Capítulo 13

La mercenaria

El jueves comenzó temprano, con una llamada de mi servicio de mensajes. Estaba disfrutando de una mañana a solas con Morrell, no había visto a Marcena desde que se apeara del coche poco después del servicio religioso del día anterior. Me había levantado para poner en marcha la fantástica cafetera exprés de Morrell. Hacía piruetas por el salón, contenta de poder brincar desnuda, cuando oí que mi móvil sonaba dentro de mi maletín.

No sé por qué no dejé que sonara; la respuesta pavloviana a la campana, supongo. Christie Weddington, la operadora de mi servicio de mensajes que me conocía desde hacía más tiempo, se sintió con derecho a mostrarse severa.

– Es alguien de la familia Bysen, Vic: ya ha llamado tres veces.

Dejé de bailar.

– Son las siete cincuenta y ocho, Christie. ¿Cuál de los grandes hombres me llama?

Era William Bysen, a quien había rebautizado como «Mamá Oso», emparedado entre Buffalo Bill y Billy el Niño. Me contrariaba aquella interrupción pero me dije que igual eran buenas noticias: señora Warshawski, su temperamento audaz y su brillante propuesta nos han inducido a cortar uno de nuestros billones en cuarenta mil pedazos para el Bertha Palmer.

Christie me dio el número de la oficina de William. Su secretaria, por descontado, ya estaba en su puesto: cuando el cañón comienza a disparar temprano, los subalternos ya están listos para cargarlo.

– ¿Es la señora Warshawski? ¿Lo es? ¿Siempre hace esperar tanto a la gente para devolver una llamada?

No sonó exactamente como un heraldo de buenas nuevas.

– En realidad, señor Bysen, normalmente ando demasiado ocupada como para devolver llamadas de inmediato. ¿Qué ocurre?

– Anoche mi hijo no volvió a casa.

El chico tenía diecinueve, pero me limité a soltar un evasivo «oh» y aguardé.

– Quiero saber dónde está.

– ¿Quiere contratarme para que lo encuentre? Si es así, le enviaré un contrato por fax para que lo firme y después tendré que hacerle un montón de preguntas, cosa que habrá que resolver por teléfono puesto que hoy y mañana tengo la agenda demasiado llena para verle personalmente.

Se mostró desconcertado, y luego me preguntó dónde estaba Billy.

Tenía frío, allí desnuda en medio del salón. Cogí la manta de punto del sofá de Morrell y me la eché por los hombros.

– No lo sé, señor Bysen. Si eso es todo, estoy en una reunión.

– ¿Está con el predicador?

– Señor Bysen, si quiere que me encargue de buscarlo le enviaré un contrato por fax y luego le llamaré con una lista de preguntas. Si lo que quiere es saber si está con el pastor Andrés, le sugiero que llame al pastor.

Por fin, me preguntó por mis tarifas.

– Ciento veinticinco la hora, con un mínimo de cuatro horas, más gastos.

– Si quiere hacer negocios con By-Smart, será mejor que reconsidere sus tarifas.

– ¿Estoy hablando con una grabación? ¿El preocupado padre quiere que negocie mis honorarios? -Solté una carcajada, pero acto seguido pensé que a lo mejor me estaba haciendo una sutil oferta-. ¿Me está diciendo que By-Smart financiará mi programa de baloncesto si reduzco mis honorarios por buscar al chico?

– Es posible que si localiza a Billy estudiemos su propuesta.

– Eso no basta, señor Bysen. Déme su número de fax; le enviaré una copia del contrato; cuando reciba la copia firmada hablaremos.

No estaba seguro de querer ir tan lejos. Colgué y fui a la cocina para conectar la cafetera exprés. El móvil comenzó a sonar mientras cruzaba el pasillo: mi servicio de mensajes, con el número de fax de Bysen. Me detuve en el pequeño dormitorio que hacía las veces de despacho de Morrell y envié un contrato. Esta vez desconecté mi teléfono antes de volver a la cama.

– ¿Quién era tan temprano? Has tardado un montón, ¿debería preocuparme? -inquirió Morrell, arrimándose a mí.

– Pues sí. Ya he conocido a su padre y a su hijo; en cambio, nunca he visto a tu familia pese a que ya hace tres años que estamos juntos.

Me mordió el lóbulo de la oreja.

– Ah, sí, mi hijo, ese asuntillo que tenía intención de contarte… En fin, al menos conoces a mis amigos. ¿Has conocido a los amigos de ese tío?

– Me parece que no tiene ninguno, al menos no tan enrollado como Marcena.

Cuando finalmente llegué a mi oficina, poco antes de las diez, encontré un fax de William esperándome: había firmado el contrato, aunque no sin antes tachar varias condiciones, incluido el mínimo de cuatro horas, y el apartado sobre gastos.

Silbando por lo bajo, le envié un correo electrónico lamentando no poder encargarme del caso, aunque estaría encantada de hablar con ellos en el futuro si necesitaban un detective privado. No es que nunca negocie mis honorarios, pero jamás con una empresa cuyas ventas anuales superan los doscientos mil millones de dólares.

Aprovechando que estaba conectada a Internet, comprobé cómo iban las acciones de By-Smart. Habían caído diez puntos al final de la jornada anterior y aquella mañana ya habían bajado otro. La pregunta sobre si By-Smart iba a abrir sus puertas a los sindicatos se había convertido en el gran titular de última hora de la CNN en primera página. No era de extrañar que estuvieran haciendo rechinar los dientes a propósito de Billy en Rolling Meadows.

Hacia las once, Mamá Oso resolvió que podía satisfacer mis condiciones. Entonces quiso que dejara lo que estuviera haciendo y saliera pitando hacia Rolling Meadows. By-Smart estaba tan acostumbrada al desfile de vendedores que lo ofrecían todo, incluso sus primogénitos, con tal de tener ocasión de hacer negocios con el mismo Belcebú, que el joven señor William realmente era incapaz de asimilar que alguien no quisiera pasar por el aro. Al final, después de una absurda pérdida de tiempo discutiendo, tras haber colgado una vez y amenazado con hacerlo otras dos, contestó a mis preguntas.

No habían visto a Billy desde que abandonara la reunión el día anterior. Según Grobian, Billy fue al almacén, trabajó ocho horas y luego se marchó. Normalmente regresaba a la residencia Bysen de Barrington Hills hacia las siete como muy tarde, pero la noche anterior no apareció, no contestaba a su teléfono móvil, no llamó a su madre. Al levantarse aquella mañana a las seis descubrieron que no había regresado. Fue entonces cuando Mamá Oso me llamó por primera vez. Menos mal que había dejado mi móvil en la sala de estar.

– Tiene diecinueve años, señor Bysen. Casi todos los chavales de su edad asisten a la universidad, si no están trabajando, y aunque vivan en casa de sus padres tienen su propia vida, sus propios amigos. Sus propias novias.

– Billy no es de esa clase de chicos -dijo su padre-. Va al templo, su madre le regaló su propia Biblia y su anillo para sellar sus votos. Nunca saldría con una chica si no tuviera intención de casarse con ella.

Me abstuve de decir que los adolescentes que juran castidad presentan el mismo índice de enfermedades venéreas que los que no lo hacen. En lugar de eso pregunté si Billy había pasado alguna noche fuera de casa en el pasado.

– Por supuesto, cuando ha ido de acampada o a visitar a su tía a California o…

– No, señor Bysen, quiero decir de esta manera, sin avisar a usted o a su madre.

– Por supuesto que no. Billy es muy responsable. Pero nos preocupa la posibilidad de que ese predicador mexicano que ayer estuvo aquí le haya sorbido el seso, y puesto que usted pasa mucho tiempo en South Chicago hemos decidido que sería la persona más indicada para efectuar indagaciones para nosotros.

– ¿Nosotros? -repetí-. ¿Se refiere a usted y su esposa? ¿A usted y sus hermanos? ¿A usted y su padre?

– Hace demasiadas preguntas. Quiero que se ponga a trabajar y lo encuentre cuanto antes.

– Tendré que hablar con su esposa -dije-, así que necesito el número de teléfono de casa, de su despacho, del móvil, me da igual.

Esta petición suscitó comentarios de indignación; estaba trabajando para él, su esposa ya estaba bastante preocupada sin que yo la atosigara.

– Usted no me necesita a mí, lo que necesita es un poli sumiso -espeté-. Seguro que tiene cincuenta o sesenta de ellos esparcidos por la ciudad y los suburbios. Romperé el contrato y se lo haré llegar por mensajero.

Me dio el teléfono de su casa y me dijo que lo llamara a las doce para informarle de las novedades.

– Tengo otros clientes, señor Bysen, que han esperado mucho más tiempo que usted a que los atienda. Si cree que la vida de su hijo corre peligro inminente, lo que necesita es al FBI o a la policía. De lo contrario, le informaré en cuanto sepa algo.

De verdad que detesto trabajar para los poderosos: piensan que son los amos del mundo entero, como solíamos decir en South Chicago, y que eso los convierte en tus amos.

Mientras hablaba con Bysen por teléfono, Morrell me había preparado un capuchino y una pita con us y aceitunas. Me senté a su escritorio y fui comiendo mientras hablaba con la esposa de Bysen. Con una vocecilla casi de niña, Annie Lisa Bysen no me contó nada: sí, claro, Billy tenía amigos, todos del mismo grupo de la iglesia, a veces iban juntos de acampada, pero nunca sin decírselo antes a ella. No, no tenía novia; repitió lo de su afiliación a El Amor Verdadero Espera y lo orgullosos que estaban de Billy después de lo que habían pasado con su hija. No, no sabía por qué no había vuelto a casa, no había hablado con ella, pero su marido creía que estaba con ese predicador de South Chicago. Habían pedido a su propio pastor, Larchmont, que llamara a la iglesia de South Chicago, pero Larchmont aún no había conseguido comunicarse con nadie de allí.

– Seguramente fue una equivocación ese programa de intercambio con las iglesias de las zonas urbanas deprimidas; hay muchos chicos malos que pueden ejercer una mala influencia sobre Billy. Es muy impresionable, muy idealista, pero Papá Bysen quería que Billy fuese a trabajar al almacén. Allí fue donde inició su negocio, y todos los hombres de la familia tienen que pasar por allí. Intenté decirle a William que debíamos dejar que Billy fuese a la universidad, tal como deseaba, pero sería más fácil hablar con las Cataratas del Niágara que lograr que Papá Bysen cambie de parecer, de modo que William ni siquiera lo intentó y envió a Billy allí abajo, y desde entonces todo es el pastor Andrés esto, el pastor Andrés lo otro, como si Billy estuviese citando la mismísima Biblia.

– ¿Y qué hay de su hija, la hermana de Billy? ¿Es posible que ella sepa dónde está?

Una prolongada pausa al otro extremo de la línea.

– Candace… Candace está en Corea. Aunque no fuese tan complicado ponerse en contacto con ella, Billy no lo haría; sabe lo mucho que a William… Lo mucho que a nosotros nos disgustaría.

Deseé disponer de tiempo para coger el coche y plantarme en el coto de los Bysen. Hay tantas cosas que te dice el lenguaje corporal y que te pierdes hablando por teléfono… ¿Realmente creía que su hijo evitaría a su hermana porque lo dijeran sus padres, sobre todo si estaba huyendo de casa? ¿Hacía Annie Lisa todo lo que Papá Bysen decía? ¿O acaso oponía alguna clase de resistencia pasiva?

Intenté conseguir la dirección de correo electrónico de Candace, o un número de teléfono, pero Annie Lisa se negó incluso a darse por enterada de mi petición.

– ¿Qué le ha dicho su cuñada, Jacqui Bysen? ¿Billy habló con ella ayer en el almacén?

– ¿Jacqui? -Annie Lisa repitió el nombre como si le hubiese hablado en chino-. Vaya, no se me había ocurrido preguntarle.

– Ya lo haré yo, señora Bysen.

Anoté los nombres de los dos jóvenes con quienes pensaba que su hijo tenía más amistad, aunque mi impresión era que los Bysen estaban en lo cierto: Papá y Mamá Oso habían insultado a un hombre a quien Billy admiraba, y el Bebé Oso seguramente había corrido a refugiarse a su lado. Si me equivocaba, supuse que tendría que empezar la nada envidiable tarea de tratar de dar con Candace Bysen. También comprobaría los hospitales de la zona porque nunca se sabe, hasta los hijos de los hombres más ricos de Norteamérica sufren accidentes. Anoté todo eso en una serie de fichas ya que había aprendido a bofetadas que no puedo seguir el hilo de tantos detalles valiéndome sólo de la cabeza.

Tenía cosas que hacer en el Loop, en el centro de Chicago, para un par de clientes importantes, pero terminé antes de la una y me fui pronto al South Side. Primero pasé por el almacén para hablar con Patrick Grobian. El y tía Jacqui estaban enfrascados en una conversación sobre ropa de cama; ninguno de los dos había visto a Billy en todo el día.

– Si no fuese un Bysen, lo pondría de patitas en la calle, se lo aseguro -espetó Grobian-. Nadie que quiera trabajar en By-Smart va y viene a su antojo.

Tía Jacqui adoptó la misma expresión maliciosa que le había visto el día anterior durante el revuelo que se había armado en la sesión de plegarias.

– Billy es un santo. Seguro que lo encuentra comiendo chapulines entre las cajas del sótano; siempre nos sermonea a Pat y a mí sobre las condiciones de trabajo que hay aquí.

– ¿Por qué? -pregunté, intentando parecer la persona más ingenua del mundo-. ¿Hay algún problema con las condiciones de trabajo?

– Esto es un almacén -dijo Grobian-, no un convento. Billy no capta la diferencia. Nuestras condiciones de trabajo cumplen todos los requisitos que ha fijado el departamento de seguridad y salud de la Administración.

Lo dejé correr.

– ¿Creen que acudiría a su hermana?

– ¿A Candace? -Jacqui enarcó las perfectamente depiladas cejas-. Nadie acudiría a Candace para nada excepto para un revolcón o cinco pavos de maría.

Me marché mientras ella y Grobian reían con complicidad de semejante agudeza. Tenía que llegar al instituto para el entrenamiento antes de las tres, la hora en que terminaba el turno de Rose. No podía dejar que las chicas me esperaran, y eso significaba que si quería hablar con Rose tendría que ir otra vez a la fábrica.

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