Capítulo 7

Distancias cortas

Josie vivía con su madre (y su hermana mayor, el hijo de su hermana y sus dos hermanos menores) en un viejo edificio de Escanaba. Mientras íbamos en coche hacia allí me suplicó que no le dijera a su madre que la había castigado.

– Mamá piensa que tendría que ir a la universidad y todo eso, y si se entera de que me he buscado problemas durante el entrenamiento igual me dice que no puedo jugar más al baloncesto.

– ¿Tú quieres ir a la universidad, Josie?

Aparqué detrás de una camioneta último modelo estacionada delante de su edificio. Cuatro altavoces montados en la caja sonaban con el volumen tan alto que todo el vehículo vibraba. Tuve que acercarme a Josie para oír su respuesta.

– Supongo que sí. O sea, no quiero pasarme la vida trabajando tan duro como mi madre, y si voy a la universidad a lo mejor puedo ser maestra o entrenadora o algo así. -Se arrancó un trocito de piel del dedo mirándose las rodillas y acto seguido espetó-: No sé qué es la universidad, cómo es, quiero decir. O sea, ¿serán todos unos creídos y no les caeré bien porque soy latina, ya sabe, y me he criado aquí? He conocido a algunos niños ricos en la iglesia, y es como si sus familias no quisieran que traten conmigo por culpa del lugar donde vivo. Me preocupa que la universidad sea igual.

Recordé el programa de intercambios parroquiales que Billy el Niño había mencionado. Su coro había cantado con el de la iglesia pentecostal de Josie. No me costaba imaginar que familias ricas como los Bysen no quisieran que sus hijos hicieran demasiada amistad con las niñas de South Chicago.

– Yo me crié aquí, Josie -dije-. Mi madre era una inmigrante pobre, pero aun así fui a estudiar a la Universidad de Chicago. Por supuesto, había imbéciles que se creían superiores a mí porque se habían criado con un montón de dinero y yo no. Pero a casi toda la gente que conocí, estudiantes y profesores, lo único que les importaba era cómo era yo como persona. Ahora bien, si quieres ir a la universidad, vas a tener que aplicarte a fondo en tus estudios, no sólo en el baloncesto. Eso lo tienes claro, ¿verdad?

Asintió, y eso fue todo. Se desabrochó el cinturón de seguridad y bajó del coche. Mientras la seguía hacia el portal vi a cinco chavales que fumaban canutos junto a la camioneta. Uno de ellos era el tipo taciturno que solía sentarse en las gradas con sus hijos durante los entrenamientos. Nunca había visto a ninguno de los cuatro, aunque saltaba a la vista que Josie los conocía. Le gritaron algo en tono burlón pero no alcancé a oírlo debido a los retumbantes altavoces.

Josie repicó a voz en cuello:

– Más os vale que el pastor Andrés no aparezca por aquí: le hará un buen arreglo a ese coche como hizo la última vez.

Los chavales le gritaron algo más. Cuando me pareció que iba a plantarles cara la empujé hacia el portal. El ruido nos siguió por las escaleras hasta la segunda planta; pese a que los Dorrado vivían en la parte trasera del edificio, yo todavía notaba los graves retumbando en mi vientre mientras Josie abría la puerta del piso.

La puerta daba directamente a una sala de estar. Sentada en el sofá había una chica que sólo llevaba un camisón corto y unas bragas. Estaba viendo la televisión totalmente arrebatada; su mano derecha iba y venía de su boca a la bolsa de patatas fritas que tenía en el regazo. A su lado, tendido sobre el asiento forrado de plástico, un bebé contemplaba el techo con expresión ausente. Los únicos adornos de la habitación eran un gran crucifijo en una pared y una imagen de Jesús bendiciendo a unos niños.

– ¡Julia! La entrenadora ha venido a ver a mamá. Vístete ahora mismo -ordenó Josie-. ¿Cómo se te ocurre andar medio desnuda a esta hora?

Al ver que su hermana no se movía, Josie se acercó a ella y agarró la bolsa de patatas.

– Levanta. Baja de las nubes y vuelve al mundo real. ¿Está mamá en casa?

Julia se inclinó y acercó la cara a tres palmos de la pantalla, donde una mujer de rojo era abordada por un hombre en el momento en que salía de una habitación de hospital. La conversación, en español, giró en torno a la mujer que yacía postrada en la habitación que tenían detrás.

Josie se interpuso entre el aparato y su hermana.

– Puedes volver a ver Mujer mañana y pasado y el otro. Ahora ve a vestirte. ¿Está mamá en casa?

Julia se levantó de mala gana.

– Está en la cocina -respondió-, preparando el biberón de María Inés. Ocúpate de María Inés mientras me pongo los vaqueros.

– He quedado con April. Hacemos juntas un trabajo de Ciencias, así que no cuentes con que vaya a quedarme en casa cuidando de tu bebé -advirtió Josie cogiendo al crío en brazos-. Lo siento, entrenadora -añadió dirigiéndose a mí por encima del hombro-. Julia vive dentro de esa telenovela. Hasta le ha puesto a su hija el nombre de uno de los personajes.

La seguí hasta una habitación que hacía las veces de comedor y dormitorio; vi ropa de cama cuidadosamente doblada en un extremo de una mesa vieja de madera, y platos y cubiertos apilados en el otro. Había dos colchones hinchables guardados debajo de la mesa, y, junto a ellos, una caja con Power Rangers y otros juguetes que debían de haber pertenecido a los hermanos de Josie.

Julia apartó a Josie para entrar en una habitación pequeña que quedaba a nuestra izquierda. Había dos camas gemelas hechas con pulcritud. Las sábanas eran llamativas y brillantes réplicas de la bandera de Estados Unidos. No me había parecido que el patriotismo fuese tan importante para los Dorrado.

Por encima de las camas había una cuerda de la que colgaba ropa de bebé. En la pared vi un póster del equipo de baloncesto femenino de la Universidad de Illinois; ése era el lado de Josie. Como para casi todas las chicas del equipo, las jugadoras de la Universidad de Illinois eran sus heroínas porque la entrenadora McFarlane había estudiado allí. Pese a la infinidad de cosas que abarrotaban tan reducido espacio, estaba todo muy bien ordenado.

Pasamos a la cocina, una estancia donde sólo una persona podía moverse con facilidad. Incluso allí se llegaba a oír el ruido sordo de los altavoces gigantes.

La madre de Josie estaba entibiando un biberón en un cazo de agua caliente. Cuando Josie le explicó quién era yo, la mujer se secó las manos en los holgados pantalones negros que llevaba y se disculpó repetidamente por no haber ido a recibirme a la sala de estar. Era baja y pelirroja, tan poco parecida a sus altas y delgadas hijas que no pude evitar mostrarme sorprendida.

Cuando nos dimos la mano y la llamé «señora Dorrado», me dijo:

– No, no, me llamo Rose. Josie no me avisó de que hoy vendría -dijo.

Josie hizo caso omiso de la crítica implícita en el comentario y le pasó el bebé.

– No voy a quedarme a hacer de niñera. April y yo hemos terminado tarde de entrenar y ahora tenemos que ponernos con el trabajo de Ciencias.

– ¿Trabajo de Ciencias? -repitió Rose Dorrado-. Ya sabes que no quiero que abras ranas ni nada por el estilo.

– No, mamá, no vamos a hacer nada de eso. Es sobre salud pública, o sea, qué hay que hacer para que no se contagie la gripe en la escuela. Tenemos que fijar los…, eh, pamtros del estudio. -Me dirigió una mirada cautelosa.

– Parámetros -la corregí.

– Sí, eso es lo que vamos a hacer.

– Te quiero de vuelta antes de las nueve -le advirtió su madre-. Si no, ya sabes que mandaré a tu hermano a buscarte.

– Pero mamá, vamos a empezar tarde porque la entrenadora nos ha hecho terminar tarde -protestó Josie.

– Pues trabaja con más ahínco -replicó su madre con firmeza-. ¿Y qué pasa con tu cena? No puedes pedir a la señora Czernin que te dé de comer.

– Cuando el señor Czernin nos llevó a cenar con la periodista inglesa el jueves, April se llevó a casa una pizza familiar. Me ha dicho que la había guardado para que nos la comiéramos esta noche.

Sin aguardar respuesta, se marchó a la carrera de la cocina. Oímos un golpe sobre el fondo de los graves cuando Josie cerró de un portazo.

– ¿Quién es esa periodista? -me preguntó Rose mientras comprobaba la temperatura del biberón en la muñeca-. Josie me contó algo el jueves, pero perdí el hilo.

Le expliqué quién era Marcena Love y qué estaba haciendo con el equipo.

– Josie es una buena chica, me ayuda mucho, como con la pequeña María Inés; debería poder darse un gusto de vez en cuando. -Rose suspiró-. ¿Cómo le va con el equipo de baloncesto? ¿Cree que con el baloncesto podría ganar una beca para la universidad? Necesita una buena educación. No voy a permitir que acabe como su hermana.

Se le apagó la voz y dio unas palmaditas tranquilizadoras al bebé, como si intentara decirle que no era culpable de sus preocupaciones.

– Josie es muy aplicada y la veo prometedora en la cancha -dije sin agregar que las probabilidades de montar un equipo universitario eran muy remotas tal como estaban las cosas en el Bertha Palmer-. Me comentó que usted quería hablarme de un problema que tenía.

– Por favor, permítame ofrecerle algo de beber; así conversaremos más a gusto.

Ante el ofrecimiento de café instantáneo o naranjada Kool-Aid me dispuse a rehusar ambas cosas, pero entonces recordé justo a tiempo la importancia que tenía el ritual de la hospitalidad en South Chicago. Romeo Czernin estaba en lo cierto: llevaba demasiado tiempo lejos del barrio si iba a despreciar el café instantáneo. El caso es que mi madre jamás lo servía, habría pasado sin muchas otras cosas antes que renunciar a su café italiano comprado en un mercado de Taylor Street, pero eso no quitaba que el café instantáneo nunca faltase en la despensa de Houston Street cuando yo era niña.

Con el bebé apoyado en el hombro, Rose vertió parte del agua que había hervido para calentar el biberón en dos tazones de plástico. Los llevé a la sala de estar, donde Julia, con los vaqueros ya puestos, había vuelto a instalarse delante de su telenovela. Los dos hermanos pequeños de Josie también habían llegado y se peleaban con su hermana por el canal que tenía sintonizado, pero su madre les dijo que si querían ver fútbol tendrían que cuidar a la niña. Los chicos salieron disparados a la calle otra vez.

Tomé algunos sorbos del café amargo y aguado mientras Rose manifestaba su inquietud por aquellos niños sin padre. Su hermano intentaba echarle una mano, jugaba con ellos los domingos, pero ya tenía una familia propia de la que ocuparse.

Eché un vistazo a mi reloj y procuré que Rose fuese al grano. Cuando explicó la historia, resultó no ser el caso de acoso laboral que había imaginado. Rose trabajaba para Fly the Flag, una pequeña empresa de la calle Ochenta y ocho que fabricaba pancartas y banderas.

– Ya sabe, una iglesia o una escuela quiere una gran pancarta para un desfile o para colgarla en el gimnasio, pues eso es lo que hacemos. Y también las planchamos si es lo que el cliente necesita. O sea, que si usted la guarda enrollada todo el año y la necesita para el desfile de graduación, sólo nuestro taller tiene esas máquinas tan grandes para planchar la pancarta. Llevo nueve años allí. Empecé antes de que mi marido me dejara con todos estos niños, y ahora soy como la supervisora, aunque, por descontado, también sigo cosiendo.

Asentí educadamente y la felicité, pero ella le quitó importancia con un ademán y prosiguió su relato. Aunque Fly the Flag hacía banderas estadounidenses, eso sólo había sido una actividad suplementaria hasta el 11 de Septiembre. Siempre habían confeccionado las banderas de gran tamaño que a las escuelas y otras instituciones les gustaba lucir en balcones o paredes, pero antes del 11 de Septiembre esas enormes banderas habían tenido un mercado reducido.

– Después de que el Trade Center se viniera abajo, hubo una gran demanda de banderas, ¿sabe? Todo el mundo quería una bandera en su negocio; incluso algunos edificios de apartamentos para ricos querían colgarlas de los tejados, y de repente nos llovieron pedidos a montones, casi demasiados, apenas dábamos abasto, así que tuvimos que comprar otra máquina para fabricarlas.

– Me parece genial -dije-. South Chicago necesita más negocios que funcionen bien.

– Y tanto si necesitamos esos negocios. Yo necesito mi empleo: tengo cuatro hijos que alimentar y ahora también el bebé de Julia. Si este negocio cierra sus puertas, no sé qué voy a hacer.

Y entonces llegamos al meollo del asunto. Desde el verano, el trabajo había caído en picado. Fly the Flag seguía haciendo dos turnos pero el señor Zamar había despedido a once personas. La madre de Josie tenía mucha antigüedad pero le daba miedo el futuro.

– Entiendo que esté preocupada -convine-, pero no acabo de ver qué quiere que haga yo al respecto.

Rió nerviosamente.

– Seguramente son figuraciones mías. Me preocupo demasiado porque tengo muchos niños que alimentar. Gano un buen dinero en la fábrica, trece dólares la hora. Si cierran, si se van a Nicaragua o a China como piensa alguna gente, o si el señor Zamar… Si ocurriera un accidente en el edificio, ¿dónde voy a trabajar? Sólo en By-Smart, y allí empiezas con siete dólares. ¿Quién puede dar de comer a seis personas con siete dólares la hora? Y todavía estamos pagando por María Inés, por su nacimiento, quiero decir. El hospital nos carga muchos intereses, y luego necesita sus inyecciones, y todos los niños, todos necesitan zapatos…

Su voz murió en suspiro.

Mientras Rose divagaba a propósito de sus inquietudes, Julia siguió mirando la tele como si le fuera la vida en ello, pero la tensión de sus escuálidos hombros demostraba que era plenamente consciente de lo que estaba diciendo su madre. Apuré mi café hasta el último cristal sin disolver: no era cuestión de desperdiciar nada en aquel hogar.

– ¿Y qué es lo que está ocurriendo en la fábrica? -pregunté para volver a encauzar la conversación.

– Seguramente no es nada -dijo-. Quizá no sea nada. Josie no ha parado de decirme que no la molestara con esto.

Sin embargo, insistí un poco más y finalmente soltó que un día del último mes, cuando llegó al trabajo, y siempre llegaba temprano por temor a que dejaran de considerarla una buena empleada, pues si iba a haber más despidos no podía dejar que nadie dijera que tenía una mala actitud, en fin, que cuando llegó se encontró con que no pudo meter la llave en la cerradura. Alguien había llenado los ojos de las cerraduras con pegamento, y habían perdido un día entero de trabajo mientras aguardaban que un cerrajero fuera a perforarlas. En otra ocasión abrió la fábrica y la encontró llena de un olor fétido que resultó ser culpa de las ratas muertas que había en los conductos de la calefacción.

– Como siempre llego temprano, abrí todas las ventanas y así pudimos hacer algo de trabajo, no fue tan grave, ¡pero imagínese! Tuvimos suerte de que no hiciera muy mal tiempo; en noviembre, ya se sabe, podía haber una ventisca, o llover o qué sé yo.

– ¿Qué dice el señor Zamar?

Se inclinó sobre el bebé.

– Nada. Me dice que en las fábricas ocurren accidentes sin parar.

– ¿Dónde estaba él cuando metieron pegamento en las cerraduras?

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Rose.

– Quiero decir si no es sorprendente que usted descubriera que las habían tapado con pegamento. ¿Por qué no estaba él allí?

– No entra temprano porque se queda hasta tarde, hasta las siete o las ocho de la noche, por eso no acostumbra a llegar hasta las ocho y media de la mañana, a veces incluso a las nueve.

– O sea que pudo haber sellado las cerraduras con pegamento él mismo cuando salió la noche anterior -dije sin andarme con rodeos.

Me miró desconcertada.

– ¿Por qué iba a hacer algo así?

– Para obligar a la fábrica a cerrar de una manera que le permitiera cobrar el seguro.

– Él no haría algo así -protestó, demasiado deprisa-. Eso sería malvado y, la verdad, es un buen hombre, se esfuerza mucho.

– ¿Piensa que alguna persona de las que despidió podría estar haciéndolo para vengarse?

– Todo es posible -dijo-. Por eso yo… Por eso quería saber, cuando Josie me dijo que una mujer policía se encargaba del entrenamiento en vez de la señora McFarlane… ¿Usted no podría ir allí y descubrir qué pasa?

– Sería mucho mejor que avisara a la policía, a la policía de verdad. Ellos pueden preguntar.

– ¡No! -soltó en voz tan alta que al bebé le entró hipo y rompió a llorar.

– No -repitió en voz más baja, acunando al bebé contra su hombro-. El señor Zamar me dijo que nada de policías, no quiso dejarme llamar. Pero usted, usted se crió aquí, podría hacer unas cuantas preguntas, a nadie le importará que le pregunte la señora que ayuda a las chicas a jugar al baloncesto.

Negué con la cabeza.

– Sólo soy una persona que trabaja por su cuenta y una investigación como ésta requiere mucho tiempo, es cara.

– ¿De cuánto estamos hablando? -preguntó-. Yo podría pagarle algo, quizá cuando acabe de pagar el hospital de Julia.

Me faltó valor para decir que mi tarifa habitual era de ciento veinticinco dólares la hora, no podía decírselo a una persona que se consideraba afortunada por poder alimentar a cinco niños ganando trece dólares a la hora. Incluso aunque a menudo hago trabajos pro bono, demasiado a menudo según dice mi contable sin parar, no veía el modo de emprender una investigación en un taller cuyo propietario no quería saber nada de mí.

– Pero ¿no se da cuenta de que si usted no lo descubre, si no paramos esto, la fábrica cerrará? ¿Y qué será entonces de mí y de mis hijos? -exclamó con lágrimas en los ojos.

Julia se encogió más dentro de su camiseta ante tal exabrupto y el bebé berreó aún más alto. Me rasqué la cabeza. La idea de una obligación más, de una cuerda más tirando de mí hacia mi antiguo barrio, me dio ganas de sentarme con Julia en el sofá y enterrar la cabeza en un mundo imaginario.

Con una mano que pesaba lo indecible, saqué mi agenda de bolsillo del bolso y eché un vistazo a mis compromisos.

– Puedo venir mañana temprano, digo yo, pero sepa que tendré que hablar con el señor Zamar, y si él me ordena que me vaya de la fábrica no tendré más remedio que marcharme.

Rose Dorrado me sonrió aliviada. Seguramente supuso que si daba el primer paso me vería comprometida a efectuar todo el viaje. Esperé con toda mi alma que estuviera equivocada.

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