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(Blancas: Reina g3)

Mariano Zapata había estado esperando el momento oportuno, y de pronto lo tenía a su alcance, fácil, rápido.

Después del susto y la crisis, con la chica sólo estaba su hermana. La enfermera acababa de irse tras dejarlo todo en orden. Las demás bastante tenían con tener controlados a todos los pacientes que estaban a su cargo.

Aunque sabía que los padres volverían enseguida, y lo más probable fuera que ya no se apartaran del lado de su hija.

No esperó más. El secreto del éxito periodístico era lanzarse siempre, arriesgarse.

Después de todo, Norma ya lo conocía, habían estado hablando, se la había ganado, confiaba en él.

Metió la cabeza por la puerta de la habitación de Luciana.

– ¿Norma?

– ¿Sí?

Pareció asustarse. Estaba muy concentrada mirando a su hermana mayor. Casi hechizada por aquella imagen tan triste y dramática, con los ojos cerrados y la boca abierta, conectada a todos los aparatos que la mantenían con vida. Respiró con ansiedad tras la ruptura de su silencio.

– Tus padres te llaman, creo que han de consultarte algo -le dijo.

Norma se levantó.

– ¿Dónde están?

– En la sala de espera, al final del pasillo, ya sabes. Creo que el médico está con ellos.

– ¡Oh, no! -gimió asustada Norma.

– No creo que sea nada grave, no temas. Como ves, ya está fuera de peligro.

– Gracias.

Pasó por su lado, salió de la habitación y echó a correr por el pasillo.

Apenas había dado dos pasos, de espaldas a él, cuando Mariano Zapata ya había sacado la pequeña cámara de alta sensibilidad del bolsillo de su cazadora. Al tercer paso de Norma, el periodista entró en la habitación.

Hizo una, dos, tres fotografías rápidas. La primera a los pies de la cama, las otras dos de cerca, muy de cerca. Por el ojo de su objetivo pudo ver a Luciana, llenando la cámara, impregnándole de su realidad.

Como impregnaría la portada del periódico, y las conciencias de sus lectores.

Unas fotografías que probablemente también se publicarían en otros países con la misma problemática.

Salió justo a tiempo. La enfermera volvió a entrar en la habitación, cruzándose con él un poco más allá de la puerta.

– ¡Eh, oiga! -le llamó la mujer, extrañada.

Pero Mariano Zapata ya no se detuvo.

Tenía todo lo que necesitaba.

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