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(Blancas: Torre x e4)

Santi se había quedado dormido finalmente, y sus suspiros, a veces, se convertían en ronquidos cargados de una paz que a ella le enturbiaba aún más los sentidos, porque el sueño de su novio la dejaba sola con sus propias ideas y pesadillas.

Así que se levantó.

Se acercó a la ventana y miró a través de una de las rendijas horizontales de la persiana. Por la calle casi no circulaban coches, y al otro lado, en las ventanas del edificio de enfrente, no se veía movimiento alguno.

La ciudad vivía encerrada en sí misma.

El mundo entero vivía cerrado en sí mismo.

Aunque, detrás de cada ventana, podría haber una tragedia, una lucha tal vez perdida de antemano, tal vez…

Cinta cerró los ojos. Nunca había pensado así, porque nunca hasta ahora se había tenido que enfrentar a nada semejante. Ni siquiera cuando murió su abuela. A fin de cuentas era mayor, y ya estaba muerta cuando llegaron ellos. Ahora todo era distinto, era como madurar de golpe. Un latigazo en mitad de la conciencia.

Volvió a abrir los ojos, para no abandonarse a su depresión. Cada vez que los cerraba veía a Luciana cayendo al suelo en mitad de la pista de la discoteca. Los demás, dado lo abigarrado del espacio, casi la habían pisoteado. Tenía cada uno de aquellos espasmos grabado en la memoria.

– ¡Luciana! ¡Luciana! ¿Qué te pasa? ¡Luciana!

– ¡Va, tía, no hagas tonterías!

– ¡Está ardiendo!

– ¡Luciana!

– ¡Que alguien llame a un médico! ¡Socorro!

La música seguía sonando, y sonando, y sonando, y los que les rodeaban lo miraban todo entre curiosos y sorprendidos, sonriendo, como si aquello fuese un juego.

– Menudo pedo.

– Si es que no aguantan.

– Sacadla fuera, tendrá un mal embarazo.

Más risas, más indiferencia.

No iba con ellos. Bailaban juntos pero nadie conocía a nadie. Eran compartimientos estancos de un mismo barco. Ni siquiera eran conscientes de que en ese barco navegaban todos juntos.

Cinta abandonó la ventana, aunque su abatimiento la acompañó, no se quedó allí mirando a través de ella. Salió de la habitación y se dejó caer, agotada por ese simple esfuerzo, en una de las butacas de la sala-comedor. El teléfono estaba a su lado.

No tenía más que levantar el auricular y marcar un número.

Luciana tal vez ya estuviese bien, fuera del coma.

Fin de la pesadilla.

Tendió su mano en dirección al aparato, pero no llegó a ponerla sobre él.

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