La mercenaria jubilada
A media tarde, la explanada de acceso se veía diferente que a las seis de la mañana. Había media docena de coches aparcados sobre los hierbajos, una furgoneta estacionada en la entrada de vehículos obstruía parcialmente el paso y varios hombres trajinaban cargando telas mientras se gritaban unos a otros en español. Conduje el Mustang hasta los hierbajos y lo aparqué junto a un Saturn último modelo.
Las puertas principales de la fábrica estaban abiertas, pero me dirigí al muelle de carga, donde había una furgoneta aparcada con el motor en marcha. Pasé junto a ella y subí al muelle esperando eludir tanto a Zamar como al encargado. Esbocé una sonrisa y saludé a los hombres que habían interrumpido la faena para mirarme. Habían llevado un toro elevador hasta la trasera de la furgoneta y estaban cargando unas cajas que taparon a toda prisa con una lona al advertir que los observaba. Apreté los labios preguntándome qué intentarían esconder. Quizá se tratase de alguna clase de contrabando, quizá guardara relación con las intentonas de sabotaje. En cualquier caso, me miraban con tal hostilidad que proseguí hacia el cuerpo principal de la fábrica.
A un lado de la planta de expedición un grupo de mujeres doblaba pancartas que procedía a guardar en cajones de embalaje. La suerte quiso que Larry Bailaría, el encargado, estuviese justo delante de mí gritando órdenes al personal. Pasé de largo sin detenerme, directa a la escalera de hierro. Me echó un vistazo, pero no dio muestras de reconocerme, y subí a toda prisa a la planta de producción.
Rose se hallaba en su puesto, trabajando en una bandera estadounidense tan grande como la que pendía del techo del taller. El suave tejido caía de su máquina a una caja de madera: la bandera de Estados Unidos no debía tocar el suelo. Me acuclillé a su lado para que pudiera verme la cara.
Ahogó un grito y se puso pálida.
– ¿Qué está haciendo aquí?
– Estoy preocupada, Rose. Preocupada por usted y por Josie. Me ha contado que usted ha tenido que coger un segundo empleo y que la ha dejado a cargo de los chicos y el bebé.
– Alguien tiene que ayudarme. ¿Cree que Julia puede hacerlo? No lo hará.
– Usted me dijo que quería que Josie fuese a la universidad. Es demasiada responsabilidad para ella, con sólo quince años, y, además, así le será muy difícil seguir estudiando.
Apretó los labios, enojada.
– Usted piensa que hace bien, pero no tiene ni idea de cómo es la vida aquí. Y no me suelte el cuento de que se crió aquí porque de todos modos sigue sin enterarse de nada.
– Puede que no, Rose, pero si que sé algo sobre lo que cuesta salir de aquí para ir a la universidad. Si no puede estar con Josie y hacer que haga los deberes, ¿qué va a ser de ella? Si acaba frustrada por el exceso de responsabilidad, podría empezar a vagar por las calles, podría volver a casa con otro crío que usted tendría que cuidar. ¿Qué trabajo es más importante que ése?
La ira y la congoja se alternaban en su semblante.
– ¿Cree que no lo sé? ¿Cree que no tengo corazón de madre? He de coger ese otro empleo. Tengo que hacerlo. Y como el señor Zamar la vea aquí, me despedirá y me quedaré sin nada para mis hijos, así que lárguese antes de arruinarme la vida.
– Rose, ¿qué ha cambiado de la noche a la mañana? El lunes quería que descubriera a los saboteadores; hoy tiene miedo de mí.
Contrajo el rostro, atormentada, sin dejar de meter la tela en la máquina.
– ¡Váyase ahora mismo o me pondré a pedir socorro a gritos!
No tuve más remedio que marcharme. Volví al coche y me quedé un rato sentada sin moverme. ¿Qué había cambiado en tres días? Una ofensa por mi parte no le habría hecho saltar de ese modo. Tenía que haber algo más, alguna amenaza que Zamar o el encargado hubiesen empleado contra ella.
¿Qué le estaban obligando a hacer? Era incapaz de imaginarlo, o imaginaba cosas morbosas pero poco probables, como redes de prostitución, esa clase de mal rollo. En cualquier caso, ¿por dónde tenían cogida a Rose Dorrado? Por su necesidad de seguir trabajando, seguramente. Quizás hubiese alguna conexión con las cajas que estaban cargando en la furgoneta, pero la furgoneta se había marchado mientras yo estaba en la planta y no tenía ni idea de cómo seguir su rastro.
Finalmente, puse el coche en marcha y recorrí lentamente la avenida hasta la iglesia de Mount Ararat, en la Noventa y nueve con Houston, sólo una manzana al sur de la casa donde me crié. Me dirigí a la iglesia por la Noventa y uno; no quería volver a ver el árbol destrozado del jardín delantero de mi madre.
En un vecindario donde veinte personas con Biblias y una tienda vacía constituyen una iglesia, no sabía muy bien qué iba a encontrarme, pero el Mount Ararat era lo bastante importante como para tener un edificio de verdad, con un campanario y unas cuantas vidrieras emplomadas. El templo estaba cerrado, pero un cartel en la puerta anunciaba los horarios (miércoles, ensayo del coro; jueves, estudio de la Biblia; viernes, reunión de AA; domingo, catecismo y oficio religioso) junto con los números de teléfono del reverendo Robert Andrés.
El primer número resultó ser el de su casa, donde atendió un contestador automático. El segundo número, para mi sorpresa, me conectó con una empresa constructora. Pregunté por Andrés, un tanto insegura, y me dijeron que estaba fuera, trabajando.
– ¿Se trata de un funeral o algo así?
– Una obra. Trabaja para nosotros tres días a la semana. Si necesita ponerse en contacto con él, puedo darle su número al encargado.
La mujer no quiso indicarme dónde estaba la obra, de modo que le di mi número de móvil. Pocos minutos después, Andrés me llamó. Los ruidos de la obra en su lado de la línea dificultaron nuestra conversación; le costó entender quién era yo y qué quería, pero «Billy el Niño», «Josie Dorrado» y «baloncesto femenino» parecieron llegar a su oído, y me dio la dirección de donde estaba trabajando, en la Ochenta y nueve con Buffalo.
Cuatro casas unifamiliares se alzaban en medio de una larga manzana vacía. Las pequeñas casas que emergían de entre los escombros del barrio presentaban un gallardo optimismo y salpicaban de esperanza el agrisado porvenir de la zona.
Una de las casas parecía casi terminada: un pintor retocaba las molduras y había dos tipos encima del tejado. Saqué un casco del maletero -siempre tengo uno a mano porque visito infinidad de recintos industriales- y me dirigí hacia el pintor de molduras. No apartó la vista de su trabajo hasta que le llamé; al preguntarle por Andrés, señaló con la brocha hacia el edificio contiguo y reanudó su tarea sin decir esta boca es mía.
No había nadie fuera de la segunda casa, pero dentro se oían una sierra eléctrica y voces que gritaban. Me abrí paso entre cañerías oxidadas y trozos de hormigón, restos de lo que hubiese habido antes allí, y me encaramé hasta el hueco donde se colocaría la puerta principal.
Una escalera arrancaba delante de mí; los peldaños parecían recién serrados; los clavos, nuevos y brillantes. Oía martillear con desgana en la siguiente habitación pero opté por seguir el sonido de los gritos que llegaban por la escalera. Me vi rodeada de vigas y viguetas, el esqueleto de la casa. Delante de mí, tres hombres se disponían a colocar en su sitio un tabique de mampostería sin mortero. Se agacharon y corearon en español al unísono la cuenta atrás. Al llegar a «cero» levantaron el tabique para moverlo hacia su emplazamiento. Era un trabajo pesado; reparé en el temblor de sus trapecios pese a tratarse de obreros musculosos. En cuanto el tabique estuvo en pie, otros dos hombres saltaron a los extremos y comenzaron a encajarlo a martillazos. Sólo entonces me aproximé para preguntar por el pastor Andrés.
– Roberto -bramó un obrero-, aquí la señora pregunta por ti.
Andrés atravesó lo que en su debido tiempo sería otro tabique. No lo habría conocido con el casco y el mandil, pero al parecer él me reconoció de nuestro encuentro del martes en el patio de Fly the Flag: en cuanto me vio, giró en redondo y se fue a la otra habitación. Al principio pensé que huía de mí, pero resultó que sólo estaba avisando al capataz que se tomaba una pausa ya que regresó un momento después sin mandil y me indicó por señas que bajásemos la escalera.
Buffalo Avenue estaba relativamente tranquila a media tarde. Una mujer con dos críos venía hacia nosotros empujando un carrito lleno de ropa para lavar, y en la otra esquina, dos hombres discutían acaloradamente. Su equilibrio era tan precario que dudé de que fueran capaces de darse un puñetazo si llegaban a las manos. En South Chicago los ánimos no se caldean de veras hasta que se pone el sol.
– Usted es la detective, me parece, pero no recuerdo cómo se llama.
Cara a cara, Andrés hablaba sin levantar la voz y su acento apenas se notaba.
– V. I. Warshawski. ¿Se dedica a dar consejo espiritual en las obras del barrio, pastor?
Se encogió de hombros.
– Una iglesia pequeña como la mía no puede pagarme un sueldo completo, así que hago trabajos de lampistería para llegar a fin de mes. Jesús era carpintero; estoy contento de seguir sus pasos.
– Estuve en By-Smart ayer por la mañana y asistí al oficio. Su sermón desde luego electrizó a la congregación. ¿Se había propuesto soltar un discurso sobre sindicatos al abuelo de Billy?
Andrés sonrió.
– Si me pusiera a predicar sobre sindicatos, cuando me diese cuenta habría alentado a los piquetes a presentarse en lugares de trabajo como ése. Pero sé que eso es lo que cree el viejo Bysen, y también que el pobre Billy, que sólo quiere hacer el bien, discutió con su familia por culpa de lo que dije. Intenté llamar al abuelo, pero no quiso hablar conmigo.
– ¿Sobre qué predica usted, entonces? -pregunté.
– Sólo sobre lo que dije: que es preciso tratar con respeto a todo el mundo. Pensé que sería un mensaje simple y seguro para esos hombres, pero está claro que me equivoqué. Este barrio sufre mucho, hermana Warshawski. Necesitamos que el Espíritu se derrame sobre nosotros y cubra nuestros huesos con carne y les insufle alma, pero los hijos del hombre deben poner algo de su parte.
Lo dijo en tono coloquial; no estaba rezando ni sermoneándome, sino que decía las cosas tal como las veía.
– De acuerdo. ¿Qué cosas en concreto deberían hacer los hijos e hijas del hombre y la mujer?
Permaneció unos instantes con expresión pensativa.
– Ofrecer empleos a quienes necesitan trabajar -dijo al cabo-. Tratar a los trabajadores con respeto. Pagarles un salario digno. En realidad, es muy sencillo. ¿Por eso ha venido a verme hoy, porque el padre y el abuelo de Billy están buscando tres pies al gato? No he estudiado tanto como para hablar en clave ni con acertijos.
– Ayer por la mañana Billy se sintió muy ofendido por el modo en que su padre y su abuelo le trataron a usted. Decidió no regresar a su casa por la noche. Su padre quiere saber si le ha dado usted cobijo.
– ¿Así que ahora trabaja para la familia Bysen?
Iba a responder que no, y entonces me di cuenta de que sí, estaba trabajando para la familia Bysen. ¿Por qué debía sentirme avergonzada? Si las cosas seguían tal como iban, en cuestión de una década el país entero acabaría trabajando para By-Smart.
– Dije al padre de Billy que trataría de localizarle, en efecto.
Andrés sacudió la cabeza.
– Me parece que si en este momento Billy no quiere hablar con su padre, está en su derecho. Está intentando crecer, verse a sí mismo como un hombre, no como un niño. No causará ningún mal a sus padres que pase unas cuantas noches fuera de casa.
– ¿Está parando en la suya?
Como Andrés se volvió con intención de regresar al trabajo, me apresuré a añadir:
– No se lo diré a la familia si Billy realmente no quiere que se sepa, pero me gustaría oírselo decir en persona. Por otra parte, ellos piensan que ha acudido a usted. Tanto si les digo que no logro encontrarlo como que está a salvo pero que quiere que lo dejen en paz, tienen recursos para complicarle la existencia.
Me miró por encima del hombro y dijo:
– Jesús no tuvo en cuenta las complicaciones cuando decidió seguir su camino hacia la cruz, y hace mucho tiempo prometí que seguiría sus pasos.
– Eso es admirable, pero si envían a la policía de Chicago, al FBI o a un empresa privada de seguridad a derribar su puerta, ¿será lo mejor para Billy o para los fieles de su iglesia, que cuentan con usted?
Eso hizo que se volviera hacia mí con un amago de sonrisa.
– Hermana Warshawski, se le da muy bien el debate, he de reconocerlo. Puede que sepa dónde está Billy y puede que no; lo que si sé es que no puedo decírselo a alguien que trabaja para su padre porque me debo a Billy. Pero a partir de las cinco, si el FBI derriba mi puerta sólo encontrará a mi gato, Lázaro.
– He de hacer un montón de cosas entre ahora mismo y las cinco; no tendré tiempo de llamar a la familia antes de esa hora.
Inclinó la cabeza con un saludo diplomático y echó a caminar hacia la casa. Lo seguí.
– Antes de volver a entrar ahí, ¿podría contarme algo acerca de Fly the Flag? ¿Le explicó Frank Zamar por qué no quiere llamar a la policía para que investigue los sabotajes en su fábrica?
Andrés negó con la cabeza.
– Sería conveniente que se dedicara a entrenar a las chicas del equipo de baloncesto en lugar de entrometerse en esos asuntos.
Fue una bofetada bastante dolorosa.
– Esos asuntos están relacionados directamente con las chicas y su baloncesto, reverendo. Rose Dorrado es miembro de su congregación, así que seguro que conoce su preocupación por quedarse sin empleo. Su hija Josie juega en mi equipo; me llevó a casa de su madre y ésta me pidió que investigara el sabotaje. Como ve, es una historia muy simple.
– South Chicago está lleno de historias simples, y todas empiezan con la pobreza y terminan con la muerte.
Esta vez sí me sonó petulante, no poético o natural; pasé por alto el comentario.
– Y ahora hay algo aún más raro -dije-. Rose ha cogido un segundo empleo, cosa que le impide estar con sus hijos por la tarde. No se trata sólo de que sus hijos la necesitan, sino de que me da la impresión de que la han coaccionado para que coja ese empleo, sea el que sea. Usted es su pastor; ¿no podría averiguar cuál es el problema?
– No puedo obligar a nadie a que me haga confidencias contra su voluntad. Y tiene dos hijas lo bastante mayores para ocuparse de la casa. Ya sé que en el mundo ideal donde usted vive las chicas de quince y dieciséis años deberían contar con la supervisión de sus madres, pero aquí esas chicas se consideran adultas.
Estaba comenzando a hartarme de la gente que se comportaba como si South Chicago fuese un planeta distinto, imposible de comprender para el resto de los mortales.
– Las chicas de quince años no deberían ser madres, vivan en South Chicago o en Barrington Hills. ¿Sabe que a una adolescente que tiene un bebé su capacidad de ganarse la vida se reduce a la mitad? Julia ya tiene un bebé. No creo que ayude mucho a Rose, ni tampoco a Josie, que ésta empiece a vagar por las calles y quede embarazada.
– Es necesario que esas chicas confíen en Jesús y que se mantengan puras hasta el matrimonio.
– Sería estupendo que lo hicieran, pero no lo hacen. Y puesto que usted lo sabe tan bien como yo, sería realmente encomiable que dejara de decirles que no usen anticonceptivos.
Apretó los labios.
– Los hijos son un regalo del Señor -dijo-. Usted cree que hace bien, pero sus ideas vienen de una mala corriente de pensamiento. Es mujer y no está casada, así que no sabe nada sobre estas cuestiones. Concéntrese en enseñar a esas chicas a jugar al baloncesto y no lastime sus almas inmortales. Creo que es mejor…
Se interrumpió para mirar por encima de mi hombro a alguien que estaba detrás de mí. Al volverme vi a un muchacho que caminaba sin prisa hacia nosotros por la calle Noventa y uno. No reconocí su rostro huraño de niño bonito pero había algo en él que me resultó vagamente familiar. Andrés sí que lo conocía, y le gritó algo en español, tan deprisa que no logré comprenderlo, aunque oí que le preguntaba «por qué» y le decía que se marchara. El muchacho miró con resentimiento a Andrés, pero finalmente se encogió de hombros, dio media vuelta y se fue.
– Chavo banda -masculló Andrés en español.
Eso lo entendí de mi época de abogada de oficio, cuando tuve que defender a jóvenes mexicanos rebeldes.
– ¿Ese punki? Lo he visto por ahí, pero no recuerdo dónde. ¿Cómo se llama?
– Su nombre es lo de menos, ya que no es más que eso: un punki de esos que roban en las obras o hacen trabajillos para matones mas importantes. No quiero verle por esta obra, a la que por cierto tengo que volver.
– Dígale a Billy que me llame -grité a sus espaldas-, y que lo haga antes de que termine el día, para que pueda transmitirles el mensaje a sus padres.
Aunque a decir verdad, con el mal humor que me había puesto, me habría encantado ver a la poli derribar la puñetera puerta de Andrés.
Me hizo una seña con la mano que no supe interpretar (¿acuerdo, rechazo?), porque siguió hacia la obra dándome calabazas. Sabía muchas cosas el pastor Andrés, eso por descontado; cosas sobre Billy, sobre los «chavos banda» del barrio, sobre Fly the Flag y, ante todo, sobre el bien y el mal: era mejor por mi bien que me ocupara de mis asuntos, había dicho, que no me entrometiera en nada más, lo cual significaba que sabía por qué Frank Zamar no quería que la policía investigara los sabotajes en su fábrica.
Regresé a mi coche. ¿Tenía que dejarlo correr? Sí, era lo mejor. No tenía tiempo ni ganas de investigarlo. Y quizá, si el pastor no hubiese dicho que era una soltera que no debería saber ni decir nada sobre el sexo, lo habría dejado correr. Tropecé con un trozo de hormigón e hice una especie de pirueta para no caer al suelo.
Ojalá mi español hubiese sido mejor. Se parece al italiano y más o menos podía seguirlo, pero últimamente no hablaba muy a menudo italiano, y tenía ambas lenguas un tanto oxidadas. Una corazonada me decía que Andrés conocía al chavo banda de algo más que de verlo rondar por el barrio; tenía la impresión de que Andrés no había querido que yo le viera en su compañía. La semana siguiente me dedicaría a averiguar quién era aquel chavo.
Aquella tarde, durante el entrenamiento, no conseguí que nadie prestara atención al juego. Josie, en concreto, estaba en ascuas. Supuse que el montón de responsabilidades que su madre le había echado encima la estaba sacando de quicio, pero eso no me hizo que me resultara más fácil trabajar con ella. Puse fin al partidillo veinte minutos antes de lo habitual y aguardé impaciente a que salieran de las duchas para poder marcharme.
Billy el Niño me telefoneó mientras abandonaba la casa de la entrenadora McFarlane. No quiso decirme dónde estaba; de hecho, apenas me dijo nada.
– Pensaba que podía confiar en usted, señora War… shas… ky, pero luego va y se pone a trabajar para mi padre, y para colmo ha ido a molestar al pastor Andrés. Soy adulto, puedo cuidar de mí mismo. Tiene que prometerme que va a dejar de buscarme.
– No puedo hacerlo, Billy. Si no quieres que tu padre sepa dónde estás, supongo que no es pedir demasiado asegurarle que nadie te está reteniendo contra tu voluntad.
Le oí resoplar.
– No me han secuestrado ni nada por el estilo. Y ahora prométamelo.
– Estoy tan harta de todos los Bysen que me parece que pondré un anuncio en el Herald-Star prometiendo no volver a decir jamás a ninguno de ellos nada sobre su propia familia ni sobre ninguna otra cosa.
– ¿Se supone que es una broma? Porque yo no le veo la gracia. Sólo quiero que le diga a mi padre que estoy en casa de unos amigos y que si envía a alguien a buscarme empezaré a llamar a los accionistas.
– ¿A llamar a los accionistas? -repetí sin comprender-. ¿Qué significa eso?
– Usted déle mi mensaje exacto.
– Antes de colgar deberías recordar algo sobre tu teléfono móvil: emite una señal GPS. Una agencia de investigación con más recursos que la mía tendrá el equipo necesario para rastrearlo. Igual que el FBI.
Guardó silencio un momento. De fondo se oían sirenas y el llanto de un bebé: los sonidos del South Side.
– Gracias por el consejo, señora War… shas… ky -dijo finalmente -. Quizá la haya juzgado mal.
– Quizá-dije-. ¿Quieres que…?
Pero colgó sin que pudiera terminar de preguntarle si quería que nos viéramos.
Me detuve junto al bordillo para pasar el mensaje de Billy a su padre. Como era de esperar, el señor William no se puso nada contento y su reacción adoptó la forma de una furiosa intimidación:
– ¿Eso es todo? ¿Se cree que le pago para que me falte al respeto con semejantes mensajes? Quiero ver a mi hijo sin tardanza.
Sin embargo, cuando le dije que me veía obligada a renunciar al encargo, dejó de quejarse sobre el mensaje y me exigió que siguiera trabajando.
– No puedo, señor William; he prometido a Billy que dejaría de buscarlo.
– ¿Y eso qué tiene que ver? -Estaba perplejo-. Ha sido una buena estratagema: ahora no sospechará de usted.
– Le he dado mi palabra, señor William; yo no poseo tres mil tiendas para ir tirando cuando vienen mal dadas. Mi palabra de honor es mi único activo. Si lo pierdo, bueno, para mí sería un desastre mayor que para usted perder todas esas tiendas, porque no tendría ningún capital con el que volver a empezar.
Siguió sin dar muestras de entenderlo: estaba dispuesto a pasar por alto mi insolencia, pero quería ver a su hijo sin más demora.
– Que le den morcilla -mascullé pisando el gas a fondo. Hacia la mitad de Lake Shore Drive, camino de casa de Morrell, decidí desconectarme de todo, de los Bysen, del South Side, incluso de mis clientes de pago y de mi enmarañada vida amorosa. Necesitaba estar a solas, dedicar tiempo a mí misma. Fui a mi apartamento y recogí a los perros. En vista de que Morrell no contestaba al teléfono, le dejé un mensaje en el buzón de voz, dije a un aturullado señor Contreras que regresaría el domingo a última hora y me marché al campo. Terminé en una pensión en Michigan, llevé a los perros a dar paseos de quince kilómetros a orillas del lago, leí una novela de Paula Sharpe. De vez en cuando me preguntaba por Morrell, pero ni siquiera esos pensamientos enturbiaron el placer de mi fin de semana en solitario.