Compañeros de armas
Cuando regresé a la cocina del señor Contreras me encontré con que había llegado Conrad. Estaba sentado con Morrell a la descascarillada mesa esmaltada mientras el señor Contreras terminaba de dar la vuelta a un montón de crepés recién hechos.
– Qué agradable y placentero es que los hermanos vivan juntos en armonía -dije.
Conrad me sonrió y su diente de oro destelló.
– No vayas a pensar que esto sea una reunión de machos, señora W.; tú eres sin lugar a dudas la estrella. Dime, ¿qué te llevó hasta ese hoyo?
– El perro -dije de inmediato para añadir enseguida, al ver que el buen humor se borraba de su rostro-, no, en serio; pregunta al señor Contreras.
Le expliqué lo ocurrido, desde la llamada de Rose Dorrado hasta el hallazgo del Miata de Billy debajo de la Skyway y la reaparición de Mitch al oeste del río a la altura de la calle Cien.
– Billy conoce a April Czernin porque conoce a Josie. Y conoce, conocía a Bron, porque Bron conduce un camión para el almacén de los Bysen y Billy conoce a todos los camioneros. Así que me pregunto si Billy le regaló el teléfono a Bron, y luego también el coche.
Conrad asintió con la cabeza.
– Es posible. Ahora mismo la señora Czernin es una mujer atormentada y hecha un lío. Su hija está enferma, según tengo entendido, y no sabe a qué se enfrenta. No le pregunté por el teléfono porque no sabía nada al respecto, pero es probable que ella tampoco supiera nada; a juzgar por lo que me dijo, su marido no le contaba gran cosa.
Sacó el teléfono móvil y llamó a su sargento de guardia para que enviara alguien al solar bajo la Skyway a ver qué quedaba del Miata.
– Y haz que el mejor equipo de rastreadores peine la zona comprendida entre Swing y el río a la altura de la calle Cien. El perro de un detective privado captó el olor de la señorita Love en algún lugar de allí: podría ser el lugar donde los atacaron.
Cuando colgó saqué el termo.
– Esto estaba en el asiento delantero, derramando bourbon.
– ¿Cogiste eso? -Conrad se enfadó-. ¿Qué demonios pensabas que hacías llevándote pruebas del escenario de un crimen?
– Me pareció que era el termo que le regalé a Morrell -dije-. No quise que las sanguijuelas que estaban destrozando el coche se lo llevaran consigo.
Morrell se acercó cojeando para observarlo.
– Creo que es el mío; aquí falta la i que se desprendió cuando me dispararon. Le dije a Marcena que podía cogerlo prestado para sus excursiones nocturnas, aunque supuse que lo llenaría de café, no de bourbon. ¿Tiene intención de incautárselo, Rawlings? Me gustaría recuperarlo.
– Pues no tendrías que haber dejado que se lo llevara, para empezar -dije, y entonces recordé que estaba en coma y le faltaba una cuarta parte de la piel, con lo que me sentí de inmediato avergonzada.
– Hemos estado juntos en muchas zonas de guerra -dijo Morrell-. Es mi compañera de armas; compartes tus cosas con tus compañeros, Vic. Tómalo o déjalo.
Conrad me miró como si me desafiara a empujar otra relación hasta el límite. Negué con la cabeza y cambié de tema preguntando quién era el tipo del helicóptero.
– Un colega tuyo, hablando en términos generales -dijo Conrad.
Arrugué la frente mientras intentaba comprenderlo.
– ¿Un detective privado, quieres decir?
– Pues sí, de Carnifice Security. El helicóptero era suyo.
No Scarface. Carnifice. El pez más gordo del negocio internacional de la seguridad privada. Hacen de todo, desde protección contra secuestros en Colombia e Irak a gestionar prisiones privadas, que es como topé con ellos por primera vez: casi me morí estando bajo su custodia un par de años atrás.
Según Conrad, alguien del entorno de los Bysen había caído en lo mismo que yo le había dicho a Billy la semana anterior: que el teléfono móvil emitía una señal de posicionamiento global que podía rastrearse.
– El padre del chaval se hartó de que el señor Bysen se inmiscuyera cuando le llevó a esa iglesia, donde por lo visto la armó. Así que el padre decidió contratar a Carnifice y usar sus equipos para localizar el teléfono del chico, cuyo rastro siguieron hasta el hoyo. Al no encontrar a Billy, el sabueso quiso despegar de nuevo; no los habían contratado para salvar vidas de extraños.
– Gracias, Conrad -dije un tanto violenta-. Gracias por acudir y salvarme la vida, y por salvar a Marcena, también.
Me dedicó una sonrisa burlona.
– Servimos y protegemos, señora W., incluso a quienes no lo merecen.
Sacó una grabadora.
– Bien, pasemos a lo que necesito oficialmente. ¿Qué hacía esa tal Love en mi territorio?
Morrell y yo cruzamos una mirada incómoda, pero Morrell dijo:
– Estaba trabajando en una serie de artículos para un periódico inglés. Conoció a Czernin cuando éste fue a recoger a su hija al entrenamiento de baloncesto. No sé qué estaba haciendo en concreto; dijo que él le estaba mostrando el barrio, cosas ocultas entre bastidores a las que no habría tenido acceso sin él.
– ¿Como qué? -inquirió Conrad.
– No lo sé. Sólo me habló de generalidades, sobre la pobreza y los problemas de vivienda que estaba descubriendo.
– Esa mujer está parando en su casa, ¿verdad, Morrell? ¿Con qué frecuencia salía con Czernin?
– Consiguió un montón de contactos en Chicago, incluido usted, Rawlings; me contó que usted iba a llevarla de ronda esta semana. Se iba por un día, a veces más, y nunca sabía si estaba con Czernin o con usted o con otra persona de las que estaba conociendo. No la obligaba a fichar cuando iba y venía -agregó Morrell de mal humor.
– ¿Y a ti te contó algo más? -preguntó Conrad dirigiéndose a mí-. Pasas mucho tiempo en ese apartamento, ¿cierto?
Sonreí.
– En efecto, jefe, pero Marcena no confiaba en mí. Sí que me dijo que Bron le había dejado conducir el camión la primera noche que salieron, y que por poco derriba una caseta o algo así en el estacionamiento del instituto, pero no recuerdo que me contara nada más concreto acerca de él.
– La señora Czernin dijo que la Love se estaba tirando a su marido -dijo Conrad.
El señor Contreras dio un bufido ante tamaña ordinariez, que, por cierto, no era característica de Conrad; supuse que quería hacer perder pie a Morrell para ver qué indiscreción soltaba.
Morrell sonrió apretando los labios.
– Marcena no me contaba sus intimidades.
– ¿Y a ti tampoco, Warshawski? -dijo Conrad-. ¿No? Una de las chicas de tu equipo dijo que todo el instituto estaba al corriente.
Me encendí.
– ¿Por qué acosas a mi equipo, Conrad? ¿Imaginas que una de ellas mató a Bron Czernin? ¿Debo asegurarme de que mis jugadoras tengan un abogado?
– Estamos hablando con todas las personas que conocían a ese sujeto. Tenía cierta reputación en el barrio; con los años, muchos hombres podrían tener motivos para matarle.
– ¿Por qué los hombres de South Chicago iban a ir a por él precisamente ahora, cuando Marcena y él mismo eran noticia? Yo más bien pensaría que estarían encantados de que hallara otros pastos en los que perderse, quizá con la excepción de Sandra, y no veo cómo se las podría haber arreglado para dar una paliza a su marido y a Marcena y luego arrastrarlos hasta ese hoyo.
– Tal vez la ayudaron.
Conrad inclinó la cabeza hacia Morrell, que lo miró perplejo.
– ¿Insinúa que yo tenía celos de Czernin? -dijo Morrell-. Marcena y yo somos viejos amigos, por eso la tengo alojada en mi casa, pero no somos amantes. Sus gustos son muy amplios y eclécticos. Cuando estuvimos en Afganistán el invierno pasado, se lió con uno de los camilleros de Humane Medicine, con un jefe del ejército paquistaní y con un tío de la agencia de noticias eslovena, y ésos sólo fueron los tres de los que me enteré. Créame, si yo fuese un amante celoso que quisiera verla muerta lo habría hecho en lo alto de los Mounts Pathan, donde a nadie le habría parecido extraño.
Conrad gruñó; tal vez le creyera, tal vez no.
– ¿Qué hay de su trabajo? ¿Qué estaba escribiendo?
Morrell negó con la cabeza.
– La serie es sobre la América que Europa desconoce. Después de conocer a Czernin, decidió centrarse en South Chicago. Estuvo en la oficina central de By-Smart; según parece le cayó en gracia al señor Bysen y se reunió un par de veces en privado con él. Es cuanto puedo decirle; suele jugar sin mostrar sus cartas.
– Ya será menos, si se enteró de lo del jefe paquistaní y el camillero y demás -dijo Conrad-. Quiero ver sus notas.
– ¿Piensa que el ataque tuvo que ver con el reportaje en el que estaba trabajando? ¿No con alguien que iba a por Bron y que la golpeó porque estaba presente?
– Aún no tengo una teoría -refunfuñó Conrad-. Sólo tengo a una mujer cuyo padre está en el Foreign Office británico, de modo que el cónsul ha llamado al gran jefe cinco veces y éste me ha llamado a mí diez. Czernin ha puesto los cuernos a un buen puñado de tíos en South Chicago, y estamos investigando eso. Dudo de que la paliza sea obra de una banda callejera cualquiera porque fuese lo que fuese lo que les hicieron, requirió mucho trabajo, y aunque mis granujas de South Chicago tienen todo el tiempo del mundo para hacer animaladas, no son muy dados al asesinato elaborado. Por eso investigo a las personas a quienes Czernin agravió y tengo interés en saber sobre qué estaba trabajando Love. Puedo conseguir una orden para registrar su casa, Morrell, será pan comido porque el alcalde está tirando de la cadena del gran jefe y el gran jefe tira de la mía; cualquier juez estará dispuesto a hacernos un favor. Pero estaría muy bien que usted me ahorrara esa molestia.
Morrell estudió su semblante pensativamente.
– De un tiempo a esta parte los departamentos de policía se apoderan de los archivos de la gente amparándose en la ley antiterrorista, la maldita Patriot Act. No me apetece invitar a la policía a mi casa y que se lleve mi máquina o la de cualquier otra persona.
– Así que quiere hacerme perder el tiempo solicitando una orden.
– No considero que las garantías legales sean una pérdida de tiempo, Rawlings. Pero no le pediré que recurra a un juez si usted viene conmigo en persona y revisamos juntos el ordenador de Marcena, archivo tras archivo. Si contiene material de índole personal, lo dejaremos intacto. Si tiene notas que apunten a un posible criminal, copiará esos archivos y se los llevará.
A Conrad no le gustaba la idea. Es poli, a fin de cuentas, y a los polis no les gusta que los civiles supervisen su trabajo. Pero en el fondo es un tipo decente al que no le gusta acosar a los ciudadanos por puro placer.
– Soy jefe de distrito. No puedo dedicar tanto tiempo a una tarea como ésa, pero puedo mandarle a un buen detective y un agente uniformado. Con órdenes de no llevarse nada que no haya visto usted.
– Con órdenes de llevarse copias, no originales -puntualizó Morrell.
– Con órdenes de llevarse cualquier cosa que parezca relevante sobre el trabajo que Love estaba haciendo en South Chicago.
– Siempre y cuando sea una copia y no se incauten de su máquina.
– Esto es como estar viendo a Lee Van Cleef contra Clint Eastwood -me quejé-. El pulso podría alargarse toda la tarde. Tengo que ir a mi oficina, así que voy a dejar que resolváis vuestras diferencias por vuestra cuenta; el señor Contreras hará de Eli Wallach. Ya me contará cuál de los dos se queda con el oro.
Conrad rió resoplando.
– De acuerdo, señora W., de acuerdo. Dejaré que tu amigo revise los archivos, pero yo decidiré qué se copia. O mejor dicho, mi detective. Se llama Kathryn Lyndes; estará en su casa dentro de noventa minutos.
El alcalde iba realmente a por todas en aquel caso si Conrad podía asegurar que contaba con un detective disponible para ir desde South Chicago hasta Evanston sin previo aviso.
– El padre de Marcena debe de ser alguien bastante importante para que el cónsul haga que el alcalde se preocupe por un atraco en el South Chicago. ¿Crees que podrías reservar algún recurso para una persona sin contactos? Te conté que estaba buscando a Josie Dorrado cuando encontré a Marcena y a Bron. Todavía no ha aparecido y me he quedado sin ideas.
– Dile a la madre que vaya a comisaría y que presente una denuncia de desaparición.
– ¿Y alguien saldrá disparado y se pondrá a peinar los solares vacíos y los edificios abandonados? -dije con sorna.
– No la tomes conmigo, señora W. Sabes muy bien de qué recursos dispongo y cómo los empleamos al máximo.
– La semana pasada me dijiste que no me inmiscuyera en South Chicago. Esta semana no tienes recursos para ocuparte del barrio.
– Cada vez que tú y yo empezamos a llevarnos bien, decides abrir fuego contra mí con una metralleta -dijo Conrad-. No puedes echarme la culpa si la semana pasada te menosprecié por lo de aquel incendio.
Tomé aire; una discusión del tipo quién dijo qué era una batalla perdida para todos.
– Muy bien, Conrad, no es mi intención apuntarte con una metralleta, pero ¿has descubierto algo sobre el incendio? ¿Quién lo provocó, o al menos por qué iban a por Frank Zamar?
– Pues no. Aún no sabemos siquiera si lo provocó Zamar y no logró salir del edificio a tiempo, aunque no lo creo. Si la fábrica hubiese ardido el verano pasado, cuando el negocio le iba fatal, sería otra historia; había hecho grandes negocios con By-Smart cuando todo el mundo quería tener una bandera americana; hasta había añadido un turno de noche y se había endeudado para adquirir nuevas máquinas de corte. Luego ese contrato fue cancelado de golpe y tuvo que cerrar el turno de noche. Pero no mucho antes del incendio había firmado un nuevo contrato con By-Smart para fabricar una línea de sábanas y toallas con la bandera.
Pase la noche arropada con la Vieja Gloria y por la mañana séquese el culo con la bandera. A su manera, parecía tan ultrajante como quemarla, pero ¿qué sabía yo? ¿Era ése el segundo empleo que había cogido Rose? ¿Dirigir la fábrica de toallas para Zamar? ¿Por qué se ponía tan a la defensiva y reservada al respecto? Parecía perfectamente legal.
Negué con la cabeza, incapaz de comprenderlo, y dije a Conrad:
– Para tu información, el tipo de Carnifice que busca a Billy el Niño tiene recursos de sobra. Creo que Josie Dorrado está con Billy. La familia Bysen le ha atribuido el papel de espalda mojada chantajista que quiere sacarle dinero a Billy. No soportaría que le hicieran daño.
– Lo tendré presente, señora W.; lo tendré presente.
Conrad habló cansinamente pero garabateó algo en su bloc de notas. Tendría que conformarme con eso.
Morrell salió del apartamento del señor Contreras cojeando a mi lado.
– Voy a tomar un taxi hasta mi casa para tener tiempo de mirar unas cosas antes de que llegue el detective de Rawlings. ¿Estarás bien?
Asentí con la cabeza.
– Hoy sólo estoy en condiciones de hacer trabajo de oficina. ¿Van a venir los padres de Marcena?
– El Foreign Office está tratando de localizarlos; son unos excursionistas inveterados y ahora mismo se encuentran en una región remota de la India -me apartó el pelo de los ojos y me besó-. Anoche teníamos una cita para cenar, cariño, pero me diste plantón. ¿Debería concederte una segunda oportunidad?
Conrad salió en ese momento y, contra mi voluntad, noté que se me encendían las mejillas.