Máximo intentó abrir los ojos. No pudo.
Intentó moverse, primero una mano, después una pierna.
No pudo.
Estaba dormido, lo sabía, pero maniatado, como si algo fallara entre el cerebro y sus terminaciones nerviosas. Y también estaba despierto, lo sabía, porque de lo contrario no hubiera podido pensar y darse cuenta de su imposibilidad de reacciones.
Le había sucedido un par de veces, y siempre había sido angustioso.
Querer y no poder. Desear incluso gritar, llamar a alguien, pedir ayuda, y sentirse muerto en vida.
Escuchó su propio gemido de impotencia.
¿Era eso lo que sentía Luciana?
Se le coló por la puerta de la razón. Luciana. Y eso le asustó aún más.
Todo su ser se agitó, no física, sino mentalmente. Un miedo atroz, silencioso, abrumador, le asaltó de arriba abajo. Sabía que tenía que guardar la calma, que era una pesadilla, que lo mejor era tranquilizarse y esperar. En unos segundos todo volvería a la normalidad y podría abrir los ojos, moverse.
Pero unos segundos podían ser eternos a veces.
Se debatió en esa zozobra, aumentada mil, cien mil veces, por el fantasma de Luciana y por su propia realidad.
El miedo se hizo atroz, nunca había sentido tanto.
Dejó de luchar, vencido, arrastrado hacia la sima, y entonces despertó.
Quedó tendido en la cama, con los ojos abiertos, empapado por el sudor, antes de ponerse en pie, de un salto. Su corazón estaba desbocado, a mil pulsaciones por minuto. Miró la hora y pensó que su familia estaría sentándose a la mesa.
¿Y si salía, se sentaba con ellos y lo contaba todo?
No, no, mejor no, ¡qué estupidez! A su padre sólo le faltaba eso.
Se acercó a la ventana y miró a través de ella. La imagen de lo cotidiano, las casas, las ventanas, las calles, por primera vez, le pareció espantosa.
Y entonces supo que aquello sólo era el comienzo.