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(Blancas: c4 +)

Eloy se sorprendió al ver cómo el camello, de pronto, parecía detenerse en una fracción de segundo, justo para cambiar el rumbo, casi de forma fulminante, saliendo de estampida hacia la izquierda.

A su derecha vio a dos hombres, también corriendo hacia el fugitivo.

– ¡Alto, Mosca! -gritó uno de ellos.

– ¡Quieto! -ordenó el otro.

No tenía ni idea de quiénes eran, pero desde luego iban tras su perseguido igualmente. No perdió tiempo en dudas o vacilaciones. La ventaja se decantaba de su lado.

– ¡Es la policía! -oyó gritar a Máximo-. ¡Ya es nuestro!

Corrían codo con codo, a la par. Máximo se desvió un poco, para sortear un automóvil. Eloy no. De un salto se subió a su capó, y de él pasó a otro vehículo, como si acabase de encontrar un atajo aéreo.

– ¡Mosca, maldita sea! -volvió a oírse la voz de uno de los policías.

Eloy saltó a un tercer coche.

El camello ya no estaba a más de diez metros.

Aunque iba a salir de entre los vehículos aparcados, para volver a correr en línea recta.

Hizo un último esfuerzo. Ahora él iba en cabeza. Un último esfuerzo por Luciana, por su vida.

El amor, tanto como el odio, pusieron las definitivas alas a sus pies.

Su perseguido giró la cabeza, como si percibiera su aliento.

Y entonces…

El camello resbaló, pisó algo, o fue su propia velocidad. Fuere como fuere sus piernas salieron disparadas hacia arriba, mientras el resto de su cuerpo se le quedaba atrás. Manoteó en el aire, sorprendido, un breve instante.

Después cayó al suelo, de nuca.

El grito de victoria de Eloy se confundió con el sordo ruido del cráneo humano astillándose, lo mismo que una cáscara de huevo vacía. Fue audible desde la distancia.

El camello rebotó junto a una acera.

Llevaba algo en la mano.

Un paquete pequeño que a duras penas, y más por instinto, consiguió echar por el agujero de la alcantarilla que quedaba allí, a su alcance, antes de quedarse definitivamente quieto.

– ¡No! -aulló Eloy comprendiendo de qué se trataba.

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