Capítulo 48

El baile del rinoceronte

Morrell y yo nos sumamos a un grupo multitudinario en casa de Max para el banquete de Acción de Gracias. Siempre tiene un montón de invitados: su hija viene desde Nueva York con su marido y sus hijos, los músicos amigos suyos y de Lotty llegan temprano y se marchan los últimos, y Lotty siempre invita a algún que otro interno de su servicio en el Beth Israel. El señor Contreras nos acompañó esta vez, contento de escapar de la casa de su petulante hija. En cuanto Max supo que los Love estaban en Chicago, les abrió las puertas de su casa, e incluso me propuso que invitara a Billy y a Mary Ann McFarlane; le indignaba pensar que Billy, distanciado de su familia, se quedara solo en una fecha tan señalada. Pero Billy estaba ayudando al pastor Andrés a servir platos de pavo a los sin techo, y Mary Ann dijo que su vecino iba a llevarle la cena y que estaría la mar de bien sin mí.

Marcena seguía en el hospital, por supuesto, pero se recobraba deprisa y estaba bastante animada. Había pasado a visitarla antes de ir a casa de Max. Me encontré con sus padres en la unidad de cuidados intensivos. Los Love se habían mostrado taciturnos e inquietos desde su llegada, pero la rápida mejoría de Marcena los estaba poniendo casi eufóricos.

Tuvimos que colocarnos máscaras y batas antes de entrar en la habitación de Marcena, para garantizar que no esparciéramos gérmenes sobre su vulnerable piel nueva. Sus padres me dejaron a solas con ella ya que no podía recibir a más de dos visitantes a la vez.

Entré de puntillas en la habitación. Marcena llevaba la cabeza afeitada y vendada; presentaba un cardenal en la mejilla izquierda y tenía el cuerpo escondido dentro de una especie de caja cubierta por las sábanas para protegerle la piel, pero sus ojos conservaban un atisbo de su chispa habitual.

Marcena señaló que formábamos una buena pareja de demonios necrófagos, con las cabezas afeitadas y los moretones.

– Tendríamos que haber hecho esto en Halloween, no para el día de Acción de Gracias. ¿Qué era esa cosa que me despellejó?

– Una cinta transportadora manual -dije-. ¿Nunca la viste en el tráiler de Bron? La usan para meter y sacar cargas pesadas; tendría que haber estado amarrada, pero, o bien fueron descuidados o ya les iba bien que nos causara lesiones graves. Aunque su plan consistía en arrojarte al vertedero como después hicieron conmigo, el idiota de William te llevó al campo de golf por error.

– Y Mitch fue mi héroe al conducirte en mi rescate, según dice Morrell. Es un asco que el hospital niegue la entrada a los perros. Me gustaría darle un besazo. ¿Cómo es que saliste mejor parada que yo?

Sus ojos tal vez brillasen pero hablaba con cierta dificultad; entre la parafernalia que rodeaba su cama había una bomba de morfina.

Me encogí de hombros con torpeza.

– Pura chiripa. Te diste un golpe tremendo en la cabeza cuando la carretilla se cayó; no pudiste moverte como hice yo.

Le pregunté si recordaba algo sobre el rato que estuvo en la fábrica, como por ejemplo cómo se había apartado de la carretilla elevadora al caer, pero me dijo que su último recuerdo coherente era el de conducir hasta Fly the Flag en el Miata de Billy; ni siquiera recordaba quiénes estaban presentes, si tía Jacqui o el propio Buffalo Bill habían estado allí.

Le dije que tenía su pluma grabadora pero que quería conservarla, al menos hasta que supiera por dónde irían los tiros de las interminables batallas legales.

– Es posible que el Estado quiera incautársela. La guardo en una caja de seguridad del banco para evitar que la mafia de los Bysen la robe de mi oficina, aunque, por descontado, su equipo legal está intentando suprimir todas las grabaciones.

– Puedes quedártela si me das una copia de lo que contiene. Morrell dice que han detenido a William y a Pat Grobian por la muerte de Bron. ¿Hay alguna posibilidad de que los declaren culpables?

Hice un gesto de impaciencia.

– El conjunto del proceso legal va a ser una larga y tediosa batalla; me llevaré una buena sorpresa si se llega a celebrar el juicio antes de que Billy esté casado y con nietos… Marcena, ¿hasta qué punto estabas al corriente de este asunto antes de la muerte de Bron? ¿Sabías que estaba saboteando la fábrica?

Bajo su mortaja de vendas se ruborizó levemente.

– Estaba demasiado metida en el ajo; por eso siempre consigo los mejores artículos en profundidad allí donde vaya, porque me meto en la piel de los protagonistas. Morrell dice que manipulo las noticias que cubro, pero no es verdad. Aunque participo, no hago sugerencias ni juzgo, tan sólo observo; es lo mismo que hace Morrell en una incursión con un jefe tribal en Afganistán.

Se detuvo para recobrar el aliento y siguió con la voz más apagada:

– Es que el propietario de esa fábrica, ¿cómo se llamaba, Zabar?, ah, no, Zamar, no estaba previsto que muriera. Y cuando Bron decidió utilizar a ese tipo, ese pandillero, Freddy, le dije que Freddy no me parecía muy indicado, pero Bron dijo que no podía ir en persona a la fábrica porque la madre de la mejor amiga de su hija trabajaba allí y lo reconocería si por casualidad le veía. Aunque sí que es cierto que le ayudé a montar el dispositivo en el taller de su casa; su hija estaba en clase, y su mujer, trabajando.

Los ojos volvieron a brillarle con el recuerdo; no hacía falta mucha imaginación para seguir la pista de sus pensamientos hasta un encuentro sexual en la propia cama de Sandra mientras ella estaba de pie delante de una caja registradora de By-Smart. Había ayudado a construir un arma letal, pero lo que recordaba era la excitación sexual. Quizá sentiría otra cosa cuando se recobrase: le aguardaban otras dos operaciones importantes antes de que le dieran el alta.

Vio parte de lo que estaba pensando en mi rostro.

– Eres un poco gazmoña, ¿verdad, Vic? Corres un montón de riesgos tú misma, ahora no me vengas con que no sabes cómo pega la adrenalina cuando patinas cerca del borde.

Me palpé el vendaje de la cabeza con aire reflexivo.

– ¿Emociones de adrenalina? Puede que ése sea mi punto flaco: corro riesgos para poder hacer el trabajo, no hago trabajos para poder correr riesgos.

Volvió la cabeza hacia un lado, impacientada o avergonzada: nunca llegué a entender su manera de pensar.

– ¿Cómo fueron esas otras reuniones con Buffalo Bill? -pregunté-. ¿Confesó las prácticas sucias de su empresa?

– Abiertamente no. Pero bastó con bailarle un poco el agua para que hablara más de la cuenta. Diría que tiene una veta de paranoia, no tan acusada como para desvariar, pero el hecho de que vea el mundo como su enemigo significa que está siempre al ataque, lo cual me figuro que ha alimentado su éxito. Hubo muchos «humm, humm» sobre la necesidad de hacer cosas como amontonar basura en los aparcamientos de las tiendas más pequeñas para que los clientes estuvieran de acuerdo en que harían mejor comprando en By-Smart.

– Pues habrás conseguido una historia bastante buena -dije cortésmente.

Sonrió débilmente.

– Aunque no recuerdo el climax, no salió del todo mal. Salvo por el pobre Bron. La avidez le impidió darse cuenta de que había un cartucho de dinamita dentro de la zanahoria que le ponían delante de las narices.

– Avidez no es la palabra que yo hubiera usado -objeté-. Estaba desesperado por encontrar la manera de ayudar a su hija, de modo que haría la vista gorda a cualquier riesgo que pudiera correr.

– Tal vez, tal vez. -Palidecía de nuevo; reclinó la cama y cerró los ojos-. Perdona, estoy más perezosa que un gato, me duermo cada dos por tres.

– Te recobrarás enseguida cuando salgas de aquí -dije yo-. Dentro de nada estarás otra vez en Faluya o Kingali o donde diablos esté la próxima zona de guerra.

– Humm -murmuró.

De vuelta en mi coche, me costó lo mío hacer acopio de fuerzas para conducir. Gazmoña, me había llamado. ¿Lo sería de veras? Al lado de Marcena me sentía como un bicho grande y lento, quizás un rinoceronte, tratando de hacer una pirueta en torno a un galgo. Tuve el impulso de irme a casa y pasar el día en la cama viendo fútbol y sintiendo una profunda lástima por mí misma y mi apaleado cuerpo, pero cuando llegué a casa, el señor Contreras había liado el petate y estaba listo para ir a la fiesta de Max. Tenía preparada una gran fuente de horno con un magnífico budín de boniato; una receta de su difunta esposa. Había cepillado a los perros hasta dejarlos resplandecientes y les había atado lazos naranja en el cuello; Max había dicho que los perros podían ir siempre y cuando se comportaran y siempre y cuando yo reparase cualquier destrozo que Mitch hiciera en su jardín.

Al atardecer, después de haber comido como suele comerse en tales festividades, estaba en el jardín con los perros cuando Morrell salió cojeando y vino a mi encuentro. Comenzaba a no necesitar el bastón para trayectos cortos, un signo esperanzador.

Entre tantos invitados y el partido de fútbol que estuve viendo mientras Morrell hablaba de política con el padre de Marcena, lo cierto era que no habíamos pasado ni un momento juntos en todo el día. Ya había oscurecido, pero el jardín estaba protegido por una tapia bastante alta que mantenía a raya las peores rachas de viento procedentes del lago. Nos sentamos bajo un emparrado donde unas cuantas rosas tardías desprendían un leve perfume. Yo lanzaba un palo a los perros para evitar que Mitch se pusiera a escarbar.

– He tenido celos de Marcena.

Me quedé atónita al oírme decir eso.

– Cariño, no quiero parecer descortés, pero un tigre siberiano en el salón resultaría menos evidente que tú.

– ¡Corre tantos riesgos, ha hecho tantas cosas!

Morrell se quedó estupefacto.

– Victoria, si corrieras más riesgos, habrías muerto antes de que te conociera. ¿Qué es lo que quieres? ¿Saltar de un avión sin paracaídas? ¿Escalar el Everest sin oxígeno?

– Despreocupación -dije yo-. Hago cosas porque la gente me necesita o creo que me necesita; Billy, Mary Ann, los Dorrado. Marcena hace las cosas por puro espíritu de aventura. Es el espíritu lo que nos diferencia.

Me estrechó con más fuerza.

– Sí, ya veo a qué te refieres. Quizá dé la impresión de ser libre mientras que tú te sientes comprometida. No sé qué decir al respecto, pero a mí me gusta saber que cuento contigo.

– Pero es que estoy harta de que la gente cuente conmigo.

Le referí la imagen del rinoceronte y el galgo. Soltó una sonora carcajada y me cogió la mano.

– Vic, eres hermosa cuando te mueves, e incluso cuando estás en reposo y eso que no ocurre a menudo. Me encanta tu energía, el garbo que tienes al correr. Por Dios, deja de tener celos de Marcena. No puedo imaginarte ayudando a Bron Czernin a montar un dispositivo letal en el patio de su casa sin avisar a la policía porque no quieres que arruinen tu gran artículo. Y no es porque seas puñeteramente concienzuda, es porque usas la cabeza, ¿de acuerdo?

– De acuerdo -dije poco convencida pero dispuesta a cambiar de tema.

– Hablando de celos, ¿por qué la tiene tomada contigo Sandra Czernin? -preguntó Morrell.

Noté que me ponía colorada en el jardín a oscuras.

– Cuando íbamos al instituto colaboré en una broma muy cruel que le gastaron. Mi primo Boom-Boom la había invitado al baile de graduación. Mi madre acababa de morir, mi padre se aferraba a mí, no quería que saliera con chicos, y Boom-Boom dijo que podía ir al baile con él. Pero cuando descubrí que llevaría a Sandra y que yo sería como una rueda de recambio, la verdad es que perdí la cabeza. Ya nos las habíamos tenido unas cuantas veces, ella y yo, así que lo del baile me pareció una traición como la copa de un pino. Sandra se acostaba con cualquiera, todas las chicas lo sabíamos, pero yo me negaba a aceptar que Boom-Boom también lo hiciera. Ahí donde la ves, era muy guapa, como una especie de gatita persa, y supongo… bueno, qué más da. Resumiendo, yo estaba hecha una furia, y mi equipo de baloncesto y yo le robamos las bragas de la taquilla mientras estaba en la piscina; cuando había natación en el Bertha Palmer. La víspera del baile nos colamos en el gimnasio, trepamos a las cuerdas y colgamos sus bragas del techo, con una gran S roja pintada, junto a la sudadera de Boom-Boom. Cuando Boom-Boom se enteró de que había sido yo, pasó seis meses sin hablarme.

Morrell se desternillaba de risa.

– ¡No tiene gracia! -grité.

– Sí que la tiene, Warshawski, y mucha. Eres realmente implacable. Quizá no tengas un espíritu despreocupado pero, sea como sea tu espíritu, haces que la gente se mantenga alerta.

Supuse que lo decía a modo de cumplido, de modo que intenté tomármelo como tal. Estuvimos sentados en el jardín hasta que empecé a tiritar. Al cabo de un rato nos marchamos a su casa con los perros; un invitado que se dirigía hacia el Loop se ofreció a acompañar al señor Contreras. Pasamos en cama buena parte del fin de semana, dos cuerpos doloridos y frágiles, dándonos tanto consuelo mutuo como permite esta vida mortal.

El lunes recibí una llamada de Mildred, el factótum de la familia Bysen, diciéndome que habían extendido un cheque para Sandra Czernin y que un mensajero se lo estaba entregando en su domicilio.

– Quizá le interese saber que esta mañana, Rose Dorrado ha entrado a trabajar como supervisora en nuestra tienda de la calle Noventa y cinco. Y el señor Bysen se siente inclinado a hacer un gesto especial por el Instituto Bertha Palmer ya que fue allí donde cursó el bachillerato. Este verano va a construir un gimnasio nuevo y el próximo invierno contratará entrenadores para los equipos de baloncesto femenino y masculino. Esta tarde ofrecemos una rueda de prensa en el colegio para anunciar el proyecto. Estamos creando un nuevo programa para adolescentes llamado «Programa Promesa Bysen». Ayudará a los adolescentes a no perder el norte cristiano a través del deporte.

– Es una noticia maravillosa -dije-. Me consta que las prácticas cristianas del señor Bysen serán tenidas en muy alta estima en el South Side.

Comenzó a preguntarme qué quería decir con eso pero optó por cambiar de tema, limitándose a pedirme el número de fax para enviarme toda la información.

La rueda de prensa se celebró justo antes del entrenamiento de baloncesto del lunes. Las chicas estaban tan excitadas que resultó imposible que se concentraran en los ejercicios. Finalmente las envié a casa temprano pero les advertí que, para compensar, el jueves habría entrenamiento doble.

El Programa Promesa Bysen no comenzaría formalmente hasta el otoño siguiente, lo cual significaba que yo seguiría entrenando al equipo durante el resto de la temporada. Para mi asombro, me sentí la mar de contenta de quedarme con ellas.

Durante los deprimentes meses de invierno, Billy fue a Corea a ver a su hermana. La trajo de vuelta a casa y compraron una de las casitas que el pastor Andrés había contribuido a construir. Tuve la impresión de que la pasión de Billy y Josie quizás había tocado a su fin. Billy era un muchacho muy escrupuloso, pues siguió cuidando de ella, asegurándose de que se aplicara en sus estudios, pero había volcado sus energías en un programa que dirigían él y su hermana, llamado «El Niño para los Niños», cuya finalidad era dar clases de repaso y formación profesional a los jóvenes del barrio.

Justo después de Año Nuevo implantaron el desfibrilador cardioverter a April Czernin. Pasarían varios meses antes de que pudiera regresar a clase, pero siempre acudía a los partidos que las Lady Tigers jugaban en casa, y las demás chicas la trataban como a una especie de mascota. Celine y Sancia, las co-capitanas, le dedicaron los partidos con mucha solemnidad.

Sandra empleó parte del resto del dinero de la indemnización de Bron para construir una pequeña ampliación de su casa, de modo que sus padres pudieran ir a vivir con ella y ayudarla a cuidar de April. También compró un Saturn de segunda mano, pero el resto del dinero lo puso a buen recaudo para April. Sabía que tenía que darme las gracias por haberle conseguido el dinero tan deprisa y sin ninguna batalla legal ni los consabidos costes, pero eso no la hizo ser menos ponzoñosa cuando nos tropezábamos en el instituto.

Durante el invierno también tuve que prestar declaración un sinfín de veces ante los diversos abogados implicados en los pleitos sobre las operaciones de By-Smart. Seguían una predecible sucesión de descubrimientos, investigaciones, peticiones, aplazamientos… Abrigaba serias dudas de que un juez llegara a fijar fecha para el juicio mientras yo siguiera en este mundo.

Me indignó en grado sumo enterarme de que Grobian había recuperado su empleo en el almacén: Billy, muerto de vergüenza, me dijo que su abuelo apreciaba el carácter fuerte de Grobian. William, por su parte, disfrutaba de una excedencia indefinida: Buffalo Bill no podía perdonar que su hijo hubiese deseado que sufriera un derrame cerebral que acabara con él. Y Gary inició los trámites pertinentes para divorciarse de Jacqui; otra batalla legal que con toda seguridad se prolongaría durante décadas. Su esposa no iba a renunciar fácilmente a los millones de los Bysen.

En realidad, lo único bueno que salió de la carnicería de By-Smart fue el deshielo de mi relación con Conrad. A veces quedábamos después del entrenamiento para tomar un café o una copa. Nunca le dije nada a Morrell; Conrad y yo éramos viejos amigos, bien podíamos salir a tomar algo de vez en cuando. Al fin y al cabo, no era que estuviera instalado en mi casa como hacía Marcena en la de Morrell mientras recuperaba las fuerzas. Aunque Morrell prefiriese mi espíritu concienzudo a su despreocupación, no me gustaba nada encontrármela recostada en el salón cada vez que iba a verle.

Si esto fuese Disney, si fuese esa clase de cuento de hadas, terminaría diciendo que las Lady Tigers siguieron hasta ganar la liga regional y la estatal. Diría que se dejaron la piel en la cancha por mí, su maltratada entrenadora, y por Mary Ann, a cuyo funeral asistimos juntas a finales de febrero.

Pero en mi mundo no ocurren cosas así. Mis chicas ganaron cinco partidos en toda la temporada, cuando el año anterior habían ganado sólo dos. Ese fue todo el éxito que obtuve.

Cené con Lotty el día siguiente al final de la temporada de las Lady Tigers y le conté lo desanimada que estaba. Frunció el ceño con desaprobación, o quizá con desacuerdo.

– Victoria, sabes que mi abuelo, el padre de mi padre, era un judío muy observante.

Asentí sorprendida: rara vez mencionaba a sus parientes fallecidos.

– Durante el terrible invierno que pasamos juntos en 1938, los quince apretujados en dos habitaciones del gueto de Viena, reunió a todos sus nietos y nos dijo que los rabinos dicen que cuando mueras y te presentes ante la Justicia Divina, te harán cuatro preguntas: ¿Fuiste justo y honesto en tus negocios? ¿Dedicaste tiempo y afecto a tu familia? ¿Estudiaste la Torah? Y por último, lo más importante: ¿viviste con la esperanza del advenimiento del Mesías? Estábamos viviendo sin comida, y mucho menos esperanza, pero se negaba a vivir desesperanzado, mi zeide Radbuka.

Yo no creo en Dios, y menos en el advenimiento del Mesías, pero sí que aprendí de mi zeide que tienes que vivir con esperanza, la esperanza de que tu trabajo influirá en el mundo. El tuyo lo hace, Victoria. No puedes agitar una varita mágica y limpiar todos los escombros de las acerías abandonadas ni rehacer todas las vidas rotas de South Chicago. Pero tú volviste a tu viejo hogar, cogiste a tres chicas que nunca habían pensado en el futuro e hiciste que desearan tener uno, las incitaste a aspirar a una formación universitaria. Conseguiste un empleo para Rose Dorrado que le permite mantener a sus hijos. Si alguna vez viene un Mesías, será sólo gracias a que personas como tú, con vuestro modesto y sacrificado trabajo, ocasionáis pequeños cambios en este mundo tan hostil.

Fue un magro consuelo y, esa noche, en la cena, no me dio frío ni calor. Pero mientras el invierno de Chicago se eternizaba, me sentí reconfortada por la esperanza de su abuelo.

Загрузка...