La vorágine de la pobreza
– Billy ha estado durmiendo aquí-dije como una afirmación, no como una pregunta.
Josie Dorrado estaba sentada en el sofá con su hermana y el bebé, María Inés. La televisión estaba encendida. Al verme entrar le quitó el sonido; por una vez Julia parecía más interesada en el drama de su vida familiar que en lo que sucedía en la pantalla.
Josie se mordía el labio inferior con nerviosismo.
– No ha estado aquí -repuso-. Mi madre no deja que ningún chico se quede a dormir.
Había conducido directamente desde la iglesia hasta el apartamento de los Dorrado y había esperado fuera del coche hasta que Rose llegó caminando por la calle con sus hijos, para luego seguirla hasta la puerta de su casa.
– Usted otra vez -dijo Rose cansinamente al verme-. Debí suponerlo. ¿Qué demonio me indujo a pedirle a Josie que la trajera a casa? Desde ese día todo ha sido mala suerte, mala suerte y más mala suerte.
Siempre viene bien tener a mano a un tercero a quien culpar de tus problemas.
– Sí, Rose, ha sido un golpe terrible, la destrucción de la fábrica. Ojala usted o Frank Zamar me hubiesen explicado con franqueza lo que estaba ocurriendo allí. ¿Sabe quién incendió la planta?
– ¿Y a usted qué le importa? ¿Recuperaré mi empleo o volverá Frank a la vida si lo averigua?
Saqué la jabonera del bolso. La había metido en una bolsa de plástico sellada; se la di a Rose y le pregunté si la reconocía.
Le echó un vistazo y negó con la cabeza.
– ¿No estaba en el aseo de empleados de la fábrica? -inquirí.
– ¿Qué? ¿Algo como esto? Teníamos un dispensador de jabón líquido en la pared.
Me volví hacia Josie, que había observado la jabonera en forma de rana por encima del hombro de su madre.
– ¿Reconoces esto, Josie?
Desplazó el peso del cuerpo de un pie al otro mirando nerviosamente detrás de ella hacia la salita donde Julia estaba sentada en el sofá.
– No, entrenadora.
Uno de los críos se puso a dar saltos.
– ¿No te acuerdas, Josie, de cuando las vimos en la tienda y…?
– Cállate, Betto, no te entrometas cuando la entrenadora me está hablando. Las hemos visto, las vimos por ahí, las tenían en By-Smart la Navidad del año pasado.
– ¿Compraste una? -insistí, desconcertada por su nerviosismo.
– No, entrenadora, qué va.
– Fue Julia -soltó Betto-. Julia la compró. Quería regalarla a…
– La compró para Sancia -se apresuró a intervenir Josie-. Antes de que llegara María Inés ella y Sancia se veían mucho.
– ¿Es verdad? -pregunté al niño.
Encogió un hombro.
– No sé. Supongo.
– ¿Betto? -me agaché para que mi cabeza quedara a la altura de la suya-. Pensabas que Julia la había comprado para una persona distinta, no para Sancia, ¿verdad?
– No me acuerdo -respondió con la cabeza gacha.
– Déjelo en paz -protestó Rose-. Fue a molestar a Frank Zamar y él murió quemado. ¿Ahora quiere molestar a mis hijos para ver qué les pasa?
Lo cogió de la mano y se marchó llevándolo a rastras. El otro niño les siguió lanzándome una mirada aterrada. Fantástico. Ahora los niños pensarían que yo era el coco y que si hablaban conmigo arderían en una hoguera.
Empujé a Josie hacia el interior del apartamento.
– Tú y yo tenemos que hablar.
Se sentó en el sofá, con el bebé entre ella y su hermana. Saltaba a la vista que Julia había estado pendiente de nuestra conversación en la puerta: estaba tensa y alerta, no apartaba los ojos de Josie.
En el comedor contiguo vi a los dos niños sentados debajo de la mesa llorando en silencio. Rose se había esfumado; estaría en el dormitorio o en la cocina. Se me ocurrió que el sofá debía de ser su cama: en mi visita anterior, había visto las camas donde dormían Josie y Julia, y los colchones hinchables para los niños en el comedor. No había otro sitio para Rose en el apartamento.
– Veamos, ¿dónde durmió Billy? -pregunté-. ¿Aquí fuera?
– No estuvo aquí -dijo Josie.
– No seas ridícula -dije-. Cuando se fue de la casa del pastor Andrés tuvo que ir a alguna parte. Ayer te llevó en coche al hospital. Me consta que salís juntos. ¿Dónde durmió?
Julia se echó la melena hacia atrás.
– Josie y yo compartimos una cama, Billy durmió en la otra.
– ¿Tú por qué abres la boca? -le espetó Josie.
– ¿Por qué tienes que dejar que ese gringo se quede aquí en tu cama, cuando podría comprarse una casa entera si quiere un sitio para dormir? -replicó Julia.
La pequeña María Inés comenzó a inquietarse en el sofá, pero ni Josie ni Julia le prestaron la menor atención.
– ¿Y vuestra madre estuvo de acuerdo con ese arreglo? -pegunté incrédula.
– No lo sabe, no se lo diga. -Josie miró preocupada hacia el comedor, donde sus hermanos seguían mirándome fijamente-. La primera vez estaba trabajando, estaba en su segundo empleo, y no llegó a casa hasta la una de la mañana, y luego, anoche y el viernes, Billy entró por la puerta de la cocina cuando ella ya se había acostado.
– ¿Y Betto y tu otro hermano no le dirán nada y ella no se dará cuenta? Estáis locos. ¿Cuánto tiempo lleváis saliendo tú y Billy?
– No estamos saliendo. Mamá no me deja salir con nadie porque Julia tuvo un bebé. -Josie miró con ceño a su hermana.
– Bueno, de todas formas los Bysen no quieren que Billy salga con una chica hispana -soltó Julia.
– Billy nunca me ha llamado hispana. Lo que pasa es que estás celosa porque un gringo está interesado en mí, ¡no un chavo cualquiera como el que te ligaste tú!
– Ya, pero su abuelo llamó al pastor Andrés, dijo que si se enteraba de que Billy salía con alguna chica mexicana de la iglesia denunciaría al pastor a los de Inmigración -contraatacó Julia-. Espaldas mojadas, nos llamó, pregunta a quien quieras, puedes preguntarle a Freddy, estaba allí cuando el abuelo de Billy llamó. Y después de eso, ¿cuánto tiempo pasó antes de que te llamara?
– No tiene que llamarme; nos vemos cada miércoles en los ensayos del coro.
El bebé rompió a llorar. Al observar que su madre y su tía seguían sin hacerle caso, lo cogí en brazos y le di unas palmaditas en la espalda.
– ¿Y ahora qué? -pregunté-. Me refiero a ahora que no vive en su casa. ¿Billy te ha llamado?
– Sí, una vez, para preguntar si podía venir aquí, pero ha regalado el teléfono móvil porque, según dijo, a través de él un detective podría localizarlo -murmuró Josie mirándose las rodillas.
Eso significaba que había hecho caso de mi advertencia sobre la señal GPS.
– ¿Por qué no quiere volver a su casa?
Julia esbozó una sonrisa almibarada.
– Está muy enamorado de esta espalda mojada -dijo con voz afectada.
Josie le dio un bofetón a su hermana; Julia empezó a tirarle del pelo. Dejé al bebé y las separé. Se miraron echando chispas, pero cuando las solté no empezaron de nuevo. Volví a coger al bebé y me senté en el suelo con las piernas cruzadas.
– La familia de Billy ha sido muy grosera con el pastor Andrés -dijo Josie-. A Billy le importa de verdad este barrio, si la gente tiene empleo, si tienen suficiente para comer, cosas así, y su familia… Bueno, su familia sólo quiere explotarnos.
Estaba claro que Billy le había echado unos cuantos sermones a su pequeña «espalda mojada» y que ésta era una alumna aplicada. El bebé me agarró los pendientes. Le abrí el diminuto puño y saqué las llaves del coche para que jugara con ellas. Las arrojó al suelo con un grito de excitación.
– ¿Quién es Freddy? -pregunté.
Las hermanas se miraron, y Julia dijo:
– Sólo un chico que va al Mount Ararat. Es una iglesia pequeña. Todos nos conocemos desde que éramos chavos.
– Desde que éramos niños -la corrigió Josie.
– Si quieres hablar como una gringa, allá tú. Yo sólo soy una madre adolescente, no necesito saber nada.
– Tu madre y tu tía mienten muy mal. Ya sé que te hace llorar que te lo diga, pero es la verdad -le dije al bebé y le hice cosquillas en la barriga-. Venga, ¿quién es Freddy en realidad?
– Sólo es un chico que va al Mount Ararat. -Julia me miró desafiante-. Pregunte al pastor Andrés, a ver qué le dice.
Suspiré.
– De acuerdo, es posible. Aunque hay algo sobre él que no queréis que sepa. No será su ADN, ¿verdad?
– ¿Su qué? -dijo Julia.
– ADN -dijo Josie-. Lo vimos en Biología, y sabrías qué es si alguna vez vinieras a clase; es como la manera de identificar a la gente. ¡Oh! -me miró-. Usted piensa que es el padre de María Inés o algo así, ¿verdad?
– O algo así -dije.
Julia habló entre dientes.
– Sólo es un tío que va al templo -masculló Julia-, apenas lo conozco de hablar unas cuantas veces con él.
– ¿Y ese chico que apenas conoces te dijo que oyó al viejo señor Bysen llamar al templo y amenazar al pastor con deportarlo?
– Yo qué sé. Pensaría que teníamos que saberlo -repuso Julia, titubeando.
Josie estaba roja como un tomate.
– Billy estuvo… Billy ha estado cantando en la iglesia desde agosto, y él y yo, bueno, una vez fuimos a tomar una Coca-Cola después del ensayo, calculo que en septiembre, y el señor Grobian estaba en el almacén. Es el jefe de Billy, y en cuanto nos vio la tomó con nosotros, como si fuese un crimen que Billy me llevara a tomar una Coca-Cola, y entonces mamá se enteró, y dijo que no podía verlo de ninguna manera si no me llevaba a Betto y a Sammy conmigo. Así que si quiero verlo tengo que hacer de canguro, lo cual es horrible si tienes una cita, imagínate, llevar a tus hermanos contigo, pero, claro, su madre no… no quiere que salga conmigo, así que en realidad nunca hemos salido juntos. Excepto ayer, que me llevó al hospital a ver a April.
De modo que Billy estaba enamorado de Josie, y ésa era la razón por la que rechazaba la idea de regresar a Barrington Hills. Quizá sus ideales también tuvieran algo que ver, pero sobre todo se trataba de que unos parientes latosos no hacían más que contrariar a los desventurados amantes. Pensé en mis celos y preocupaciones por Morrell y Marcena Love: no hace falta tener quince años para vivir en un culebrón.
– No se lo dirá a mi madre, ¿verdad, entrenadora? -dijo Josie.
– Me cuesta creer que tu madre no lo sepa ya -dije-. Hay que estar clínicamente muerto para no saber cuándo ha habido una persona de más en este apartamento. Seguramente está demasiado deprimida por el incendio de Fly the Flag como para ocuparse de ti y de Billy ahora mismo. Y hablando del incendio, ¿cuál es la historia de esta jabonera? ¿Quién de vosotras la compró?
– La encontré en By-Smart -se apresuró a decir Julia-. Tal como ha dicho Josie, la compré para Sancia la Navidad pasada. Son muy monas estas jaboneras en forma de rana, y no cuestan casi nada. Pero tenían como cien iguales, así que, ¿cómo voy a saber si es la que compré? Y a todas éstas, ¿dónde la encontró?
– En Fly the Flag. Entre los escombros.
– ¿En el trabajo de mamá? ¿Qué pintaba esto allí?
La perplejidad de Julia parecía sincera; ella y su hermana se miraron como si pretendiesen comprobar si la otra sabía algo que no había dicho.
– No lo sé. A lo mejor no significa nada, pero es la única pista que tengo. Por cierto, Betto pensaba que la habías comprado para otra persona, Julia.
– Pues la Navidad pasada tenía unos seis años, así que no sé cómo va a saber para quién compré los regalos -Julia me miró con altivez-. Lo único que le importaba era si tendría su Power Ranger nuevo.
– A pesar de vuestros esfuerzos, debo decir que no os creo. Voy a llevar esto a un laboratorio forense. Harán pruebas en busca de huellas y productos químicos, me dirán qué demonios hacía este chisme donde lo encontré y quién lo manipuló.
– ¿Y quién qué?
Las hermanas me miraron hoscamente, unidas en aquel asunto concreto.
– ¿Cómo que y quién qué? -dije-. ¿Es que acaso sabéis que no habrá huellas o creéis que da igual quién las dejó?
– Si Sancia se la dio a otra persona no es responsabilidad mía -dijo Julia.
– La entrenadora McFarlane me dijo que eras la mejor jugadora que había entrenado en décadas, quizás en toda su vida -dije dirigiéndome a Julia-. ¿Por qué no regresas al instituto y usas tu cerebro para labrarte un futuro en lugar de inventar mentiras para adultos como yo? Podrías volver a jugar; Sancia lo hace y tiene dos niños pequeños.
– Ya, bueno, su madre y sus hermanas la ayudan un montón. ¿Quién va a ayudarme a mí? Nadie.
– ¡Eso es muy injusto! -exclamó Josie-. ¡Yo no te dejé preñada, pero como tú fuiste y tuviste un bebé, ahora tengo que salir a escondidas como un criminal si quiero ver a un chico! ¡Y te ayudo con María Inés todo el tiempo, para que lo sepas!
Puse a María Inés en brazos de Julia.
– Juega con ella, habla con ella. Dale una oportunidad aunque no te la quieras dar a ti misma. Y si decides, si alguna de las dos se decide a contar la verdad, llamadme por teléfono.
Les di tarjetas de visita y volví a meter la jabonera en forma de rana en el bolso. Se quedaron mudas mirándome mientras yo iba al comedor en busca de Rose. Betto y Sammy retrocedieron aún más debajo de la mesa: si hablaban conmigo, los convertiría en carbón.
Rose estaba en el dormitorio de las chicas, tumbada en la cama de Josie. Pasé por debajo de la cuerda de la que colgaba la ropa de María Inés y la observé, preguntándome si necesitaba algo que justificase que la despertara. Su brillante pelo rojo desentonaba con el rojo de la bandera estadounidense que hacía las veces de funda de almohada; la jugadora del equipo de Illinois le sonreía desde la pared.
– Sé que está ahí -dijo en tono de desánimo, sin abrir los ojos-. ¿Qué es lo que quiere?
– Para empezar sólo fui a Fly the Flag porque usted quería que investigara los sabotajes que se estaban produciendo allí. Luego me dijo que lo dejara correr. ¿Qué le hizo cambiar de opinión? -pregunté en tono amable.
– Todo fue por el trabajo -dijo-. Pensé, qué sé yo, ya no me acuerdo de nada. Frank me lo dijo. Me pidió que le dijera que se marchara.
– ¿Por qué?
– No lo sé. Sólo sé que dijo que podía quedarme sin trabajo si un detective merodeaba por la planta. Pero de todas formas ya no tengo trabajo. Y Frank era un hombre decente, pagaba bien, hacía lo que podía por la gente, y está muerto. Y yo me pregunto, ¿ocurrió porque llevé un detective a la planta?
– Me niego a aceptar que crea eso, Rose. No fue mi presencia lo que hizo que pusieran ratas muertas en los conductos de la calefacción o que cerraran las puertas con silicona.
Me senté en la cama de Julia. Olía levemente a los pañales de María Inés. Pese a que los Dorrado profesaban la religión pentecostal, había una pequeña Virgen de Guadalupe en la cómoda de cartón que separaba las camas. Supongo que pienses lo que pienses de Dios, todo el mundo necesita una madre que le cuide.
Rose volvió la cabeza lentamente sobre la almohada y me miró.
– Pero quizá tuvieron miedo, me refiero a quienes hacían esas cosas. Quizá cuando vieron a una detective haciendo preguntas les entró miedo y quemaron la fábrica.
Era posible; sólo de pensarlo sentí náuseas, pero aun así pregunté:
– ¿Y no tiene ni idea de quiénes eran?
Negó despacio con la cabeza, como si le pesara muchísimo y le costara trabajo moverla.
– El segundo empleo que cogió, ¿le basta para mantener a los niños?
– ¿El segundo empleo? -Soltó una carcajada que más parecía el graznido de un cuervo-. También me lo había dado Zamar. Era un segundo negocio que estaba empezando. Ahora… Oh, Dios, Dios, por la mañana iré a By-Smart y me uniré a las demás señoras de mi iglesia que cargan pesadas cajas en los camiones. ¿Qué más da? El trabajo me consumirá más deprisa, moriré antes y descansaré en paz.
– ¿Dónde estaba la segunda fábrica? ¿Por qué no organizó un turno extraordinario en Fly the Flag? -pregunté.
– Era allí mismo, aunque era otra clase de trabajo, pero montó un turno extraordinario nocturno. El martes por la noche llegué allí justo antes de que comenzara el turno. Y me encontré con que la fábrica estaba en ruinas. No podía creer lo que veía. Yo y las demás mujeres nos quedamos pasmadas, sin saber qué hacer, hasta que vino un policía y nos mandó a todas a casa.
Josie se asomó a la puerta.
– Mamá, Sammy y Betto tienen hambre. ¿Qué hay para comer?
– Nada -respondió Rose-. No hay comida ni dinero para comprarla. Hoy no almorzamos.
Detrás de su hermana, los niños empezaron a llorar de nuevo, esta vez más fuerte que antes. Rose cerró los ojos, se quedó quieta un momento, como si ni siquiera respirase, y luego se incorporó en la cama.
– Claro que hay comida, hijos míos, claro que os daré de comer; mientras corra sangre por mis venas os daré de comer.