Abrió la puerta con sigilo, por si tenía suerte y ellos aún dormían o por lo menos no le oían llegar, pero comprendió que no era precisamente su día de suerte.
Su madre apareció en el pasillo, en bata, con su habitual cara de preocupación.
– ¡Vaya horas, Máximo! -fue lo primero que le dijo.
Lo siguiente fue acercarse a él, para comprobar su estado.
– Estoy bien, mamá. No he bebido.
Parecía no creerle. Se le plantó delante, mirándolo de hito en hito.
No tuvo tiempo de mostrarse enfadado por la falta de fe materna, ni de protestar o tratar de capear el temporal al que, por otra parte, ya estaba habituado. Su padre apareció por la puerta del baño a medio afeitar.
– ¿Qué, por qué no empalmas ya, directamente? -le gritó.
– Se me ha hecho tarde, caramba. No voy a estar mirando la hora…
– ¡Ay, hijo, es que primero llegabas a las tres o las cuatro, luego ya fue al amanecer, y ahora…! -se puso en plan dramático su madre.
– Oye, tengo casi diecinueve años, ¿vale?
– ¡A tu madre no le contestes!, ¿me oyes? ¡Mira que te doy un guantazo que te pongo las orejas del revés! ¡Casi diecinueve años, casi diecinueve años! ¡Si aún te quedan siete meses, crío de mierda!
– Bueno, no discutáis -trató de contemporizar la mujer.
– Tú has empezado, mamá -la acusó Máximo-. He salido, se me ha hecho tarde y estoy bien, ¿ves? ¿Qué más quieres?
– ¿Y no piensas que tu madre a veces no pega ojo en toda la noche? -continuó gritando el hombre.
– Yo no tengo la culpa de eso -se defendió él.
– Si es que cada semana se matan tantos chicos en accidentes que…
La discusión ahora ya era entre ellos dos, como habitualmente solía suceder. Dejaron de hacerle caso a ella.
– ¡Y ahora a dormir hasta la hora de comer, claro! ¡Eso si te levantas, porque a lo peor empalmas y hasta la noche, y vuelta a empezar! Pues ¿sabes lo que te digo, eh? ¿Sabes lo que te digo? ¡Que se me están empezando a hinchar las narices! ¡Y a mí cuando se me hinchan las narices…!
– Vale, oye, no grites -trató de contenerle Máximo al ver que su madre iba a ponerse a llorar.
– ¡Tú a callar, yo grito lo que me da la gana!
Máximo se tragó su posible respuesta. Lo hizo tanto por cansancio como por su madre. El silencio los envolvió súbitamente, de forma que los tres se miraron como animales acorralados.
Fue suficiente. La tensión cedió de manera progresiva, como una espiral.
El hombre volvió a meterse en el cuarto de baño, dando un portazo.
Y Máximo entró en su habitación.
En el momento de dejarse caer sobre la cama, tenía los puños apretados, pero no sólo era por la discusión que acababa de tener.
Seguía pensando en Luciana, y en Raúl, y en…