tanto por mirones como por buenos samaritanos. Fue entonces cuando uno de ellos me vio dando saltitos sobre las basuras. Llamaron pidiendo ayuda y consiguieron un coche de bomberos pero no una ambulancia, de modo que cuando los bomberos hubieron liberado a Grobian y a William del tráiler, los tres viajamos juntos hasta el hospital.
Eso lo recordaba vagamente; el dolor de los baches de Stony Island Avenue viajando a toda pastilla en un coche de bomberos me había despertado, y conservaba un recuerdo borroso de Grobian y William gritándose fuera de sí, echándose mutuamente la culpa del lío en que se habían metido. Supongo que no decidieron aunar fuerzas y culparme de todo a mí hasta que llegamos al hospital y tuvieron que contar una historia al policía.
Traté de permanecer despierta para seguir el relato de Conrad pero a pesar de los calmantes los hombros dislocados me latían con fuerza. Me dolían los ríñones; todo mi cuerpo, de la cabeza a los pies, era una llaga palpitante. Al cabo de un rato, me desentendí de todo y me dormí.
Cuando volví a despertarme, Conrad se había marchado pero estaban Lotty y Morrell. El hospital quería darme el alta y Lotty iba a llevarme a su casa.
– Es criminal, trasladarte ahora, y así se lo he dicho al director, pero la aseguradora propietaria del hospital es quien decide cuánta atención se dedica a un cuerpo apaleado, y al tuyo le corresponden doce horas.
Los ojos negros de Lotty centelleaban. Me di cuenta de que sólo en parte estaba indignada por mi comportamiento; la enfurecía que un hospital prestara más atención a sus propietarios que a un médico reputado.
Después de sus recientes heridas, Morrell supo muy bien qué traer para vestir un cuerpo apaleado. Había pasado por una boutique elegante de Oak Street y comprado un conjunto de calentamiento hecho de una cachemira tan suave que parecía piel de gatito. También trajo unas botas forradas de piel de borrego para que no tuviera que bregar con calcetines y zapatos. Temblorosa y aletargada, me vestí y vi que tenía la cara como una cosecha de berenjenas, más púrpura que olivácea. Camino de la salida, la enfermera me dio una bolsa con mi ropa empapada en limo. Aún estuve más agradecida a Morrell por ahorrarme su visión aquella mañana.
Morrell me ayudó a sentarme en una silla de ruedas y me puso su bastón en la falda para poder empujarme por el pasillo. Lotty caminaba a nuestro lado como un terrier; el pelaje se le erizó cuando tuvo que hablar con alguien del personal acerca de mi alta.
Ni siquiera mis heridas bastaban para que Lotty dejara de tratar las calles de la ciudad como el circuito del Grand Prix, pero yo iba tan grogui que no me alarmé lo más mínimo cuando por poco se estrella contra un camión en la calle Setenta y uno.
Morrell vino con nosotras hasta el apartamento: tomaría un taxi para regresar a Evanston desde allí. Mientras subíamos en el ascensor, anunció que el Foreign Office por fin había localizado a los padres de Marcena en la India; aterrizaban en Chicago aquella noche y se quedarían en su casa.
– Qué bien -dije tratando de hacer acopio de fuerzas para mostrar interés-. ¿Y qué hará Don?
– Se muda al sofá del salón, pero regresará a Nueva York el domingo. -Me pasó el dedo por el borde del vendaje de la cabeza-. ¿Podrás mantenerte al margen de la batalla por unos días, Hipólita? El lunes le harán a Marcena el primer injerto de piel; estaría bien no tener que preocuparme además por ti.
– Victoria no va a irse a ninguna parte -sentenció Lotty-. Daré instrucciones al conserje para que la lleve de vuelta a la cama si la ve en el vestíbulo.
Me reí débilmente, pero estaba muy inquieta por Billy y Josie. Morrell preguntó si me sentiría mejor si se alojaban en casa del señor Contreras.
– Se muere por hacer algo útil, y si tuviera que ocuparse de ellos, le ayudaría a soportar que te quedes en casa de Lotty.
– No sé si sabrá mantenerlos a salvo -dije preocupada.
– Durante el fin de semana Grobian, por lo menos, estará detenido. De aquí al lunes, lo creas o no, te sentirás mucho más fuerte y estarás en condiciones de pensar un plan mejor.
Tuve que acceder: no me quedaban fuerzas para hacer nada más. Incluso tuve que avenirme a que Morrell enviara a Amy Blount a casa de Mary Ann a recoger a la pareja de fugitivos; detestaba no cuidar de ellos yo misma, detestaba a Morrell por añadir que no podía manejar el mundo entero por mí misma y que lo mejor sería que dejara de intentarlo.
Pasé el resto del día durmiendo. Cuando me desperté, entrada la tarde, Lotty me trajo un cuenco de su sopa casera de lentejas. Me quedé tumbada en su cuarto de invitados, disfrutando con la habitación limpia, la ropa limpia, la serenidad de sus afectuosas atenciones.
Hasta la mañana siguiente no me mostró la pluma roja, la grabadora de Marcena.
– Llevé tu hedionda ropa a la lavandería, cariño, y encontré esto en la bolsa. Supuse que querrías conservarlo.
Me costaba creer que aún siguiera en mi cuerpo después de todo lo que había pasado, o que Bysen y Grobian no la hubiesen encontrado cuando me tuvieron inconsciente y en su poder. Se la arranqué de las manos.
– Dios mío, claro que lo quiero.