La sirena ya hacía unos minutos que había enmudecido. El automóvil rodaba ahora a velocidad moderada, porque el Popes se hallaba a la vista. Lorenzo Roca se preocupaba más de buscar un lugar donde aparcar que de otra cosa.
– Esto está lleno -rezongó.
– Pues me gustaría aparcar cerca de la entrada, para poder vigilar la puerta sin tener que bajar del coche -repuso Vicente Espinós.
– Ya.
Sólo le faltó agregar: «¿y qué más?».
Rodeó una parada de autobús en la que ya hacían cola un puñado de chicos y chicas, muy vistosos. Les echaron una ojeada distraída y el inspector volvió a pensar en su padre, en lo que le decía cuando él iba de hippy, o lo pretendía, con el cabello largo y las ropas psicodélicas. Fue un pensamiento fugaz.
– Claro, ahí no vamos a poder entrar -manifestó Roca mirando la discoteca-. Cantaríamos como una almeja.
– Ya sabes que el noventa por ciento del trabajo policial consiste en perder el tiempo, pero el diez por ciento restante depende casi siempre del noventa por ciento primero.
– Todos esos coches no pueden ser de los que están ahí dentro, ¿verdad?
– No, porque son menores, pero las motocicletas sí -le señaló un pequeño bosque lleno de vehículos de dos ruedas.
– Bueno, ¿qué hago?
– Roca, ¿quiere que piense yo en todo?
– Para algo es el jefe, ¿no?
A veces le hacía sonreír, aunque no tuviera ganas, como en ese momento.
– ¿Y si llamamos por radio a la grúa para que se lleve uno de estos coches? -propuso Lorenzo Roca.