Capítulo 21

Un búfalo suelto en la iglesia

Una docena de niños vestidos de blanco y azul marino, con pantalones ellos, con faldas ellas, ejecutaban un baile sincronizado por el pasillo cuando entré discretamente en el Mount Ararat a la mañana siguiente. Según decía el tablero de anuncios de la fachada, el oficio religioso comenzaba oficialmente a las diez. Eran cerca de las once. Había llegado tarde a propósito, confiando en que faltara poco para el final; no obstante, parecía que el servicio acababa de comenzar.

Había acompañado a Morrell a su casa en Evanston antes de ir a la iglesia; me dijo que se había quedado conmigo en Chicago porque pensaba que la herida del hombro iba a dejarme fuera de circulación, no por el gusto de hibernar con el señor Contreras y los perros. Entendí su punto de vista pero, aun así, me sentí abandonada; lo dejé en la portería y no entré. Si Marcena estaba acurrucada delante del televisor, que así fuera.

Mientras conducía hacia el sur comenzó a nevar. Para cuando llegué a la iglesia, una fina capa de nieve cubría el suelo, aunque faltaban dos semanas para el día de Acción de Gracias. El año estaba tocando a su fin, el cielo pesaba como exhortándome a que me echara a dormir el invierno entero. Aparqué en la calle Noventa y uno y corrí hacia el interior de la iglesia. Había decidido que el Mount Ararat merecía, o mejor exigía, una falda, y el aire frío me azotaba las medias y me subía por los muslos.

En cuanto crucé la puerta me detuve para orientarme. Dentro del edificio hacía calor y me recibió un apabullante aluvión de sonido y movimiento. Los niños que bailaban no eran los únicos que ocupaban los pasillos, sólo los únicos que hacían algo organizado; mientras observaba, algunas personas saltaban por el pasillo con un brazo en alto y permanecían allí un rato antes de regresar a su banco.

Los niños llevaban camisetas blancas de manga larga con lenguas rojas de fuego en el pecho y la leyenda «Tropa del Mount Ararat marchando por Jesús» en la espalda. Su número consistía en dar patadas, palmas y pisotones con más ganas que destreza, pero la congregación los aplaudía y les infundía ánimo a gritos. Una banda eléctrica los acompañaba: armonio, guitarra y batería.

La directora del coro, una imponente mujer con una túnica escarlata, cantaba y bailaba con una energía sorprendente. Evolucionaba entre la congregación y el borde de una tarima alta donde el coro y los ministros compartían espacio con la banda. Tanto su micrófono como los de la banda estaban a un volumen tan alto que me resultaba imposible entender sus palabras y mucho menos saber en qué idioma cantaba.

Detrás de ella había unos sillones de madera dispuestos en dos semicírculos. En medio del primer círculo estaba el pastor Andrés, que lucía una túnica azul marino con una estola azul celeste. Otros cinco hombres ocupaban los asientos contiguos, incluido uno muy anciano, calvo y con el cuello delgado, que permanecía con la cabeza gacha.

El coro, colocado en dos filas muy apretujadas detrás de los oficiantes, cantaba junto con la directora, tocando panderetas y girando según les indicara su espíritu. Con tanto agitar brazos y tanto dar vueltas costaba lo suyo fijarse en los rostros de cada uno.

Por fin divisé a Billy en la fila de atrás. Quedaba prácticamente oculto a la vista, en parte por el lío de cables eléctricos que serpenteaba entre los micrófonos que había delante del ministro y la banda, en parte por una mujer inmensa que se movía con tanto fervor delante de él que el chico sólo aparecía a intervalos; un poco como la luna asomando detrás de un nubarrón. Era el único miembro del coro que permanecía quieto, y eso lo hacía destacar.

Reconocer a Josie me costó mucho menos, ya que estaba en un extremo de la primera fila del coro. Tenía el delgado rostro encendido y agitaba la pandereta con un desenfreno que nunca mostraba jugando al baloncesto.

Busqué entre el coro y la congregación a otras jugadoras del equipo. La única a quien vi fue a Sancia, mi pívot, situada en los últimos bancos de la iglesia, con sus dos hijos, su madre y sus hermanas. Sancia miraba al frente con expresión ausente, y me dio la impresión de que no había reparado en mí.

Cuando me senté en un banco del lado derecho, una mujer esbelta con un traje negro se volvió para estrecharme la mano y darme la bienvenida. Otra mujer se acercó desde la entrada para entregarme un programa y un sobre de ofrendas, y también para decirme lo bienvenida que era allí.

– ¿Es la primera vez que viene, hermana? -preguntó con marcado acento latino.

Asentí y le dije cómo me llamaba.

– Soy entrenadora de baloncesto en el Bertha Palmer. Algunas chicas del equipo vienen aquí.

– Ah, estupendo, estupendo, hermana Warshawski, está ayudando mucho a esas chicas. Todos le estamos muy agradecidos.

En pocos minutos había corrido la voz de mi presencia allí. No se oía murmurar a causa de la música, pero la gente se daba codazos y volvía la cabeza: a la entrenadora le importaban lo bastante las niñas como para acudir a su iglesia. A Sancia y a su familia les llegó el rumor y la primera se volvió, perpleja de verme allí, fuera de contexto. Esbozó una sonrisa al advertir que estaba mirándola.

También vi a Rose Dorrado volviéndose en un banco del otro lado del pasillo para mirarme. Le sonreí y saludé con la mano; apretó los labios y volvió a mirar al frente, estrechando a sus dos hijos pequeños.

Me impresionó constatar cuánto había cambiado el aspecto de Rose. Siempre la había visto muy bien arreglada y con buen porte, e incluso cuando se enojó conmigo su semblante estaba lleno de vida. Ese día apenas se había molestado en peinarse y tenía la cabeza hundida entre los hombros como una tortuga. El desastre de Fly the Flag la había dejado deshecha.

Los niños que desfilaban pisando fuerte por Jesús terminaron su número y se sentaron delante del coro, en una fila de sillas plegables. A continuación se levantó el anciano de la inclinada cabeza calva y recitó una trémula oración en español, puntuada por enfáticos acordes del armonio y los «amén» de la congregación. Aunque usaba micrófono, su voz era tan temblorosa que sólo capté algunas palabras sueltas.

Cuando finalmente se sentó, hubo otro cántico y dos mujeres pasaron entre los feligreses con cestas para la colecta. Puse un billete de veinte y las mujeres me miraron consternadas.

– No podemos dar cambio ahora mismo -dijo una de ellas, preocupada-. ¿Confiaría en nosotras hasta el final del servicio?

– ¿Cambio? -dije pasmada-. No tienen que darme nada.

Me lo agradecieron repetidamente; la mujer que estaba delante de mí, la que me había dado la bienvenida, se volvió y, una vez más, informó acerca de mí a las personas que tenía a su lado. Me puse colorada. No había querido presumir; sencillamente no me había detenido a pensar en lo auténticamente pobres que debían de ser todos los presentes en la iglesia. Quizá quienes opinaban que ya no entendía cómo era el South Side llevasen razón.

Después de la colecta y de otro cántico, Andrés comenzó su sermón. Habló en español, pero tan despacio y con palabras tan sencillas que pude seguir buena parte de su parlamento. Leyó un pasaje de la Biblia sobre un peón que merecía su salario; pesqué las palabras «digno» y «salario», y supuse que «peón», palabra que desconocía en español, debía de significar trabajador. Después se puso a hablar de los criminales que había entre nosotros, criminales que nos robaban los empleos y destruían nuestras fábricas. Me figuré que aludía al incendio de Fly the Flag. El armonio empezó a tocar un insistente ritmo de fondo para el sermón, con lo cual me resultó más difícil entenderlo, pero pensé que Andrés transmitía un mensaje de coraje a personas cuyas vidas habían sido truncadas por criminales «de nuestro entorno».

Coraje, sí, supongo que uno necesitaba coraje para no acabar arrollado por las ruedas del sufrimiento que asolaba el barrio, pero Rose Dorrado tenía coraje de sobra; lo que necesitaba era un empleo. Al reflexionar en la carga que soportaba, en todos aquellos niños y en la fábrica cerrada, sentí todo su peso sobre mis propios hombros.

Los feligreses participaban activamente en el sermón gritando «amén» o «sí, señor», lo que al principio tomé por una afirmación dirigida a Andrés, hasta que caí en la cuenta de que se dirigían a Dios. Había quien se ponía de pie en los bancos o saltaba a los pasillos señalando al cielo con la mano; otros gritaban versículos de la Biblia.

Cuando el sermón ya se había prolongado por espacio de veinte minutos, comenzó a aburrirme. Sentía el banco de madera a través del abrigo, el suéter de punto me apretaba el hombro y los huesos de la pelvis me empezaron a doler. Me sorprendí deseando que el Espíritu me impulsara a ponerme de pie.

Eran casi las doce; estaba pensando que hubiera sido una buena idea llevarme una novela, cuando advertí que la gente se volvía en los bancos para mirar a otro recién llegado. También yo volví la cabeza.

Para mi asombro, vi a Buffalo Bill, bastón en mano, avanzando con decisión por el pasillo. El señor William iba detrás de él, del brazo de una anciana con abrigo de pieles. A pesar del abrigo y de los pendientes de diamantes, presentaba el aspecto de una viejecita dulce y afable. Tenía que ser May Irene Bysen, la abuela que había enseñado a Billy sus modales y su fe. En ese momento parecía un poco apabullada, y hasta asustada, por el ruido y el entorno desconocido, pero miraba alrededor, tal como había hecho yo, tratando de localizar a su nieto.

Cerraba la comitiva la tía Jacqui, del brazo de tío Gary. En lugar de abrigo, Jacqui llevaba una especie de cárdigan hasta los muslos con mangas murciélago. Quizás había optado por las botas altas por encima de las rodillas y los leotardos gruesos para cerrar la brecha entre su minifalda y la indignación de su suegra o de Buffalo Bill. El efecto, el atuendo era lo bastante llamativo como para interrumpir la excitación de los feligreses ahora que el discurso de Andrés se aproximaba al clímax.

Un cuarto hombre, corpulento y con toda la pinta de un policía retirado, avanzaba cerrando el cortejo. El guardaespaldas de Buffalo Bill, supuse. Me pregunté si habrían conducido ellos mismos o si habían dejado a alguien en el Bentley. Quizá tuvieran un vehículo diferente para ir a South Chicago, un blindado o algo por el estilo.

Bysen no reparó en mí mientras apartaba a la concurrencia por el pasillo. Encontró un banco parcialmente vacío en las primeras filas. Sin volverse para comprobar que su esposa e hijos le siguieran, tomó asiento, apoyó las manos en las rodillas y fulminó a Andrés con la mirada. Jacqui y Gary encontraron sitio detrás de Buffalo Bill, pero el señor William acomodó a su madre al lado de su padre. El guardaespaldas tomó posiciones contra la pared que había al otro lado del banco, desde donde podría vigilar, o intentar vigilar, a la multitud.

El pastor Andrés no titubeó. De hecho, con todo el jaleo de los pasillos, la gente que se sentaba y se ponía de pie, que bailaba, que invocaba a Jesús, quizá ni siquiera reparase en la llegada de los Bysen. Su sermón estaba cobrando fervor.

– «Si hay un criminal entre nosotros, si él es suficientemente fuerte para dar un paso adelante y confesar sus pecados a Jesús, los brazos de Jesús lo sostendrán…»

Andrés parecía el profeta Isaías, la voz tonante, el brillo de los ojos. La congregación respondió con una ola de éxtasis tan fuerte que me arrastró consigo. Repitió su llamamiento, con un vozarrón tan exultante que hasta yo pude seguirlo:

– Si hay un criminal entre nosotros, si es lo bastante fuerte como para salir y confesar sus pecados a Jesús, los brazos de Jesús serán lo bastante fuertes para sostenerlo. Jesús lo llevará adelante. Venid a mí, vosotros que trabajáis duro y soportáis pesadas cargas, éstas son las palabras que dijo el Salvador. Todos los que trabajáis duro y soportáis pesadas cargas, deshaceos de esos yugos, ¡entregádselos a Jesús, dádselos a Jesús, venid a Jesús!

– ¡Venid a Jesús! -gritaba la congregación-. ¡Venid a Jesús!

El armonio tocaba acordes más fuertes, insistentes, apremiantes, y una mujer salió al frente trastabillando. Se arrojó a los pies de Andrés, sollozando. Los hombres sentados con él se levantaron y extendieron las manos sobre su cabeza, rezando en voz alta. Otra mujer fue dando traspiés pasillo arriba y se desplomó al lado de la primera, y, al cabo de un momento, un hombre se sumó a ellas. La banda eléctrica hacía retumbar algo semejante a un ritmo de discoteca y el coro cantaba, se balanceaba, gritaba. Hasta Billy se había puesto en movimiento. Y la congregación seguía clamando:

– ¡Venid a Jesús! ¡Venid a Jesús!

Me palpitaba el pecho de intensa emoción. Estaba sudando y apenas podía respirar. Justo cuando pensé que no iba a soportarlo más, una mujer se desmayó en el pasillo. Con la cabeza dándome vueltas, me incorporé para ir en su ayuda, pero dos mujeres con uniforme de enfermera corrieron a su lado. Le pusieron debajo de la nariz un frasco de sales y, cuando fue capaz de sentarse, la acompañaron a la parte trasera de la iglesia y la acomodaron en un banco.

Al ver que le servían un vaso de agua fui a pedir otro para mí. Las enfermeras quisieron darme a oler las sales, pero les dije que sólo necesitaba un vaso de agua y un poco de aire; me hicieron sitio en el banco de atrás: mi desvanecimiento me convertía en una de las almas salvadas. Al cabo de un ratito, cuando me pareció que podía sostenerme en pie sin problemas, salí a la calle: necesitaba aire frío y silencio.

Me apoyé contra la puerta de la iglesia respirando a bocanadas. Al otro lado de la calle había un Cadillac gigantesco en marcha, con la forma y el tamaño de un yate. El chófer de Bysen estaba al volante, con una pantalla de televisión, o quizás un DVD, apoyada en el salpicadero. A su manera, el Cadillac llamaba aún más la atención que el Bentley, aunque supuse que ningún granuja asaltaría un yate frente a una iglesia una tarde de domingo.

Me quedé fuera hasta que el frío se coló por mi abrigo y mis medias y empecé a temblar. Al regresar me pareció que el nivel de excitación por fin estaba disminuyendo. Los oficiantes se estaban calmando y nadie más parecía dispuesto a salir a escena. El armonio tocó unos cuantos acordes, Andrés alzó los brazos hacia la congregación, pero nadie se movió. El pastor estaba regresando a su asiento cuando Buffalo Bill se puso de pie. La señora Bysen le cogió por el brazo, pero él se zafó de un tirón.

El organista tocó unos acordes esperanzadores mientras Bysen avanzaba por el pasillo. La directora del coro, que se había sentado y se estaba abanicando, apuró un vaso de agua y regresó a su sitio en el borde de la tarima. La congregación comenzó a batir palmas de nuevo, dispuesta a quedarse toda la tarde si otro pecador se aproximaba a Dios.

Bysen no se arrodilló en la tarima. Le estaba chillando a Andrés, según podía verse, pero por supuesto era imposible oír nada con aquella música. En la segunda fila del coro, Billy se quedó petrificado, blanco como la nieve.

Fui avanzando a empujones entre el gentío que atestaba el pasillo central hasta el de la izquierda, que estaba vacío, y seguí a paso ligero hasta la parte delantera de la iglesia. La banda también se encontraba en ese lado. La directora del coro y los músicos dieron muestras de saber que algo estaba yendo mal: el organista cortó el insistente ritmo discotequero del llamamiento a la salvación optando por algo más meditativo y la mujer comenzó a entonar en armonía, tanteando la melodía de una canción. ¿Qué cántico sería apropiado para magnates arengando a un ministro de Dios durante el oficio?

Me abrí paso entre los cables eléctricos hasta el coro. Los niños que habían desfilado por Jesús golpeaban aburridos sus sillas con los talones; dos niños se estaban pellizcando a escondidas. El organista me miró ceñudo; el hombre de la guitarra dejó su instrumento y fue a mi encuentro.

– No puede estar aquí detrás, señorita -dijo.

– Perdón. Ya me voy.

Le dediqué una sonrisa radiante y pasé por detrás de la Tropa por Jesús y de la enorme mujer que estaba delante de Billy hasta llegar al propio Niño.

Miraba fijamente a su abuelo, pero cuando le toqué el brazo se volvió hacia mí.

– ¿Por qué lo ha traído aquí? -inquirió-. ¡Creía que podía confiar en usted!

– Yo no lo he traído. Era fácil deducir que estarías aquí: has estado asistiendo a los oficios de Mount Ararat, admiras al pastor Andrés, cantas en el coro. Y luego Grobian comentó con alguien que te había visto en la calle Noventa y dos con una chica.

– Oh, ¿por qué la gente se mete donde no la llaman? ¡Los chicos pasean con chicas por la calle cada día, en todo el mundo! Si lo hago yo ¿tiene que salir en la web de By-Smart?

Ambos habíamos siseado para oírnos por encima de la música electrónica, pero ahora gimió levantando la voz. Josie nos observaba junto con el resto del coro, pero mientras éstos parecían sinceramente curiosos, a ella se la veía nerviosa.

– ¿Y ahora qué hace? -inquinó Billy.

Miré detrás de mí. Buffalo Bill estaba intentando llegar hasta su nieto, pero los cinco hombres que habían colaborado en el oficio le bloqueaban el paso. Bysen trató de golpear a uno de ellos con el bastón, pero los hombres lo rodearon y le hicieron bajar de la tarima; incluso el anciano de la cabeza ladeada y la voz temblorosa empujaba arrastrando los pies, agarrado al abrigo de Bysen.

La señora Bysen salió como pudo por el extremo opuesto del banco, con los brazos tendidos hacia su nieto. Observé que Jacqui permanecía en su asiento con la sonrisa felina de malicioso placer que siempre adoptaba en los momentos de turbación de la familia Bysen. No obstante, el señor William y el tío Gary sabían cuál era su deber, y se unieron al guardaespaldas en el pasillo. Por un instante pareció que iba a haber una batalla campal entre los hombres Bysen y los ministros de Mount Ararat. La señora Bysen estaba siendo zarandeada peligrosamente en la refriega; quería alcanzar a su nieto, pero los ministros y sus hijos la estaban estrujando entre ellos.

Billy observaba a su familia con el semblante muy pálido. Hizo un gesto de impotencia hacia su abuela y acto seguido saltó de la grada y desapareció detrás de un tabique. Trepé a la grada y le seguí.

El tabique separaba la nave de la iglesia de un espacio estrecho que conducía a la sacristía. Crucé el cuarto a la carrera mientras la segunda puerta se cerraba. Al abrirla me encontré en una gran sala donde unas mujeres iban de aquí para allá con cafeteras y jarras de zumos de frutas. Un montón de niños pequeños gateaban entre sus piernas, chupando galletas y juguetes de plástico.

– ¿Dónde está Billy? -pregunté, y entonces vi una mancha roja y una puerta que se cerraba en la otra punta de la sala.

Corrí hasta la puerta y salí a Houston Street. Llegué justo a tiempo para ver a Billy subir a un Miata azul oscuro y arrancar a toda velocidad haciendo un ruido infernal.

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