Aparecieron los dos, y, al entrar en la sala, Mariano Zapata se levantó. Fue él quien les tendió la mano en primer lugar.
– ¿Señores Salas?
Primero se la estrechó a ella, haciendo una leve inclinación. Después a él. Acto seguido les mostró su credencial de prensa.
Esther Salas lo miró sin acabar de comprender.
– ¿Cómo está su hija Luciana? -se interesó el periodista.
– En… coma -articuló Luis Salas.
– Sí, lo sé. Me refería a si había habido algún cambio -aclaró Mariano Zapata.
– No, dicen que aún es… pronto.
– Créanme que lo siento. Estas cosas le revuelven a uno el estómago.
– ¿Va a escribir algo sobre nuestra hija? -vaciló el padre de Luciana.
– Debo hacerlo.
– ¿Porque es noticia?
– Es algo más que eso, señor Salas -trató de mostrarse lo más sincero posible, y en el fondo lo era-. Cuando estas cosas pasan la desgracia de una persona suele ser la salvación de otras.
– No le entiendo -musitó la mujer.
– Un caso como el de Luciana alerta a los demás, a posibles víctimas y a sus padres -le aclaró su marido.
– Así es -corroboró el periodista-. De ahí que quiera hablar con ustedes, saber algo más de su hija, pedirles que me cuenten cómo era, que me den alguna fotografía.
– Señor…
– Zapata, Mariano Zapata -les recordó.
– Señor Zapata -continuó Luis Salas-. Ahora mismo no estamos para otra cosa que no sea para estar a su lado, ¿entiende? Tal vez mañana, o pasado… no sé…
– Esta noche cientos de chicos y chicas tomarán la misma porquería que ha llevado a Luciana a ese estado, señor Salas -insistió él.
– Todo esto acaba de ocurrir. Todavía… -balbuceó Esther Salas.
– Se lo ruego, señor Zapata -pidió Luis Salas.
– ¿Podría hacerle una fotografía a Luciana?
– ¡No!
Fue casi un grito. Los dos hombres la miraron.
– Señora, esa imagen…
– ¡No quiero que nadie la vea así, por Dios!
Todo el horror del mundo tintaba sus facciones. El periodista supo ver en ellas una negativa cerrada.
– De acuerdo, señora -se resignó-. Lo siento.
Y volvió a tenderles la mano dispuesto a marcharse.