En el despacho del doctor Pons había dos sillas únicamente, así que mientras esperaban, él entró en un pequeño cuarto de baño y regresó con un taburete que colocó en medio de ellas. Cinta y Santi ocuparon las sillas. Máximo, el taburete. El médico rodeó de nuevo su mesa para ocupar la butaca que la presidía. Desde ella los observó.
Cinta era de estatura media, tirando a baja, adolescentemente atractiva con la ropa que llevaba, pero también juvenilmente sexy: cabello largo, ojos grandes, labios pequeños, cuerpo en plena explosión. Santi y Máximo, en cambio, eran el día y la noche. El primero llevaba el cabello corto y tenía la cara llena de espinillas, como si en lugar de piel tuviera un sembrado. El segundo mostraba una densa cabellera, rizada, como si de la cabeza le nacieran dos o tres mil tirabuzones de color negro que luego le caían en desorden por todas partes.
Unió sus dos manos entrelazando los dedos y se acodó en su mesa. Luego empezó a hablar, despacio, sin que en su voz se notaran reconvenciones o tonos duros. Era médico. Sólo médico.
Y había una vida en juego.
– Ahora que vuestra amiga, por lo menos, está estabilizada, es hora de que retomemos la conversación que antes iniciamos.
– Ya le dijimos todo…
– Oídme, ¿queréis ayudarla o no?
– Sí -contestó Cinta rápidamente.
Los otros dos asintieron con la cabeza.
– ¿Quién más tomó pastillas?
– Yo -volvió a hablar Cinta.
Miró a Santi y a Máximo.
– Todos tomasteis, ¿no? -preguntó el doctor.
– Sí.
– ¿Éxtasis?
– Sí.
– ¿Cómo sabéis que era éxtasis?
– Bueno… -vaciló Máximo-. Se supone que…
– ¿Soléis tomarlo a menudo?
– No -dijeron al unísono los dos chicos.
Probablemente demasiado rápido, aunque…
– ¿Qué efecto os causó? -continuó el interrogatorio.
– Era como… si tuviera un millón de hormigas dentro -dijo de nuevo Cinta, dispuesta a hablar-. Mi cuerpo era una máquina, capaz de todo. Un estado de exaltación total.
– Yo quería a todo el mundo -reconoció Máximo-. Un rollo estupendo. Me dio por reírme cantidad.
– Sí, eso -convino Santi-. Era como estar… muy arriba, no sé si me entiende. Arriba y muy fuerte.
– ¿Y ahora?
No hizo falta que respondieran. El bajón ya era evidente. Fueran o no habituales, podían tener náuseas, cefaleas, dolor en las articulaciones…
– ¿Qué le pasó exactamente a Luciana?
– Empezó a subirle la temperatura del cuerpo.
– No -Santi detuvo a Cinta-. Primero se mareó, y luego vino lo de los calambres musculares.
– Fue todo junto -apuntó Máximo-. Yo me asusté cuando vi que dejaba de sudar. Entonces comprendí que le venía un golpe de calor.
– ¿Así que sabéis lo que es eso?
– Sí.
– ¿Y aun así, os arriesgáis?
Era una pregunta estúpida, improcedente. Lo comprendió al instante. Miles de chicos y chicas lo sabían, y sin embargo todas las semanas se jugaban la vida tomando drogas de diseño. Después de todo, sólo alguien moría de vez en cuando.
Sólo.
– ¿Qué pasó después? -siguió el doctor Pons.
– Lo que le hemos contado -dijo Cinta-. Empezó con las convulsiones, el corazón se le disparó y…
– ¿Tenéis aquí una pastilla de esas?
– No.
Suspiró con fuerza. Hubiera sido demasiada suerte. Con una pastilla al menos sabría qué llevaba Luciana en el cuerpo. Un análisis de sangre no bastaba. Había que analizar el producto.
Ni siquiera sabían contra lo que luchaban.
– A nosotros no nos hizo nada -manifestó Santi-. ¿Por qué sí a ella?
– Eso no se sabe, por esta razón es tan peligroso. Os venden química pura adulterada con yeso, ralladura de ladrillos, materiales de construcción como el «Agua-plast» e incluso venenos como la estricnina. A veces son más benévolos y simplemente se trata de un comprimido de paracetamol, que no es más que un analgésico. Pero de lo que se trata es de que, luego, cada cuerpo humano reacciona de una forma distinta. De hecho, no hay nada, ninguna sustancia, capaz de provocar una reacción como lo que le ha sucedido a Luciana, un coma en menos de cuatro horas; pero si alguien sufre del corazón, tiene asma, diabetes, tensión arterial alta, epilepsia o alguna enfermedad mental o cardíaca, que a veces incluso se ignora por ser jóvenes y no estar detectada, la reacción es imprevisible. Incluso beber agua en exceso, pese a que se recomienda beber un poco cada hora, puede llevar a esa reacción. En una palabra: el detonante lo pone la persona.
Dejó de hablar. Los tres le habían escuchado con atención. Pero el resultado era el mismo. Cerca de allí una chica de dieciocho años se debatía entre la vida y la muerte, al filo de ambos mundos, perdida, tal vez eternamente, en una dimensión desconocida. Quizá por ello esperaba la última pregunta.
La formuló Cinta.
– Se pondrá bien, ¿verdad, doctor?
Y no tenía ninguna respuesta para ella. Ni siquiera un mínimo de optimismo en que basarse.