Esther Salas no conseguía apartar los ojos de su hija y del complejo sistema de tubos y aparatos que la envolvía.
En aquellas pocas horas, había aprendido todo lo que tenía que aprender de la situación, y de todo aquello que ahora la mantenía con vida de forma artificial. El tubo de la nariz era una sonda nasogástrica; el de la boca, un respirador para la ventilación asistida, y que la unía a la bomba que le suministraba a ella el aire. También sabía que un coma era la ruptura de las funciones cerebrales específicas, la abolición del movimiento, la sensibilidad y la movilidad. El doctor Pons y las enfermeras le habían dicho que, sobre todo, tratase a su hija como si ella realmente pudiera oírla, y que le hablase.
Lo habría hecho igualmente.
No estaba muerta, y si no estaba muerta es que estaba viva. Por lo tanto podía oír. Estaba segura de ello.
Fue a cogerla de la mano…
Y entonces todo en Luciana se disparó.
Fue tan fulminante que por un momento creyó que iba a volver a la vida. Pero inmediatamente se dio cuenta de la anormalidad en la siguiente fracción de segundo. Luciana se estiró y arqueó por completo, de una forma absolutamente antinatural y casi inverosímil, apoyándose tan sólo en la nuca y los talones, con la espalda tan curvada hacia arriba que parecía que se le iba a romper. Todo su cuerpo fue preso de una tensión brutal.
– ¡Luis! -gritó.
Su marido ya se había dado cuenta, lo mismo que Norma, aunque la chica se quedó inmóvil, atenazada. El hombre salió por la puerta gritando:
– ¡Enfermera! ¡Enfermera!
La primera entró inmediatamente. Otras dos corrían ya hacia la habitación. Una cuarta llamaba al médico.
El pequeño espacio se llenó de voces profesionales.
– ¡Está en opistótonos!
– ¡Rápido!
– ¡Sujetadla!
El doctor Pons tardó en llegar lo que para Luis y Esther Salas era una eternidad. También reaccionó de manera fulminante, sin necesidad de consultar a las enfermeras que ya atendían a Luciana y procuraban que no se desconectara de las máquinas.
– ¡Sulfato de magnesio intravenoso, ya!
Luciana continuaba arqueada, arrastrada por sus convulsiones espásticas. Sus padres contemplaron horrorizados la escena sin saber qué hacer o decir, lo mismo que Norma, que rompió a llorar.
La aguja hipodérmica se hundió en la carne de la paciente.