Por primera vez en todo el día, estaba quieto.
Podía pensar.
Deseó no hacerlo, y que los otros tres llegaran de una vez para ponerse en marcha. Por eso les había citado cerca de su destino tras llamarles por teléfono, aunque había llegado antes. Probablemente ellos aún tardarían unos minutos. Demasiados.
¿Y si hubiera ido solo?
No, qué estupidez. Se lo había repetido ya una docena de veces. Los necesitaba. De entrada porque él no conocía al camello, y Máximo sí. Y también porque cuando lo tuviese delante…
¿Qué haría cuando lo tuviese delante?
Lo más importante era Luciana, conseguir una pastilla. Pero aquel cerdo era el causante de que ella estuviese como estaba. Era como si la hubiese matado, aunque…
No, no era cierto. El camello no era más que un eslabón de la cadena. Y el último, el decisivo, eran ellos.
Ellos decidían comprar, y tomársela. Ellos y nadie más que ellos.
Un juego divertido.
Para eso se es joven, para probar cosas, para experimentar.
Para eso y para desafiarlo todo.
¿O no?
Anduvo inquieto por la esquina. Parecía idiota. Un idiota de diecinueve años. ¿Por qué todas las reflexiones surgían después de que las cosas hubieran pasado? ¿Por qué los ataques de madurez, y los sentimientos, y las prevenciones, y el sentirse carca, y…?
La confusión lo invadía como una marea negra.
Impregnándolo todo.
De acuerdo, darían con ese cabrón, compraría una pastilla, apretaría los puños y las mandíbulas, se tragaría su odio, sus deseos de venganza, y luego irían al hospital y llamarían a la policía. Por ese orden. Existía la ley.
Aunque nada, ni siquiera esa ley, podría ayudar a Luciana a volver a la vida.
Siguió caminando arriba y abajo, inquieto, mientras los coches pasaban por su lado llenándole de humos y ruidos. Ningún taxi se detuvo en la calzada. Volvía a moverse para no pensar, para seguir activo.
Lo peor llegaría más tarde, cuando tuviera que parar.
Entonces estaría probablemente tan muerto en vida como Luciana.