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(Blancas: Torre x b7)

Poli García salió de los lavabos y se encaminó al bar de la discoteca para tomarse algo antes de largarse. No le gustaba vender dentro. Demasiado arriesgado. Y menos hacerlo en los lavabos. Y menos aún en el de las mujeres. Pero había sido necesario, y discreto. Dadas las circunstancias, no se fiaba ya de nada ni de nadie. También había una diferencia: aquellos críos preferían no comprar fuera, por si alguien los veía. Tenían tanto miedo que más de uno se lo haría encima en una situación extrema. Por eso los lavabos eran el mejor sitio. Se corría la voz, y acudían como moscas.

Todavía le quedaban demasiadas pastillas, y allí ya había vendido todo lo que tenía que vender. Lo que podía vender.

Giró la cabeza.

El muchacho que estaba en el distribuidor había salido tras él.

Parecía observarle.

Suspiró. Ya empezaba con las manías persecutorias.

– ¡Mierda! -dejó escapar en voz baja.

Cuando antes acabase la mercancía, antes podría largarse. No le gustaba todo aquello, sentirse así, acorralado, asustado. Castro no era más que un cerdo. Incluso sabía que si a él le trincaban, nunca se atrevería a decir nada, porque sería hombre muerto. Castro podía dormir tranquilo.

Él no.

Se abrió paso sin muchos miramientos. Las inmediaciones del bar estaban más densamente pobladas de adolescentes, aunque a esa hora la huida, el regreso a casa, ya se había iniciado. Tenía sed.

Hasta que se detuvo en seco.

Delante de él, a unos cinco metros, vio una cara. Una cara vagamente familiar.

Una cara expectante, y además gesticulante. Su dueño movía los brazos, daba la impresión de estar diciéndole algo a alguien situado a sus espaldas, mientras lo señalaba a él.

Poli giró la cabeza por segunda vez.

El muchacho de los lavabos estaba ahí, más cerca, como si pugnase por avanzar en su dirección. Y tenía las mandíbulas apretadas.

El camello volvió a mirar al de los gestos.

Fue un flash, rápido, fugaz, pero contundente.

La noche pasada, un amigo de uno que se llamaba Raúl, buen cliente, siete pastillas de golpe, un par de chicas…

Quizá fuera una casualidad, quizá no, pero tenía los nervios a flor de piel y no se detuvo a preguntar.

Poli enfiló la salida de la discoteca, abriéndose paso a codazos y empujones. Y redobló sus esfuerzos al ver que los otros dos, el de los gestos y el de los lavabos, echaban a correr tras él con la misma nerviosa celeridad.

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