Capítulo 34

Los ricos también lloran

Al cruzar el cuidado sendero de entrada y recibir el viento en la cara me pregunté si Sandra tenía razón. ¿Bron había muerto porque estaba con Marcena o habían atacado a Marcena porque estaba con Bron? El robo del ordenador de Marcena hacía pensar que Marcena era la figura clave. En ese caso, Bron seguiría vivo si yo no hubiese metido a la periodista inglesa en su vida, y si Marcena no hubiese estado siempre dispuesta a correr nuevas aventuras, y si Bron no se hubiese pavoneado delante de la exótica forastera.

Me negué a sentirme responsable de que se hubiesen acostado juntos, pero quería saber qué estaban haciendo en el coche de Billy cuando se estrelló contra la Skyway el lunes por la noche.

También quería saber qué relación había entre Nicaragua y Fly the Flag, ya que éstas eran las dos únicas cosas que April recordaba haber oído mencionar a Billy. Quizá Frank Zamar había planeado trasladar su fábrica a Nicaragua para poder satisfacer las exigencias de precio de By-Smart impuestas en el contrato que acababa de firmar con ellos. Esto sin duda molestaría al pastor Andrés, que hacía lo posible por conservar los empleos de las gentes del barrio. Pero Rose estaba supervisando el turno de noche en la segunda planta de Zamar; si la había abierto para hacer frente al pedido de By-Smart, raro sería que hubiese planeado su traslado a América Central.

El viento del noreste soplaba con más fuerza mientras se ponía el sol, pero el aire frío daba sensación de limpieza después de las acaloradas emociones en casa de los Czernin. Levanté la cabeza para que el aire me diera de lleno.

Eran poco más de las tres cuando llegué a mi coche. Pat Grobian todavía estaría trabajando en el almacén. A lo mejor me contaría qué tipo de documento había dado a Bron que exigiera que la empresa pagara las facturas médicas de April. Conduje a través del lago Calumet y giré al sur para enfilar la calle Ciento tres hasta el almacén de By-Smart.

La primera vez que fui allí tuve que demostrar al vigilante que estaba autorizada a entrar en el recinto. Y al llegar al almacén, otro vigilante me había interrogado de nuevo. No creía que Grobian fuese a recibirme con los bazos abiertos, de modo que me salté el protocolo aparcando en Crandon y cruzando la parte trasera del vasto complejo con mi casco bajo el brazo.

Una alambrada de púas cerraba el recinto. Fui rodeándola dando traspiés: los botines de piel no eran el calzado ideal para caminar a campo traviesa. Finalmente llegué a una segunda entrada para vehículos, un camino estrecho que seguramente empleaban los de mantenimiento cuando tenían que ir a la central eléctrica que había detrás del almacén. La verja estaba cerrada con candado, pero las rodadas del camino dejaban un hueco lo bastante grande como para que me deslizara por él.

Ahora me encontraba detrás del almacén y del estacionamiento para empleados. Me puse el casco e intenté recordar la geografía del lugar que aún tenía presente de mi visita anterior, pero, aun así, me equivoqué un par de veces antes de dar con la puerta abierta donde se apiñaban los fumadores pese al frío. Apenas me miraron cuando pasé junto a ellos y enfilé el corredor hacia el despacho de Grobian.

Un grupo de conductores aguardaba de pie en el corredor para pasar a ver a Grobian, cuya puerta estaba cerrada. Uno lucía un bigote estilo Dalí que me pareció bastante repulsivo por su abundante y apelmazado pelo. Nolan, el tipo de la cazadora Harley que estaba también allí en mi visita anterior, me recordaba claramente, además.

– Espero que al otro tío le haya quedado tan mala pinta como a ti, hermana -dijo sonriente.

Le respondí con la misma moneda, pero luego al mirar mis pantalones vi, para mi consternación, que se habían roto al pasar por debajo de la verja. Para ser un mes en el que apenas estaba generando ingresos, sin duda estaba acumulando un exceso de gastos indirectos.

– Conocíais a Bron Czernin, ¿verdad? -Cambié de tema sin demasiada habilidad, pero quería entablar conversación antes de que saliera Grobian-. Me temo que fui yo quien lo encontró ayer por la mañana.

– Qué asunto tan feo -dijo el del bigote daliniano-, aunque Bron siempre apuraba demasiado. En parte me sorprende que nadie hubiese ido antes a por él.

– ¿Y eso? -pregunté.

– He oído que esa inglesa estaba con él, y que la llevaba a dar vueltas por ahí.

Asentí con la cabeza. No tendría que haberme sorprendido que los hombres supieran de Marcena: la suya era una comunidad pequeña y más bien cerrada. Si Bron le había estado mostrando sus rutas a Marcena y presumiendo de acompañante con sus colegas, cuantos le conocieran sabrían de la existencia de la chica. Me los imaginaba solos en sus cabinas con ganas de matar el rato, llamándose unos a otros para contarse chismes.

– Unos quince maridos del barrio podrían haberla tomado con él durante los últimos diez años; esa inglesa no era la única tía que, bueno, la única amiga que había metido en su cabina. Va contra la ley, por supuesto, y contra la política de la empresa, pero…

Se encogió de hombros con un gesto muy elocuente.

– ¿Se veía con alguien más? Marcena no tiene un marido enojado que pudiera ir a por Romeo; Bron, quiero decir.

Pensé con inquietud en Morrell, pero resultaba ridículo; aunque pudiera imaginármelo tan fuera de sí como para pegar una paliza a un hombre por una mujer, aunque pudiera imaginármelo haciéndolo por Marcena, no podía imaginármelo haciéndolo con la pierna lesionada.

Los hombres hicieron unos cuantos comentarios insinuantes sobre algunas de sus amistades, pero al final todos estuvieron de acuerdo en que Marcena era el primer ligue de Romeo en el último año.

– Su niña se estaba enfadando, con el acoso que recibía de los chavales en el cole. Finalmente prometió a la maestra que lo dejaría, pero, según me han dicho, la gatit… la señorita inglesa tenía tanta clase y era tan exótica que no pudo resistirse.

Recordé las ganas que el joven señor William tenía de averiguar quién escoltaba a Marcena por el South Side.

– ¿Grobian estaba enterado?

– Seguramente no -terció el del bigote daliniano-. Si Pat lo hubiese sabido, Bron no habría seguido en su puesto.

– Igual era eso de lo que hablaba aquel granuja mexicano con Bron -dijo el de la cazadora Harley.

Me dio un vuelco el corazón.

– ¿Qué granuja mexicano?

– No sé cómo se llama. Siempre anda rondando en las obras de por aquí, mirando de robar algo o lo que sea. Mi hijo, que va al Bertha Palmer, me los señaló una vez, a Bron y al mexicano. La semana pasada, o la anterior, no me acuerdo, fui a recoger a mi hijo después de un partido, juega al fútbol en el instituto, ¿sabe?, y allí estaba ese punki, en el parking, con Bron y la inglesa. El punki seguramente pensó que Bron le pasaría unos billetes para que no se chivara a la empresa de que llevaba a la chica en el camión.

Otro camionero soltó una risotada y dijo:

– Lo más seguro es que pensara que Bron le daría pasta para que no se lo dijera a su vieja. A mí me daría mucho más miedo Sandra Czernin que Pat Grobian.

– A mí también -dije sonriendo, aunque en realidad pensaba en Freddy, el chavo que rondaba por las obras buscando algo que afanar. Chantaje, eso encajaba con el poco atractivo perfil de Freddy. En cierto modo tenía sentido. Pero ¿sería él quien habría agredido a Bron y a Marcena? ¿Era posible que Romeo, Bron, ya iba siendo hora de que lo llamara por su nombre, era posible que Bron amenazara con denunciarlo por chantaje y que Freddy hubiese perdido la cabeza?

– No veo a Bron pagando un chantaje a nadie -dijo otro camionero arrastrando las palabras.

– Pues a lo mejor el punki cantó -dijo el del bigote-, porque Grobian y Czernin se las tuvieron el lunes por la tarde.

– ¿Se pelearon?

Enarqué las cejas de golpe.

– Discutieron -aclaró-. Mientras esperaba para despachar con Grobian, Bron estaba dentro y se estuvieron gritando uno al otro un cuarto de hora bien cumplido.

Negué con la cabeza.

– No sé… Bron quería pedir una ayuda para pagar las facturas del hospital de su hija.

– ¿A Grobian? -Nolan, el de la cazadora Harley, soltó un resoplido-. Billy es seguramente la única persona en el mundo capaz de creer que a Grobian le pueda importar algo la hija de alguien. No es que no sea un revés lo que le ha pasado a la chiquilla de Czernin, pero hay que estar a buenas con la familia Bysen, eso es en lo único que piensa Grobian. Y ayudar a pagar las facturas de hospital de un empleado, bueno, sabe de sobra que los Bysen se negarían de plano, ¡y eso que Czernin lleva más de veinte años en la empresa!

– Puede que discutieran cuando Czernin entró, pero desde luego acabaron fumando la pipa de la paz porque Czernin se pavoneaba cuando montó en su camión -dijo el tercer conductor.

– ¿No dijo nada? -pregunté.

– Sólo dijo que tal vez tuviera un número ganador.

– ¿Un número ganador? -repetí-. ¿Un billete de lotería, eso es lo que quiso decir?

– Bah, estaba dale que dale como un loco -dijo el daliniano-. Yo pregunté lo mismo y el tío va y me contesta: «Sí, de la lotería de la vida».

– Pues resultó ser la lotería de la muerte -sentenció Nolan sombríamente.

Todos se quedaron callados un momento al recordar que Bron había muerto. Aguardé a que el tenso silencio de los hombres se relajara antes de preguntar si sabían dónde estaba Billy.

– Aquí no está. No lo he visto en toda la semana, ahora que lo pienso. Igual ha vuelto a Rolling Meadows.

– No -dije yo-. Ha desaparecido. La familia tiene a una gran agencia de detectives buscándolo.

Los tres hombres intercambiaron miradas de asombro. Estaba claro que aquella información era una novedad para ellos, y que la recibían como una noticia que daría pie a cotilleos, aunque el de la cazadora Harley dijo que el Niño había estado allí hacía poco.

– ¿Hoy? -pregunté.

– No. La última vez que le vi fue el lunes por la tarde. Algún bicho le había picado pero no me imaginaba que tuviera las agallas de dejar a su familia.

Ninguno de los tres tenía idea sobre lo que le picaba a Billy ni acerca de adonde podía haber ido. En medio de una animada discusión sobre las ventajas de Las Vegas sobre Miami si te escapabas de casa, la puerta de Grobian se abrió. Para mi sorpresa fue el joven señor William quien salió, seguido por tía Jacqui, que en esa ocasión iba muy formal, con una chaqueta marrón topo de corte militar y una falda de seda del mismo tono, con una raja al bies que revoleaba a la altura de las rodillas.

– Nuestra semana de suerte -murmuró el de la cazadora Harley-. Grobian debe de estar en la línea de fuego para que este gilipollas venga por aquí dos días seguidos.

Ninguno de los hombres hablaba directamente con William. Algunos quizá le hubiesen conocido cuando tenía la edad de Billy, aunque seguramente nunca inspiró el humor desenfadado con que los hombres trataban a su hijo.

– ¿Están esperando para despachar sus albaranes? Ya pueden entrar -dijo William en tono cortante.

Pasó de largo sin reparar en mí, supongo que el casco y los pantalones rotos hacían que me pareciera a los hombres, pero tía Jacqui no estaba tan ajena a lo que la rodeaba.

– ¿Espera que Patrick la contrate como conductora? Nos falta un hombre, ahora que Bron Czernin ha muerto.

Los tres camioneros se detuvieron antes de entrar en el despacho de Grobian. El del bigote torció el gesto ante semejante comentario, pero ninguno de ellos se arriesgó a decir nada.

– Eres la reina del tacto, ¿verdad? -dije yo-. Mientras todos lo estamos pasando en grande, a ti sólo te falta un conductor. ¿No te falta un proveedor, también?

William me miró entrecerrando los ojos, tratando de ubicarme.

– Vaya. La detective polaca. ¿Qué está haciendo aquí?

– Pesquisas. ¿Qué ocurrirá con las sábanas y toallas de la bandera que Fly the Flag fabricaba para ustedes?

– ¿Qué sabe sobre eso? -inquirió William.

– Que Zamar firmó un contrato y luego se dio cuenta de que no podía mantener el precio y volvió para renegociarlo.

Jacqui exhibió una deslumbrante sonrisa.

– Nosotros jamás renegociamos nuestros contratos. Es la primera ley comercial de Papá Bysen. Así se lo hice saber a ese hombre, ¿cómo se llama, William?, no importa, se lo expliqué y finalmente se avino a mantener el precio y todas las demás cláusulas que habíamos acordado. Se suponía que íbamos a recibir la primera entrega la semana pasada pero, por suerte, teníamos un proveedor de reserva, así que sólo llevamos un retraso de cinco días sobre el calendario previsto.

– ¿Un proveedor de reserva? -repetí-. ¿No será la persona que ha estado vendiendo sábanas a través de las iglesias de South Chicago?

Jacqui se rio con aquella maliciosa risa que soltaba cada vez que algún miembro de la familia Bysen parecía tonto.

– Es alguien muy, pero que muy diferente, señora Detective Polaca; si está investigando esas sábanas, me parece que se encontrará en un callejón sin salida.

El señor William la miró con reprobación, pero dijo:

– Siempre sostuve que Zamar era un informal. Padre insiste en que demos prioridad a los empresarios del South Side sólo porque se crió allí. Nada le convencerá de que son incapaces de cumplir con los plazos de producción que suscriben.

– Desde luego es de lo más informal morir en el incendio que destruye tu fábrica -dije.

El señor William me fulminó con la mirada.

– ¿Y a usted quién le ha hablado sobre su contrato con nosotros?

– Soy detective, señor Bysen. Hago preguntas y la gente las contesta. A veces hasta me dicen la verdad. Volviendo al asunto, usted estuvo aquí el lunes por la tarde, igual que su hijo.

– ¿Billy?

– ¿Tiene algún otro? No entiendo cómo no coincidieron. ¿De verdad que no le vio?

William apretó los labios.

– ¿A qué hora estuvo aquí?

– Hacia esta misma hora. Cuatro y media, cinco. Me imagino que algo le diría usted para que tomara la decisión de largarse.

– Pues imagina mal. De haber sabido que estaba aquí… Maldita sea, cualquiera diría que soy un mozo de almacén, no el director financiero de esta empresa. Nadie me dice ni palabra de lo que está pasando.

Abrió la puerta del despacho de Grobian.

– ¿Grobian? ¿Por qué demonios no me has dicho que Billy estuvo aquí el lunes por la tarde?

Los camioneros apiñados ante el escritorio de Grobian se apartaron para que William pudiera ver directamente al responsable del almacén. Grobian se quedó perplejo, al menos eso reflejaba su rostro.

– No le vi, jefe. Vació su taquilla, pero eso ya lo sabe. Debió de venir sólo para eso.

William torció más el gesto pero lo dejó correr; volvió a salir al vestíbulo para proseguir su arremetida contra mí.

– ¿Quién la contrató para que investigara los negocios de Fly the Flag? Zamar no dejó nada más que deudas.

– Caramba, ¿cómo lo sabe? -dije-. Un hombre tan atareado como usted, director financiero de la quinta mayor empresa de América, ¿y tiene tiempo para investigar a un minúsculo proveedor?

– La atención al detalle es lo que nos hace triunfar -dijo William fríamente-. ¿Se sospecha que haya alguna estafa relacionada con ese incendio?

– Un incendio provocado siempre levanta sospechas de actos delictivos -dije con la misma formalidad.

– ¿Provocado? -Jacqui se las arregló para enarcar las cejas sin arrugar la frente-. Tenía entendido que fue por unos cables defectuosos. ¿Quién le ha dicho que fue un incendio provocado?

– ¿A usted qué le importa? -repliqué-. Ahora ya tiene a otro proveedor deslomándose.

– Si alguien anda incendiando las empresas de South Chicago, nos afecta; somos la empresa más grande de la zona, podríamos ser vulnerables, también. -El señor William procuró mostrarse severo pero se quedó en fastidioso-. Así que necesito saber quién le ha dicho que fue provocado.

– Los rumores corren como la pólvora en las comunidades pequeñas -dije vagamente-. Todo el mundo se conoce. Me sorprende que sus sabuesos de Carnifice no hayan oído esa historia. Al fin y al cabo, mantienen vigilado al pastor de Billy; sin duda habrán hablado con la gente que él conoce.

– Lo intentaron -comenzó a decir tía Jacqui al mismo tiempo que William me preguntaba cómo sabía que Carnifice estaba vigilando a Andrés.

– Vaya, ésta es fácil. Los desconocidos llaman mucho la atención en el barrio. Demasiados solares vacíos, así que sabes cuándo hay alguien acechando, y hay demasiados parados que se pasan el día helándose en la calle. ¿Qué averiguaron sus hombres sobre el coche de Billy?

– Cuando llegaron a él, ya lo habían desguazado -dijo William sucintamente-. Neumáticos, radio, hasta el asiento delantero. ¿Por qué no me hizo saber enseguida que lo había encontrado? Tuve que enterarme por ese policía negro que se las da de ser quien manda aquí.

– Supongo que se refiere al jefe Rawlings, y se las da de ser quien manda aquí porque resulta que lo es. En cuanto a por qué no le llamé enseguida, me estaban pasando demasiadas cosas como para acordarme de usted; como una caminata de tres kilómetros por la ciénaga para encontrar a su camionero muerto. Los acontecimientos se sucedieron demasiado deprisa como para que se me ocurriera llamarle.

– ¿Qué encontró en el coche? -preguntó Jacqui.

– ¿Se pregunta si huí con la cartera de valores de Billy? -le pregunté-. Dejó un par de libros en el maletero. La violencia del amor, el del arzobispo asesinado, y -cerré los ojos rememorando los títulos que vi en la oscuridad-… Cristianos ricos y pobreza, o algo así.

– Ah, sí. -Jacqui puso los ojos en blanco-. Cristianos ricos en una era de hambre. Billy nos leyó tantos pasajes de ese libro a la hora de la cena que tuve que volverme anoréxica; según él, ninguna persona decente podía seguir comiendo cuando había tantos niños muriendo de hambre en el mundo. ¿Recogió algún documento, pensando que podría ser una cartera de valores?

La miré entrecerrando los ojos.

– Rose Dorrado me contó que le habían registrado hasta los libros, y que incluso sacudieron su Biblia de tal manera que se le cayeron todos los puntos y estampas. ¿Qué se llevó Billy consigo al escaparse?

– Nada que yo sepa -dijo William mirando molesto a su cuñada-. Teníamos la esperanza de que hubiese dejado alguna pista acerca de sus planes. Había regalado su móvil y su coche, lo cual complica seguirle el rastro. Si sabe algo de él, señora… mmm… haría bien en decírmelo.

– Ya sé, ya sé -dije aburrida-. O no volveré a almorzar en esta ciudad en mi vida.

– No se lo tome como una broma -me advirtió-. Mi familia tiene mucho poder en Chicago.

– Y en el Congreso y donde haga falta -admití.

Me lanzó una mirada hostil y se fue a grandes zancadas pasillo abajo sin contestar. Jacqui fue taconeando tras él con sus tacones de aguja y moviendo la falda cortada al bies de manera muy femenina. De pronto fui sumamente consciente de mis pantalones rotos y de mi sucia parka.

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