El territorio del búfalo
Don y Morrell se marcharon en cuanto hubieron fregado los platos. Intenté enfrascarme en la lectura de una novela, pero la fatiga y la preocupación por lo que estaba sucediendo, quizás incluso los celos, me impedían concentrarme. Aún tuve menos éxito con la tele.
Paseaba inquieta de un lado a otro, pensando que estaría más cómoda en mi casa, cuando sonó mi móvil. Era el señor William.
– ¡Hola! -dije afablemente, fingiendo que era una llamada social.
– ¿Le ha dicho a Grobian que mi familia la contrató? -inquirió sin más preámbulo.
– Soy incapaz de decir una mentira. Y no lo hice. Usted me contrató hace dos semanas.
– ¡Y la despedí!
– Por favor, señor Bysen: dimití. Le envié una carta certificada y usted me rogó y suplicó que siguiera buscando a Billy. Cuando le dije que no, contrató a mis colegas de Carnifice.
– Sea como fuere.
– ¡Así es como fue! -espeté olvidando la afabilidad.
– Sea como fuere -repitió como si yo no hubiese dicho nada-, necesitamos hablar con usted. Mi esposa y mi madre insisten en participar en cualquier conversación concerniente a Billy, así que tiene que venir a Barrington Hills de inmediato.
– Son ustedes verdaderamente increíbles -dije-. Si tanta necesidad tienen de verme, vayan a mi oficina mañana por la mañana. Todos, los diez. Y tráiganse al mayordomo también; no me importa.
– Esa sugerencia es una estupidez -dijo fríamente-. Tenemos una empresa que dirigir. Esta noche es el único momento.
– Lleva demasiado tiempo viviendo con mujeres subempleadas, Bysen: yo también tengo una empresa que dirigir. Y una vida que vivir. No necesito aplacar su cólera para seguir adelante, de modo que no tengo por qué complacerle cada vez que tiene un capricho a cualquier hora intempestiva del día o de la noche.
Oí unas voces nerviosas de fondo y entonces una mujer se puso al aparato.
– ¿Señora Warshawski? Soy la señora Bysen. Estamos todos tan preocupados por Billy que a veces nos olvidamos de decir las cosas como es debido, pero confío en que no lo tenga en cuenta y venga a hablar con nosotros. De verdad que se lo agradecería muchísimo.
¿Ver a todos los Bysen juntos o quedarme dando vueltas por el piso de Morrell? Al menos en Barrington Hills tendría ocasión de gozar de un buen espectáculo.
Había más de cuarenta y cinco kilómetros desde la casa de Morrell hasta el complejo residencial de los Bysen. Ninguna autovía atraviesa North Shore y tuve que trazar la ruta por carreteras secundarias. Lo único bueno de estas rutas es que resulta más fácil comprobar si te siguen. Al principio pensé que no había moros en la costa, pero al cabo de unos seis kilómetros me di cuenta de que mis perseguidores usaban dos coches que iban alternando cada pocas manzanas. A no ser que quisieran matarme, eran más irritantes que otra cosa, pero aun así intenté despistarlos en un par de ocasiones, desviándome bruscamente de las arterias principales para meterme en calles sin salida de urbanizaciones burguesas.
Las farolas estaban prohibidas en Barrington Hills: era una especie de gran reserva natural privada con lagos y senderos serpenteantes. En aquella noche sin luna me resultó especialmente difícil encontrar mi camino ya que la presencia de mis perseguidores me impedía bajar del coche para comprobar los nombres de las calles. Me detuve en la verja de la residencia con los nervios a flor de piel. El coche que llevaba delante siguió por la carretera, pero el que iba detrás se paró en el arcén, quedando fuera del campo visual de la garita de vigilancia.
La finca estaba cercada por un vallado de hierro muy alto y la entrada se cerraba con una verja corredera. Fui derecha a la garita, dije al vigilante que era detective, que el señor Bysen me había hablado de su nieto desaparecido y que quería que lo informara en persona. El vigilante llamó a la residencia, habló con varias personas y finalmente me dijo, asombrado, que, en efecto, era cierto que el señor Bysen deseaba verme. Me explicó cómo encontrar la casa de Buffalo Bill, aunque desde luego no le llamó así, y accionó la apertura de la verja para franquearme la entrada.
Barrington Hills está salpicado de lagos, lagos de verdad, no creados por el hombre, y las casas de los Bysen estaban diseminadas en torno a uno lo bastante grande como para contar con un embarcadero y varios veleros. Aparte de las casas de tres de los cuatro hijos, de la de una de sus hijas, las de sus familias y la de Buffalo Bill, mis pesquisas me habían revelado que Linus Rankin, abogado de la corporación, y otros dos directivos de la empresa también tenían una casa en la finca.
El camino estaba flanqueado por discretos faroles para que las familias pudieran orientarse de noche; incluso con aquella iluminación tan tenue, advertí que las casas eran mastodónticas, como si dispusieran de espacio suficiente para albergar a todo el pasaje de un barco de crucero en caso de que naufragara en el lago.
Hacia la mitad del camino que circundaba el lago, más o menos frente a de la garita de vigilancia de la otra orilla, se alzaba la mansión de Buffalo Bill. Enfilé la avenida circular alumbrada por faroles de carruaje. Había un Hummer y dos deportivos aparcados a un lado; estacioné detrás de ellos y subí una breve escalinata para llamar al timbre.
Un mayordomo de frac abrió la puerta.
– La familia está tomando café en el salón. Enseguida la anuncio.
Me condujo por un largo pasillo a un paso lo bastante solemne como para contemplar el entorno. El pasillo era como una incisión a lo largo de toda la casa, con salones, un invernadero, una sala de música y quién sabe qué más abriéndose a ambos lados. Los mismos tonos dorados que había visto en el edificio de la oficina central dominaban en la decoración. Somos ricos, proclamaban los brocados que tapizaban las paredes, convertimos en oro todo lo que tocamos.
El señor William vino a mi encuentro a grandes zancadas. Mis esfuerzos por entablar una conversación trivial, admirando la sala de música, los maestros holandeses de una de las paredes, el tiempo que debía de tardar para ir a trabajar a South Chicago, sólo consiguieron hacerle fruncir tanto los labios que al final parecían dos pecas redondas.
– Debería tocar la trompeta -dije-. De la manera en que aprieta los labios, esos músculos le darían una embouchure realmente fuerte. O a lo mejor ya la toca, una de esas estupendas trompetas By-Smart de veinte dólares con lecciones en CD.
– Sí, todos los informes que me han preparado sobre usted dicen que se cree muy graciosa, pero eso es una desventaja en su negocio -dijo el señor William con fría formalidad.
– ¡Caramba! ¿Ha gastado un buen dinero de By-Smart para encargar informes sobre mí? Eso hace que me sienta superimportante.
Oí que mi voz subía media octava; mi gorjeo de animadora.
Antes de que nuestro intercambio de agudezas fuese a más, la secretaria personal del Búfalo, Mildred, vino taconeando hacia nosotros por el pasillo con zapatos de cocodrilo de alto tacón. De modo que realmente no se separaba nunca de Buffalo Bill. ¿Qué pensaría la señora Bysen sobre el hecho de que la secretaria personal de su marido, después del trabajo continuara acompañándolo en casa?
– El señor Bysen y el señor William recibirán a esta señora en el estudio del señor Bysen, Sneedham -dijo Mildred al mayordomo evitando mirarme.
La señora Bysen salió de una habitación cercana y se puso al lado de Mildred. Llevaba los canosos rizos tan bien peinados y recogidos como el domingo en la iglesia, su vestido verde de seda cruda estaba tan liso como si unas manos invisibles lo plancharan cada vez que se sentaba. Pero dentro de tan formal atuendo, su semblante mostraba la bondad que había observado en ella el domingo, salvo que en su casa poseía una seguridad en sí misma de la que había carecido en el oficio del Mount Ararat.
– Gracias, Mildred, pero si Bill va a hablar con una detective acerca de mi nieto, quiero estar presente. Annie Lisa quizá también quiera oír su informe.
Parecía dudar, como si Annie Lisa pudiera no estar lo bastante sobria, o quizá lo bastante interesada, para participar en nuestra reunión.
– Bill no me ha dicho que estaba trabajando con una señorita detective, pero quizás una mujer será más comprensiva con mi nieto que los de esa empresa que vinieron ayer. ¿Tiene noticias de Billy?
Me miró con firmeza; aunque fuese bondadosa, sabía lo que quería y cómo manifestarlo.
– Me temo que no traigo novedades, señora, o en todo caso sólo negativas: sé que no está con el pastor Andrés ni con la mejor amiga de Josie Dorrado, y sé que la familia de Josie está atormentada por la angustia: no tienen ni idea de dónde pueden estar los dos. A lo mejor usted podría ayudarme a entender por qué se escapó Billy, para empezar. Si tuviera algo a lo que cogerme, quizá me ayudaría a encontrarlo.
Asintió con la cabeza.
– Sneedham, me parece que necesitamos a Annie Lisa y a Jacqui. Dudo de que Gary y Roger tengan gran cosa que añadir. ¿Le apetece un café, señorita War…? Me temo que no he retenido bien su nombre -hizo una pausa mientras se lo repetía-. Sí, señorita Warshawski. En esta casa no servimos alcohol pero puedo ofrecerle un refresco.
Dije que el café me iba bien y Sneedham fue en busca de las ovejas para llevarlas al redil. Seguí a la señora Bysen hasta el final del pasillo, que daba a una estancia con el suelo hundido y cubierto por una gruesa y tupida alfombra dorada. El inmenso mobiliario, apropiado para un castillo medieval y tapizado con ricos damascos, recargaba el ambiente del salón. Pesados cortinajes del mismo damasco cerraban las ventanas.
Mildred se encargó de acercar dos sillas, ardua tarea teniendo en cuenta su tamaño y el grosor de la alfombra. William no se molestó en echarle una mano: en realidad no era miembro de la familia, sólo el más leal de sus criados.
Mientras aguardábamos al resto de la familia, la señora Bysen me preguntó hasta qué punto conocía yo a Billy. Le contesté sinceramente, su rostro parecía exigir sinceridad, al menos por mi parte, que sólo le había visto unas cuantas veces, que me parecía un joven formal e idealista, y que a menudo la citaba a ella como su más importante maestra. Se mostró complacida pero no agregó nada.
Al cabo de unos minutos, entró Jacqui; se había cambiado la revoloteante falda marrón topo por un vestido negro con cinturón, largo hasta el suelo. No era un traje de noche, sólo un elegante vestido de cachemira para andar por casa.
Otra mujer entró a trompicones detrás de Jacqui. Tenía las mismas pecas que Billy, o mejor dicho, las de Billy eran como las de ella. Los rizos de color caoba que llevaba muy cortos enmarcaban su rostro como el pelo de un caniche sin cepillar. Así que aquélla era Annie Lisa, la madre de Billy. Una mujer de más edad, recubierta de seda morada, rodeó con el brazo a Annie Lisa mientras vadeaban la tupida alfombra. No fuimos presentadas, pero supuse que sería la esposa del abogado de la empresa, Linus Rankin, puesto que éste llegó poco después.
Sabía por mi base de datos que la madre de Billy tenía cuarenta y ocho años, aunque más bien parecía una colegiala por su modo de andar vacilante, casi de potrillo. Miró a su alrededor con la perplejidad en la cara como si no supiera por qué estaba en este planeta, y mucho menos en aquel lugar en concreto. Cuando crucé la habitación para ir a saludarla, su marido se puso de inmediato a su lado como si quisiera impedir que hablara conmigo. La agarró del codo y prácticamente la llevó en volandas hasta un sillón lo más alejado posible del centro del salón.
Cuando todos se hubieron acomodado y Sneedham hubo servido un café aguado, Buffalo Bill entró en estampida usando el bastón con empuñadura de plata como un palo de esquí para impulsarse a través de la tupida alfombra. Fue derecho al sillón más pesado de los que Mildred había movido; ella ocupó el de su izquierda. La señora Bysen se sentó en un sofá y dio unas palmadas al cojín que había a su lado para indicarme mi sitio.
– ¿Y bien, jovencita? Ha entrado sin autorización en mi almacén para espiarme, así que más vale que tenga una buena explicación de lo que se trae entre manos.
Buffalo Bill me fulminó con la mirada y resopló con tanta fuerza que se le hincharon los mofletes.
Me recosté contra los mullidos cojines, pero el sofá era tan grande que no resultaba muy cómodo.
– Tenemos mucho de que hablar. Comencemos por Billy. Algo ocurrió en la empresa que lo disgustó tanto que pensaba que no podía hablar acerca de ello con nadie de la familia. ¿Qué fue?
– Fue al contrario, detective -dijo el señor William-. Usted estaba presente el día que Billy trajo a ese predicador absurdo a nuestras oficinas. Pasamos días tratando de suavizar…
– Sí, sí, todos sabemos eso -interrumpió Buffalo Bill a su hijo con su proverbial impaciencia-. ¿Le dijiste algo, William, que lo empujara a escaparse?
– Por el amor de Dios, padre, te comportas como si Billy fuese más delicado que las rosas de madre. Se lo toma todo demasiado a pecho, pero sabe cómo dirigimos nuestro negocio; después de cinco meses en el almacén, lo habrá visto todo. Sólo desde que está dominado por ese predicador ha comenzado a hacer cosas raras.
– Es esa chica mexicana, en realidad -dijo tía Jacqui. Estaba sentada con las piernas cruzadas en un escabel bordado; la falda del vestido largo se le abría hasta encima de las rodillas-. Está enamorado, o cree que lo está, y eso hace que se imagine que entiende el mundo desde la perspectiva de ella.
– Se ofendió mucho cuando descubrió que Pat Grobian le había estado espiando en el almacén y pasándole informes a usted, señor William -dije-. El domingo por la tarde fue al almacén para enfrentarse a él. Grobian dice que le consta que Billy vació su taquilla el lunes, pero no le vio entonces. Usted también estuvo allí el lunes, señor William, pero dice que tampoco vio a su hijo.
– ¿Qué estabas haciendo en el almacén? -inquirió Buffalo Bill agachando la cabeza hacia su hijo-. No sabía nada hasta ahora. ¿No tienes suficiente que hacer sin meterte en el terreno de Gary?
Reconstruí mentalmente el árbol genealógico de los Bysen que había visto en la base de datos de la policía; era difícil seguir el rastro a todos los Bysen. Gary era el marido de tía Jacqui; supuse que estaba al frente de los asuntos internos.
– Billy ha estado comportándose de un modo tan extraño que quise comprobar en persona qué le ocurría. Es mi hijo, padre, aunque te deleites tanto en desautorizarme que…
– William, no es momento para hablar de eso -dijo su madre-. Todos estamos muy preocupados por Billy y no va a servirnos de nada que nos ataquemos unos a otros. Quiero saber qué podemos hacer para ayudar a la señorita Warshawski a encontrarlo, puesto que tu gran agencia no lo ha conseguido. Sé que siguieron la pista de su coche y su móvil pero que se había deshecho de ellos. ¿Sabe por qué lo hizo, señorita Warshawski?
– No puedo decirlo a ciencia cierta, pero sin duda Billy se enteró de que eran fáciles de rastrear y todo indica que estaba resuelto a desaparecer.
– ¿Piensa que esa niña mexicana lo ha convencido para casarse en secreto? -preguntó.
– Señora, Josie Dorrado es una chica estadounidense. Y no sé de ningún estado donde sea legal el matrimonio de una adolescente de quince años. Incluso con dieciséis se necesita el consentimiento por escrito del tutor, y la madre de Josie tampoco ve con buenos ojos esta relación; piensa que Billy es un chico anglo, rico e irresponsable que dejará embarazada a su hija y luego la abandonará.
– ¡Billy jamás haría algo así! -exclamó la señora Bysen, impresionada.
– Tal vez no, señora, pero la señora Dorrado conoce tan poco a su nieto como usted a su hija. -Observé cómo le mudaba el semblante al asimilar esta idea antes de dirigirme a su marido-. Según parece, Billy tiene, o se llevó, ciertos documentos que su hijo arde en deseos de recuperar. El señor William trató de quitarle hierro al asunto cuando hemos hablado esta tarde, pero el lunes por la noche fue a registrar el apartamento de los Dorrado. ¿Qué echan de menos que sea…?
– ¡Qué! -explotó Buffalo Bill dirigiéndose a su hijo-. Como si no bastara con que el chico se haya esfumado, ¿ahora vas y lo acusas de robar? ¿A tu propio hijo? ¿Qué es lo que has perdido para que ahora le eches las culpas a él?
– Nadie piensa que haya robado nada, papá Bill -terció enseguida tía Jacqui-. Pero ya sabes que una de las tareas de Billy en el almacén es clasificar los faxes que llegan. Según parece, pensó que cierta información sobre nuestra planta de Matagalpa en Nicaragua significaba más de lo que era en realidad, y se llevó el fax consigo hace un par de semanas. Pensamos que quizá lo había cogido para dárselo al pastor mexicano, pero resulta que nadie de allí abajo lo tiene.
Se mostró tan segura de esto último que supuse que habían hecho que los sabuesos de Carnifice registraran los domicilios de todo el mundo; no sólo el ligero repaso que William había dado en el apartamento de los Dorrado el lunes por la noche. De modo que seguramente era Carnifice quien había entrado en casa de Morrell aquella misma mañana. ¿Pensaban que Marcena tenía los faxes de Nicaragua, o en realidad buscaban algo más?
– Señor Bysen -le dije al Búfalo-, sabrá que Bron Czernin fue asesinado el lunes por la noche mientras conducía para…
– No está claro que estuviera trabajando cuando lo mataron -dijo William frunciendo el ceño.
– ¿Cómo dice? -exclamé-. ¿Tiene intención de fingir que no estaba conduciendo el lunes por la noche para poder denegarle la indemnización a su familia? ¡El propio Grobian tiene el registro de dónde estuvo Bron con su camión!
– El camión ha desaparecido. Y ahora sabemos que estaba tonteando con esa tal Love, lo cual significa que estaba fuera del horario de By-Smart en lo que a nosotros concierne. Si la familia quiere recurrir a los tribunales, que lo haga, pero a la viuda le resultará muy desagradable que se revelen los pormenores de la vida extramatrimonial de su marido.
– Pero su abogado no se ofenderá lo más mínimo -dije con suma frialdad-. La representará Freeman Cárter.
Freeman es mi abogado. Si le garantizaba sus honorarios, quizás estaría dispuesto a querellarse contra By-Smart; nunca se sabía.
Linus Rankin, el letrado de la firma, conocía el nombre de Freeman. Dijo que si Sandra pudiera permitirse pagar a Freeman no necesitaría el dinero de la indemnización ni su trabajo de cajera.
Noté que estaba montando en cólera, era como una infección de la sangre que comenzaba en los dedos de los pies e iba inundando todo mi cuerpo.
– ¿Por qué les duele tanto pagar a Sandra Czernin su legítima indemnización? Un cuarto de millón de dólares no alcanzaría para pagar los coches que tienen aparcados ahí fuera, por no mencionar esta inmensa finca. La señora Czernin tiene una hija gravemente enferma y su empresa le ha denegado el seguro médico al hacer que su horario no alcance por muy poco las cuarenta horas semanales. Y se consideran cristianos.
– ¡Basta! -rugió Buffalo Bill-. Me acuerdo de usted, jovencita, intentó presentar una locura de argumento sobre que cincuenta mil dólares no significan nada para la empresa y ahora me viene con que un cuarto de millón no significa nada para nosotros. He trabajado por cada céntimo que tengo, y esa tal Czernin puede hacer lo mismo.
– Sí, Bill, por supuesto -dijo su esposa-. Que todos nos enfademos por eso esta noche no va a ayudar a encontrar a Billy. ¿Alguna cosa más, señorita Warshawski?
Tomé un sorbo de café, que ahora estaba frío además de aguado. No soy millonaria, pero jamás serviría semejante brebaje a una visita.
– Gracias, señora Bysen. Marcena Love, que fue encontrada con Bron Czernin ayer por la mañana, visitó a su marido varias veces. Estaba haciendo una serie de reportajes sobre South Chicago para un periódico inglés. Quiero saber de qué hablaron ella y su marido para ver si hubo algo inusual, incluso ilegal, que hubiese visto en el South Side. Podría explicar por qué la atacaron.
– ¿Qué tiene que ver eso con Billy? -dijo la señora Bysen.
– No lo sé. Pero estaba en el coche de su nieto cuando se salió de la calzada debajo de la Skyway. Están relacionados de alguna manera.
La señora Bysen se volvió hacia su marido y le pidió que refiriera sus encuentros con Marcena. No obstante, pese a los discretos recordatorios de Mildred, parecía que sólo habían hablado sobre la Segunda Guerra Mundial y su gloriosa carrera en las fuerzas aéreas.
Estaba cansada, cansada de la discusión, de los Bysen, del pesado mobiliario, y cuando la señora Bysen anunció que ya habíamos conversado bastante estuve tan contenta como su hijo de dar por concluida la velada. William fue a recoger a su esposa diciendo con brusquedad a su madre que Annie Lisa ya debería estar en la cama. Jacqui se fue con ellos. Mientras Mildred y Linus Rankin consultaban con Buffalo Bill, pregunté a la señora Bysen si sus detectives habían registrado la habitación de Billy.
– Su habitación, su ordenador, sus libros. Pobre chico, se esfuerza mucho por llevar una vida cristiana, y no siempre es fácil hacerlo, ni siquiera en una familia cristiana. Estoy orgullosa de él, aunque debo confesar que me duele que no haya recurrido a mí. Debería saber que haría cualquier cosa por ayudarlo.
– Ahora mismo está confundido -dije-. Confundido y enojado. Se siente traicionado en algo fundamental. No me contó nada al respecto, pero me pregunto si Billy piensa que usted le dijo al señor Bysen alguna cosa que le hubiera confiado a usted.
Hizo ademán de ir a protestar pero entonces sonrió resignada.
– Quizá lo hice, señora Warshawski, quizá lo hice. Bill y yo llevamos sesenta años casados; no puedes cambiar toda una vida de confianza mutua. Pero Bill, pese a su rudeza al hablar y sus duras medidas comerciales, es un hombre justo y bueno. Espero que Billy no lo haya olvidado.
Salió conmigo al pasillo, donde su hijo Gary aguardaba con Jacqui. Cuando los mandó en busca de Sneedham para que me acompañara al coche, le pregunté si había una entrada trasera en la finca.
– Los detectives de su hijo me están siguiendo y me gustaría irme sola a casa, si pudiera.
Ladeó la cabeza sin que se le moviera un rizo, pero su rostro mostró un ligero matiz de picardía.
– Son un poco torpes esos hombres, ¿verdad? Hay una entrada de servicio detrás de la casa; la llevará derecha a Silverwood Lane. Abriré el cerrojo desde la cocina, pero tendrá que bajar del coche para abrir la verja. Por favor, ciérrela cuando haya salido; el cerrojo es automático.
Al ver que el mayordomo venía hacia nosotras, de improviso tomó mis manos entre las suyas.
– Señorita Warshawski, si tiene alguna idea de dónde puede estar mi nieto, le ruego que me lo diga. Billy, para mí es… le quiero mucho. Tengo un número de teléfono privado para hablar con mi marido y mis hijos; puede usarlo para llamarme.
Me observó con inquietud hasta que hube anotado el número en mi agenda de bolsillo y luego me dejó en manos del mayordomo.